También el dinero es un significante
En el vórtice de la globalización, parece que hemos olvidado que el valor del dinero es cultural: su valor, la forma de gastarlo o de no gastarlo, y por supuesto la forma por excelencia –en la economía tradicional– de ganarlo: el trabajo.
Si cada cultura es un cruce de tradiciones y cuestionamientos, de continuidades y disrupciones, cada religión está imbuida de las culturas activas en los territorios donde se desarrolla. En la diversidad de prácticas cultuales y profanas, se advierten distintas formas de relacionarse con el tiempo y de dividirlo entre ocio y trabajo. El origen latino de la palabra negocio (literalmente: no ocio) muestra cómo los romanos definían al tiempo de trabajo a partir del ocio, y no al revés, como tendemos a hacer hoy día. Así se derivan distintas formas de representar el trabajo y también de simbolizar su valor y retribuirlo.
Para entender la diversidad de valor simbólico en la actividad humana, y por qué se ha acentuado tanto en nuestra especie la diferencia entre lo productivo y lo no productivo, hay que remontar a lo simbólico y muy concretamente al lenguaje. Muy concretamente, hay que recordar que el lenguaje es previo a la consciencia en el entendimiento de los fenómenos, como resume Claude Lévi-Strauss en una conclusión que importa citar correctamente:
«Solo si se reconoce que el lenguaje, como cualquier otra institución social, presupone funciones mentales que operan a nivel inconsciente, se puede esperar, además de la continuidad de los fenómenos, la discontinuidad «de los principios organizadores» que escapan normalmente a la consciencia del sujeto hablante o pensante. El descubrimiento de estos principios y sobre todo de su discontinuidad abriría camino a los avances de la lingüística y de otras ciencias de lo humano en su conjunto.
La cuestión es fundamental, pues a veces se ha contestado que, desde su nacimiento y señaladamente en el caso de Trubetskoy, la teoría fonológica implicara el pasaje a la infraestructura inconsciente (…). La resolución del fenómeno en elementos diferenciales, presentida por Trubetskoy, pero lograda por vez primera por Jakobson en el año 1938, permitiría definitivamente, «de forma objetiva y sin equívoco alguno» rechazar cualquier recurso a la «consciencia de los sujetos hablantes». El valor distintivo de los elementos constituye el hecho primero, y nuestra actitud más o menos consciente respecto de esos elementos no representa en ningún caso más que un fenómeno secundario.» *
Por consiguiente el trabajo –al igual que el género o la clase social–, es una noción propiamente humana en la medida en que la división entre lo que es trabajo y lo que no lo es, y cómo se compensa o remunera, no es socialmente construida sino socialmente legitimada. La construcción la hace el discurso, que a su vez es propiedad de una clase social. Invisibilizar la clase permite obviar las desigualdades y el modo cómo ellas se vuelven aparentemente estructurales e inevitables.
Así pues, el lenguaje es propiamente lo que permite diferenciar, como a muchos otros objetos, ciertas actividades como susceptibles de un valor tal que debe ser cambiado por un valor abstracto: el dinero. El dinero es una abstracción especular en la que cada uno puede ver reflejado su valor en sociedad – aunque esa equivalencia sea muy reductora y excluyente. Esa especularidad o espejo de valor es justamente la base de la especulación que convierte la división entre la actividad que produce y la que no en la división entre lo que se retribuye y lo que no. Así la labor doméstica no retribuida ha sido un instrumento de estabilidad de un cierto orden en el que habitualmente se reconocía al trabajo del hombre pero no al de la mujer. Que a día de hoy ese patrón sea uno entre muchos no significa que se haya superado el problema fundamental, que no es feminista (la crítica al patriarcado) ni marxista (el anticapitalismo), sino un problema lingüístico.
«Holocaust»
¿Por qué centra Hitler su manía persecutoria en la figura del judío? La demonización del otro es un fuerte recurso demagógico, y el populismo requiere casi siempre de la construcción de un “ellos” (el eje del mal para W Bush, el Occidente para Boko Haram, la casta para Podemos). Pero había otros otros, y los judíos no fueron los únicos perseguidos y condenados a un destino letal. Sin embargo, parece haber algo específico en la figura del judío – mejor dicho: en su construcción – capaz de motivar una obsesión por parte de los grandes discursos del odio. Esa obsesión se ha materializado como exterminio desde la Inquisición pasando por las dictaduras europeas hasta llegar a una nueva izquierda que, a una distancia irrisoria del ideario fascista, ve en el judío el inventor de la usura; vale a decir, una nueva izquierda que llega armada con una vieja moral maniquea.
