Conocer significa conocer ciertamente. Conocer sin certeza significaría de hecho conocer dudando, luego no conocer del todo. Conocer significa siempre conocer a ciencia cierta, pues no hay ciencia incierta. Esta equivalencia del conocimiento con la ciencia y de la ciencia con la certeza tiene rango de evidencia. Esta sola evidencia nos permite distinguir entre las ciencias exactas, dichas duras, de las ciencias aproximativas, dichas humanas o sociales: hablando en sentido estricto, solo las primeras merecen su título de ciencias, porque ellas producen (o pretenden producir) certezas, mientras las segundas no llegan a eso sino de lejos, aproximativamente. Al punto de que tenemos todavía pretensiones de certeza, incluso si el nihilismo nos hace a menudo casi renunciar a la ambición de alcanzar una verdadera ciencia: ya no sabemos verdaderamente, pero esperamos preservar la certeza. Lo queramos o no, lo sepamos o no, permanecemos esencialmente cartesianos.
Queda sin embargo un obstáculo. Si conocer equivale a conocer ciertamente, entonces no conocemos tanto como podemos pensar, ya que el criterio de certeza excluye la mayoría de nuestros pensamientos del campo de la ciencia. En efecto, ¿cómo se alcanza la certeza? Por dos vías. Sea por un conocimiento a priori, formal, como en lógica y en matemáticas: pero aquí la certeza tiene un precio, la tautología y la idealidad absoluta, que no permiten acceder a ningún ente individualizado o teniendo un estatuto real (de una cosa). De ahí una primera abstracción. Sea, para evitar pagar ese precio, otra vía, esta vez a posteriori, luego experimental. Pero de una experiencia reducida precisamente a lo que, de una cosa o de un estado de cosas, puede satisfacer a la certeza. Efectivamente la experiencia impone, en su desarrollo espontáneo, una diversidad incontrolada de intuiciones, que no cesa de evolucionar y de variar, de modo que la contingencia de la cosa o del estado de cosas afecta el conocimiento, que se vuelve por ello más variable, cambiante, luego incierto. Hace falta pues, y aún aquí nos hallamos cartesianos, reducir el corpus de la experiencia – reducirlo a lo que, en él, puede conocerse ciertamente y abandonar el resto a las tinieblas de lo incognoscible. ¿Dónde pasa la línea de demarcación? Entre, por una parte, las exigencias de la ciencia cierta y, por otra, la pura diversidad de la materia. Pues si la ciencia cierta logra producir certeza, no es sino en el campo de lo que ella puede reducir a sus criterios, a saber el campo de lo que puede ponerse en orden (el orden que ordena según el conocimiento, indiferente a la disposición natural de la esencia supuesta de los entes), es decir todo lo que puede ser asimilado a un modelo; y luego el campo de lo que puede medirse (lo que se encuentra naturalmente mensurable, como las tres dimensiones del espacio, pero sobretodo lo que no se encuentra mensurable en sí, pero debe ser transcrito en el espacio mensurable, como el tiempo, la velocidad, la aceleración, el peso, etc.), o sea todos los parámetros. Lo que queda, porque no se puede reducirlo a los criterios de la certeza, hay que abandonarlo al dominio sin exactitud de la materia indeterminada, apátrida de toda ciencia cierta. Una ciencia exacta no se establece sino renunciando finalmente a conocer lo que no puede decididamente satisfacer los criterios de la certeza, el orden de los modelos y la medida de los parámetros. De ahí resulta que una ciencia no asegura su certeza sino reduciendo la cosa en sí a un objeto – a aquello a qué la mirada puede objetarse cara a cara en plena evidencia. No se vuelve cierto nada que no se vuelva también un objeto. Por definición, el objeto aparece conocible sin resto, pues no retiene nada más que lo que, de la cosa, puede ser conocido.
Así parecen identificarse el conocimiento en general, el conocimiento cierto por ciencia exacta y el conocimiento de objeto. Sin embargo, hace falta precisamente discutir esta triple equivalencia entre conocimiento, certeza y objeto. Pues nosotros tenemos acceso a conocimientos sin objeto, puesto que lo cognoscible no se reduce enteramente a un objeto, sino que se extiende por derecho a lo que permanece una cosa en sí, que no ha satisfecho las condiciones de la objetivación y de su reducción. Nos enfrentamos sin cesar, y sin que siempre tomemos una clara consciencia de ello, a lo que nos adviene sin que vuelva a venir, ni llegue a pertenecernos. Puede tratarse de la cosa no en cuanto subsistente idéntico a su presencia persistente (vorhanden), pero de pronto manejada como un utensilio que tenemos a la mano sin tenerlo bajo los ojos (zuhanden), según la distinción de Heidegger. Puede tratarse del hiato entre el objeto sintetizado por la apercepción siguiendo las condiciones a priori de la experiencia (y por tanto de sus objetos) y el en-sí irreductible de la cosa libre de no aparecer según nuestros criterios finitos, según la distinción de Kant. Puede tratarse en fin del hiato entre el objeto comprendido y el infinito, cuya razón formal implica la incomprensibilidad, según la distinción de Descartes. En todos los casos, experimentamos cotidianamente la indisponibilidad de lo que constituye excepción a la objetivación, no como un dominio longincuo, reservado a experiencias extrañas, sino en la proximidad cotidiana y banal de lo que nos adviene sin causa identificable, sin razón previsible, en una contingencia virgen, banal y familiar. Este modo de advenimiento, que no le pide nada a nadie y sobretodo no pide autorización a un Yo transcendental, nosotros lo experimentamos a cada evento. Y en particular con el que no admite ninguna condición previa, ni el principio de contradicción, ni el principio de razón suficiente, el don. Tanto menos podemos negar esta proximidad banal cuanto ella obra fenómenos tan cercanos – más cercanos a nosotros que nosotros mismos – como nuestro nacimiento y la paternidad que la engendra. Este fenómeno inevitable ya está siempre ahí. Un modo de conocimiento (el del objeto) que no puede ahí hacer ley preserva su legitimidad pero descubre ahí su límite. Pierde también toda la legitimidad si no reconoce este límite. Límite epistemológico, que atesta más esencialmente la finitud óntica. El objeto no vale sino como finito y en la finitud, que por otra parte él presupone sin poder concebirla. Concebir nuestra finitud exige entonces no seguir pretendiendo que no se conoce nada más que objetos y admitir un conocimiento sin objeto.
