Inconsciente en moción (xxiii)

Kevin Quinaou. Fotografia: Joris-jan Bos -

Kevin Quinaou. Fotografia: Joris-jan Bos -

Bajo el paraguas de la danza contemporánea se halla una multitud de prácticas de movimiento y, por parte de su público, unos horizontes de expectativa. Prácticas y horizontes se organizan socialmente en códigos sobre cómo mostrar y leer la danza. Esos códigos, casi siempre al servicio de la comercialización de la danza, delimitan la noción central de espectáculo a partir de una visibilidad ceñida por un sistema de producción y regulada por unas leyes y una moral. Estas condiciones imponen de por sí un desprestigio de la improvisación y de todo espectáculo cuyas funciones rehúyan el mimetismo de lo ya conocido, lo que se espera. Por temor vitalista al desbordamiento, tendemos inexorablemente al control.

Aunque cuando hablo de improvisación en danza pienso en contemporánea, el ballet clásico no es ajeno a espacios de improvisación, como recuerda un artículo en Pointe (agosto-septiembre 2012) sobre «Etesian», una obra coreografiada por Helen Pickett:

Muchos bailarines de ballet tienen que improvisar en algún momento en sus carreras, especialmente desde que más compañías han venido añadiendo obra contemporánea a sus repertorios. Pero mientras sus parientes de la danza moderna parecen deslizar sin cómodamente hacia la espontaneidad coreográfica, los bailarines de ballet a menudo experimentan auto-juicio, resistencia e inhibición. (…) Si los bailarines abordan su trabajo desde un punto de vista de bien hecho/mal hecho, se acaban juzgando muy estrictamente y se turba su imaginación. «Ellos ven qué está mal en lugar de ver posibilidades», afirma [Helen] Pickett. Los bailarines deberían más bien intentar cambiar a un paradigma de pensamiento en el que el proceso tiene prioridad sobre el resultado. «Permitir que la elección sea una parte activa de tu trabajo no solo fortalece la confianza, sino que también construye identidad», añade.

Si me preguntan, de todos modos, por qué creo que la danza contemporánea se encuentra más cerca del psicoanálisis que el ballet clásico, debo recuperar dos argumentos fundamentales.

El primero, al que ya he hecho referencia, tiene que ver con que en los ideales de la danza contemporánea tienden a desdibujarse las exigencias de virtuosismo o, mejor dicho, ese virtuosismo no se traduce en la exactitud cómo se mimetizan unos patrones de referencia. El lenguaje es tendencialmente expansivo y abierto a la particularidad, con lo que se aleja del saber referencial que es la gramática clásica del movimiento (chassé, cabriole…) y se acerca más a las propiedades del cuerpo que baila y al estilo que puede desarrollar. Se pueden generar resistencias de otro tipo: la tensión entre la comodidad de acudir a movimientos que ya se dominan (significantes cinéticos familiares), de transitar o resolver frases a través de acuerdos conocidos, y el riesgo de dejarse atravesar por lo desconocido y potencialmente ridículo, de suspender las riendas de la seguridad y el decoro.

Es en ese espacio arriesgado del desequilibrio y la torpeza, de la solución buscada sin saber bien cómo, de la continuidad tendencialmente azarosa que se libera el potencial de improvisación que está mucho más presente en la danza contemporánea. En este aspecto, es evidente que la búsqueda de lo bonito y formalmente armonioso juega en contra de la espontaneidad porque se opone a lo feo y grotesco pero también a lo nuevo y sorprendente, a la revelación y a lo carnavalesco.

Pero hay al menos otro argumento que permite reconocer una cercanía mucho mayor entre la danza contemporánea y el psicoanálisis que entre éste y el ballet clásico, mucho más fijo y referencial. La danza contemporánea, como su nombre indica, es coetánea de quienes participan de su creación y gozan de su realización. Así el ballet clásico fue en su día lo más nuevo, así como lo que hoy es contemporáneo será, en un futuro no lejano, ingenuo, irrelevante o pasado de moda. Pero eso es lo que invita a distinguir entre lo moderno, que se desactualiza justamente por su falta de relevancia, y lo contemporáneo, que busca en permanencia el rescate de un presente emparedado entre las influencias que lo preceden y aquello por conocer y por provocar –porque si hay algo que el marco de la danza contemporánea puede habilitar es el cuerpo como causa de evento.

Danza contemporánea es la que me habla ahora, la que habla de los mitos tal como a día de hoy los puedo volver a leer. ¿Para qué insistir demasiado en los clásicos si su conversación preferida es la que mantienen entre ellos? El único acercamiento que me interesa a los clásicos es subversivo, el inoportuno, el que responde a la misma lógica desinstaladora que caracteriza el inconsciente. ¿Acaso miran los clásicos a lo contemporáneo? Lo clásico habla de un mundo ido y su justificación recurre a supuestos universales para esgrimir el argumento de su actualidad: hablar de valores, recordar a los grandes de la historia, enaltecer un pasado nacional, etcétera. Sin embargo, aunque el contemporáneo también hace una reinterpretación de aquello que lo antecede, hay necesariamente una mirada hacia fuera –o se espera que esa mirada esté– que permite entrar en una comunicación mucho más directa y factible con el espectador.

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