De ahí va un paso a alinear a Israel con EEUU –en unos términos muy semejantes a los que se utilizaron en las Azores para justificar la guerra en Iraq; un paso más y esa izquierda apoyará a una dictadura religiosa antes que a una democracia en construcción– todo porque las vicisitudes del moderno sistema financiero encuentran su responsable en ese ser tieso, gregario y tacaño que es el judío. No hace falta mucho más para hacer de él objeto social de repudio, deleznable: un chivo expiatorio. Los mismos estereotipos desarrollados en el germen del cristianismo (el que mató a Jesucristo, el marrano) y del nacionalsocialismo alemán (el inmigrante que viene quitar el empleo y la riqueza) vuelven con la doble función de dar una explicación superficial de algo mucho más complejo (la crisis del sistema capitalista) y de eximir la responsabilidad del sujeto político (causa y responsable último de esa crisis). Estas condiciones son ideales para demonizar al Estado de Israel en base a errores cometidos mayoritariamente por sus gobiernos de derechas; para descontextualizar a Palestina de su entorno ideológico igualmente religioso pero, lo que es preocupante, prosélito y antidemocrático; y para invisibilizar el hecho de que el sionismo no es el problema. El sionismo, que empieza como solución teórica dibujando la reunión de los guetos en los que se segregó a la judería en un solo gueto que será Israel, se revela más bien una necesidad estructural de la renovación democrática en la medida en que plantea un paradigma costoso pero viable de construcción nacional frente a los fracasos históricos del feudalismo, los imperios coloniales ibéricos, y el postcolonialismo financiero de las multinacionales.
«All low cost»
La figura del judío se articula en torno a tres ejes. El primero tiene que ver con la elección o más bien con reconocerse como miembro de un pueblo elegido. Es indiferente quién lo haya elegido porque el discurso que se deriva no es proselitista ni auto-explicativo sino todo lo contrario: una religión endogámica y particularmente evolutiva. El segundo tiene que ver con la ambivalencia, esa propiedad del significante que es patente en la Cábala, quizás más que en cualquier otro lugar en la historia de los textos sagrados y según lo atestiguan la teoría psicoanalítica a principios del XX y, medio siglo más tarde, el posestructuralismo de los Jacques –Lacan y Derrida– y, de forma aún más explícita, Scholem y Bloom (Cábala y deconstrucción). El tercer eje tiene que ver con los elementos de la resistencia judía: un espíritu de unión que también se podrá encontrar en fraternidades geográficamente dispersas, comunidades gitanas u otras, pero además una extrema adaptabilidad a formaciones sociales adversas, por ejemplo donde las actividades productivas se hallan ya repartidas. Así pues, pese a la aparente paradoja del argumento, el crédito pudo haber surgido como estrategia de resistencia y la deuda como precio de no entender la gratuidad del otro. Si el otro es gratuito, no lo temo y ya no es un extranjero: puede vivir entre nosotros.
La relación hacia la figura temida y despreciada del judío parece de todo en todo informada por un desconocimiento del qué y cómo de la ley –desconocimiento que caracteriza a la paranoia. Ese odio se fundaría, pues, en una perturbación o trastorno de valor con el que tropezamos en la hegemonía del low cost: lo barato y asequible pero a la vez precario, injusto e inhumano. Ninguna solución final es una solución pero el reconocimiento en mí de lo que podría odiar en el otro es sin duda un comienzo de razón.
En efecto, a los tres ejes corresponden tres descubrimientos que se dan o se amplían en lo que Lacan llama la travesía del fantasma, y que son la singularidad, la apertura de sentido y la creatividad. Cualquier pueblo puede ser elegido y cualquiera dentro de cualquier pueblo puede también serlo; pero aquello que lo singulariza es que puede escribirlo. Todo discurso es ambivalente y sabemos que esa propiedad del significante, y no su cierre en un intento de verdad objetiva, es el camino de apertura del sentido que permite, entre otras cosas, la dialéctica y el conflicto simbólico que no trasciende a lo real –como lucha a muerte. Finalmente, toda deuda puede ser creadora si es simbólica y mantiene abierta la cuenta corriente de la no compleción y de la interdependencia; es mortal, sin embargo, si se adueña de lo real cuando no tengo cómo pagarla – y quiero hacerlo.
