La exclusión de unos individuos o grupos está profundamente ligada a la exclusión del sujeto. Aunque esa exclusión se produzca desde los discursos del poder y se ejerza desde fuera, es al individuo que incumbe la patologización. Por este error –o terror– de perspectiva, se le llama sociópata o se le identifica algún trastorno adaptativo al síntoma de un mal que excede claramente el ámbito del sujeto y que quizás ni le concierne!
Esta inculpación del individuo se ejerce a la par de la quita de responsabilidad del sujeto. Así el endeudamiento, que es el principio del genocidio económico, es una maniobra de un colectivo hacia muchos individuos, pero aún ese colectivo está plagado de individualidades. La devaluación de lo singular es a la vez producto y motor del cuerpo social desequilibrado. Por eso mismo no quiero dejar de escribir una vez más sobre el desequilibrio. He escrito sobre un desequilibrio necesario a la liberación entendida como abandono de un equilibrio rígido, como soltura del cuerpo físico; ahora quiero escribir sobre una experiencia profunda donde el desequilibrio físico tuvo su lugar sintomático en presencia de un desequilibrio –de orden psíquico, naturalmente, pero también quizás espiritual: un equilibrio que represento para mí mismo como un calibrado deficiente de distintos niveles de realidad; como una mala aleación.
Hacía algún tiempo que Marc Naya me había hablado del trabajo de Pere Sais sobre la obra de Jerzy Grotowski. Marc me dejó el opúsculo de Grotowski «Qué significa la palabra teatro?» y luego me leí la edición inglesa de Hacia un teatro pobre, del mismo autor, y Trabajar con Grotowski sobre las acciones físicas de Thomas Richards, uno de los colaboradores más cercanos del dramaturgo polaco. Me fascinaron, como a un niño, las fotografías en blanco y negro, sobre todo las que ejemplifican algunos «corporales», prácticas que se incluyen en el Training o entrenamiento del actor. Me fascinaba el nombre mismo de corporales, habiendo hablado Bauzá y Muñoz en su seminario, hacía entonces uno o dos años, de los incorporales en el ámbito del estoicismo. Si los incorporales son aquello que se pierde en la traducción verbal de un idioma a otro, correspondiendo al aspecto del significante que es irreductiblemente cultural, los corporales se me aparecieron como el nombre de un campo de significación que solo se puede abrir si el cuerpo físico también se abre a ello.
La dureza con la que Richards describe su proceso de aprender de Grotowski me predispuso para la lectura de la tesina de Pere, donde encontré una sistematización de elementos a los que, sin embargo, aún me faltaba, y sigue faltando, dar cuerpo. Pero ese dar cuerpo era justamente lo que yo venía buscando desde el psicoanálisis, que fue a su vez una respuesta a la pregunta de corte heideggeriano que presidió mi tesis doctoral: ¿por qué el sentido y no el sinsentido? Otra pregunta la apoyaba e inauguraba todo mi planteamiento: ¿cómo leer lo que se resiste a ser leído? –que no deja de ser la pregunta fundamental de la hermenéutica negativa. Al dar cuenta de una consciencia del sinsentido –sinsentido para el otro, separado por la cultura–, los incorporales habían prefigurado para mí el sentido de los corporales propuestos por Grotowski, pero un sentido cuyo medio natural o hábitat expresivo era un cierto sinsentido. A todo eso faltaba y falta aún dar cuerpo, proceso que pasó hace muy poco por el curso de prácticas originarias del performer que decidí hacer luego de volver a hablar con Marc y conocer personalmente a Pere.
No haré ninguna arqueología de los ejercicios corporales ni hablaré de la relación entre las acciones de Grotowski y las acciones físicas de Stanislawski; estoy seguro que Pere u otros que dedican mucho más tiempo a ello pueden hablar con la propiedad de haberlo probado repetidamente. Tampoco puedo hablar de las Mociones, habiendo leído muy poco sobre ellas y practicado menos aún, aunque sí lo suficiente para intuir la necesidad de repetirlas tanto como cualquier camino donde lo que menos importa es llegar rápidamente al final o siquiera concebir un final. Prefiero hablar de algunos momentos reveladores, para mí, en su carácter de imprevista presencia ante un destino. Repito: una imprevista presencia ante un destino, un encuentro súbito y sutil con lo inevitable –porque sentí como libertad la elección de lo inevitable.
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