En una de esas situaciones, el día siguiente al primer tiempo de canto, interpelé a Pere ante los demás sobre el sentido de unas palabras que yo había entendido como que «aunque no se conozcan [los cantos vibratorios], hay que saber cantarlos». Lo sentí desde el lugar que, hasta hace poco, ocupaba ante el hecho social psicoanalítico, o la relación social entre psicoanalistas para ser más claro, una relación que, salvando pocas excepciones, me resulta desinteresada en el peor sentido de la palabra y fuertemente desconsiderada hacia el goce del otro. También quiero decir que esto no me sorprende tras las reacciones que he ido recibiendo a mi artículo «El goce del analista». Es relativamente fácil teorizar sobre el goce; gozar y luego hablar de ese goce puede ser mucho más complicado. Era a mi herida por haber decidido experimentar ese goce de analista a lo que yo me enfrentaba al confrontar a Pere. Sé que no lo hice desde ningún resentimiento pero sí desde alguna sospecha, como si él pudiera estar comportándose como un guía o maestro en el sentido vertical de la palabra, es decir, como un amo o representante de un saber. Pero esto se aclaró fácilmente al explicarme, también en presencia de los demás participantes, la importancia de no entender lo que se canta para guardarse uno de creer que ya lo ha entendido cuando sabe qué significan las palabras en su lengua. Esto, evidentemente, volvió muy claro el paralelismo entre los cantos vibratorios y el discurso del analizante, y entre la vibración (o reverberación, o repercusión) de aquellos cantos y la que, al producirse en mí cuando escucho ciertas secuencias, me vuelve sensible –luego apto– al momento de escandir o de operar cualquier otro corte analítico. Incluso al hablar de la «gracia de no entender aquello que se está cantando» no pude dejar de escuchar una remisión a la otra Gracia, la que nos hace vivos y hablantes «gratuitamente».
Esa gratuidad o Gracia viva de la vida y también de la muerte se me presentó con la profundidad de un abismo en un momento en que salimos a explorar el entorno y a «danzar con la topografía». Íbamos subiendo a una montaña. La subida no me produjo vértigo pero la subida misma, a veces por caminos hechos y vaciados por otros, con anterioridad, otras veces por caminos no marcados o izándonos a rocas donde yo no hallaba puntos de apoyo, esa subida se me fue haciendo más y más oscura en la medida en que me afrontaba al miedo a no saber cómo ni por dónde bajar, miedo a caerme, miedo al desequilibrio. En un momento dado, Pere sugirió un cambio en el orden de la fila india y yo fui segundo, detrás de él. La posición baja del cuerpo, que aún me sería mucho más útil en la bajada, y la flexibilidad de las articulaciones, muy especialmente el desentumecimiento de los pies y los hombros facilitada por el trabajo previo de Corporales, junto a algunos elementos de Systema, me permitieron sin duda alguna seguir adelante con bastante torpeza – pero también con una agilidad de otro tipo que me resultó novedosa, y una confianza inusitada en el que iba delante de mí abriendo camino.
En esos momentos, toda la parafernalia teórica sobre la posición del amo, especialmente con respecto al saber, me resultó infinitamente más lejana que el pueblo, acongojado a los pies de la montaña, al que el crepúsculo iba desdibujando. Le dije: «Tengo miedo. Siento mucho miedo.» Entendí que no se trataba tanto de una confesión literal sobre mi miedo a caer sino de mi necesidad de decir que puedo tener miedo y que puedo confesarlo. Ese poder tiene dos sentidos: mi posibilidad e incluso mi libertad de temor y la posibilidad y el espacio que se me ofrecen para poder vivirlo, decirlo y transformarlo.
Pere me regaló una de sus enigmáticas sonrisas –por las que le agradecería una y otra vez– y me instó: «sigue, respira (dicho esto inspiró sonoramente), deja el peso contra la tierra; si te caes, la tierra nos acoge». Estas palabras tuvieron un efecto claramente performático para mí no solo porque iban acompañadas de un gesto determinado, una forma de respirar, una invitación a apoyar una mano en su hombro para no romper la fila y así mantener el contacto, sino además porque no se me ocurrió no obedecer a ellas: no eran un orden al modo de autoridad sino un acto que solo hacía falta repetir. Esto me hace volver a mi creencia de que la danza es la respuesta enigmática a una pregunta olvidada. Sobre todo en la bajada, fue muy evidente el carácter danzado de mi interpretación de los apuntes de Pere (pasos pequeños y rápidos, casi juguetones, posición baja del cuerpo, peso hacia atrás: «si deslizas hacia atrás, la tierra te recibirá»). Fue, en cierta medida, una improvisación y un baile iniciático.
La bajada empezó tras una parada para contemplar el paisaje y volver a practicar el Turning, en el que recordé las señales del Turning realizado el día anterior: el color llamativo de la camiseta de Marc y sus zapatillas, que marcaron para mí, como puntos de libro, la importancia vital de buscar una sincronía impecable en el movimiento del grupo. Esa búsqueda, puesta al servicio de un unísono en el Turning, informó sin embargo la improvisación relativa de la bajada del día siguiente; la informó e inspiró su afinación coreográfica y mi posición –lo diré: intelectual y espiritual– respecto del guía; porque el guía se me reveló allí como una función de la topografía, muy alejada, pues, de cualquier amago de imposición o impostura. El guía es, sencillamente, el que va delante en un camino lineal o, en el espacio escénico, el que va primero, el que pone en moción. Esto se me figura como una verdad absoluta ya que el que pone en moción es, ni más ni menos, el Inconsciente, y solo puede jugar su función aquél que verdaderamente se pone, a su vez, en manos de Ello.
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