La deuda también es insignificante
Esta distinción nos permite a su vez discernir la deuda legítima de la ilegítima. Ahora bien, ¿la legitimidad de la deuda depende de la capacidad de pago del deudor a posteriori o de la justicia del acreedor cuando la genera? Tenemos motivos para considerar que la deuda solo es legítima si el acreedor actúa con justicia pero ¿solo cuando la genera o también cuándo y cómo la reclama? El deudor tiene la responsabilidad de conocer las condiciones de satisfacción del pago de la deuda. Por supuesto me refiero al crédito con interés, que lleva cuantificada la ganancia (el retorno para el acreedor) en la misma moneda o significante. El préstamo entre amigos, familiares o en otros sistemas económicos tales como aquél basado la sharia desplazan el interés a otros significantes como sean la cesión de mano de obra, el reparto de beneficio o la lealtad. La novedad del interés explícito no es el interés en sí, que existe desde que existe cesión temporal de propiedad (las condiciones de donación, descritas por Heidegger, Ricœur y Marion, son muy distintas); el interés explícito, cuantificado en la misma moneda de la deuda, provee en efecto una lectura mucho más transparente de la plusvalía para el acreedor y del plus de goce para el deudor. Ese plus de goce suele ser negativo en el caso de una deuda pecuniaria, y alcanza situaciones dramáticas como la hambruna, el desahucio, la enfermedad y la muerte, razón por la que hacer de la deuda una forma de sometimiento es un acto potencialmente genocida y subyugar el gobierno de los pueblos a mecanismos de financiación demuestra que la crisis fue en realidad el síntoma de una rápida industrialización de la deuda y pervive hoy como fundación definitiva de la antidemocracia.
Teniéndolo claro, es sesgado y seriamente prejuicioso confundir la irresponsabilidad criminal de los autores morales del mercado de riesgo con la práctica del préstamo por parte de judíos en la diáspora, ellos mismos inmigrantes forzados a residir en guetos. En cambio, la herencia universal que deja con su reclamación de singularidad, la reivindicación de la apertura de la letra frente a la literalidad del dogma –religioso, científico…– y la forma creativa cómo abordó a menudo su resistencia y su supervivencia podría justificar más bien una relación de deuda hacia el pueblo judío. Puede que sí, puede que no. En cualquier caso, no es una deuda que hayan reclamado y que, con toda legitimidad, no hay que pagar.
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* « Le grand mérite de Saussure, dit Jakobson, est d’avoir exactement compris qu’une donnée extrinsèque existe déjà inconsciemment » (p. 29). On ne saurait douter que ces leçons apportent aussi une contribution capitale aux sciences humaines en soulignant le rôle qui revient, dans la production du langage (mais aussi de tous les systèmes symboliques), à l’activité inconsciente de l’esprit. En effet, c’est seulement à la condition de reconnaître que le langage, comme tout autre institution sociale, présuppose des fonctions mentales opérant au niveau inconscient, qu’on se met en mesure d’atteindre, par-delà la continuité des phénomènes, la discontinuité « des principes organisateurs » (p. 3o) qui échappent normalement à la conscience du sujet parlant ou pensant. La découverte de ces principes, et surtout de leur discontinuité, devait ouvrir la voie aux progrès de la linguistique, et des autres sciences de l’homme dans sa foulée.
Le point est d’importance, car on a parfois contesté que dès sa naissance et notamment chez Troubetzkoy, la théorie phonologique impliquât le passage à l’infrastructure inconsciente (…): « Le phonème est une notion linguistique et non pas psychologique. Toute référence à la ‘conscience linguistique’ doit être écartée en définissant le phonème » (Principes de phonologie, p. 42 de la traduction française). La résolution du phonème en éléments différentiels, pressentie par Troubetzkoy mais accomplie pour la première fois par Jakobson en 1938, devait définitivement permettre « objectivement et sans aucune équivoque » d’écarter tout recours à « la conscience des sujets parlants » (p. 93). La valeur distinctive des éléments constitue le fait premier, et notre attitude plus ou moins consciente vis-à-vis de ces éléments ne représente jamais qu’un phénomène secondaire (p. 52-53). (…)
Claude Lévi-Strauss, “Les leçons de la linguistique” (Préface à R. Jakobson, Six leçons sur le son et le sens, Minuit, 1976)
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