Pero hay más. La equivalencia entre certeza y conocimiento también se puede contestar. Y debe serlo porque se puede hacerlo. Se hallan también en efecto conocimientos sin certeza, porque sin objeto. La certeza trabaja efectivamente, en primer lugar y la mayor parte del tiempo, con objetos y a la vista de objetos. Ella lo logra ejerciendo el uso predicativo y por tanto afirmativo (categórico) del lenguaje: hablar consiste en hablar para decir alguna cosa (no hace falta hablar para no decir nada, nos lo han dicho bastante)… hablar para decir alguna cosa equivale a decir alguna cosa de alguna cosa, atribuir una propiedad a un sujeto: el cielo es azul, la tierra es redonda, 2 y 2 son 4, aquél que duda es, Dios no es visible, el futuro es desconocido, etc. Incluso si todas estas afirmaciones no se verifican, incluso si no desembocan todas en la constitución de un objeto, su certeza eventual resultará de su ambición categórica. Su certeza eventual será siempre afirmativa. Tal parece ser el caso de los enunciados de las ciencias exactas, según su propia y constante pretensión: decir alguna cosa de cierto sobre alguna cosa, por un enunciado afirmativo. Sin embargo las certezas positivas y afirmativas de las ciencias reclaman también un segundo privilegio: su progreso; las ciencias dicen y realizan un progreso, pretenden incluso lograrlo solas, por oposición a la repetición de los errores o de las aproximaciones en las otras figuras del saber (¿no se resume la filosofía a la suma de todos los errores pensables e incluso impensables, repetidos sin cesar?). Sin embargo estas dos pretensiones, la certeza positiva y el progreso indefinido, no dejan de conllevar una contradicción, por lo menos lo suficientemente aparente como para tomarla en serio. Si toda la afirmación puede y debe someterse al menos a su revisión por una nueva afirmación más comprensiva (no evoquemos la recusa o el rechazo de una teoría por otra); si la falsificación de un enunciado científico sobre unos objetos permanece por definición siempre posible (y nadie contesta el rigor, la fecundidad y la honestidad de esta autodisciplina científica); en suma, si toda la afirmación categórica sobre uno o unos objetos se expone por principio a una posible revisión y no puede, en el mejor de los casos, sino valer provisionalmente como una última verdad, más exactamente como un último estado de la verdad conocida, entonces el conocimiento afirmativo no puede pretenderse absolutamente cierto. La certeza positiva de un enunciado científico sobre un objeto permanece entonces provisional, porque este objeto permanece finito y sobretodo porque permanece finito el pensamiento que lo constituye. No se trata aquí (¿con qué derecho, además?) de contestar la certeza de los enunciados positivos, sino de subrayar, o por lo menos admitir, que esta certeza permanece inevitablemente provisional, revisable, en cierto sentido radicalmente contingente. De lo que se sigue que la certeza positiva no cumple toda la certeza, que la certeza pide más que su formulación categórica y afirmativa, es decir más que el conocimiento de objeto.
Otra certeza que no la certeza positiva, por predicación y afirmación ¿puede sin embargo concebirse? ¿No se trata, en esta ambición desesperada, de un regreso de la llama del intento metafísico por excelencia del saber absoluto, con las ilusiones y los peligros que la historia atesta sin ambages? O ¿no se trataría de una exaltación irracional (Schwärmerei para hablar como las Luces), reavivando los fantasmas de una intuición intelectual o, peor, “mística”? Tal sería sin duda el caso si se pretendiera superar y completar la certeza afirmativa provisional con otra certeza afirmativa, definitiva y dogmática. Pero en filosofía, se encuentra una vía totalmente distinta; la de la certeza negativa. Aquí, Descartes y Kant, poco sospechosos de dogmatismo pre-crítico y de irracionalismo desbocado, se proponen como guías bastante fiables. – Descartes en primer lugar, que concluye su doctrina de la constitución del objeto, la primera además, constitución mediante afirmaciones positivas de alguna cosa sobre alguna cosa y por sustracción de lo incierto en la cosa experimentada para no retener más que el objetivo certificable, por una observación decisiva sobre los límites de la ciencia positiva. Aquél que ha “perfectamente aprendido todo este método […] ya no ignora nada más por defecto de espíritu o de arte. Pero cada vez que aplique su espíritu al conocimiento de alguna cosa, o bien la descubrirá efectivamente; o bien percibirá ciertamente que ella depende de alguna experiencia, que no está en su poder, y así él no acusará en absoluto su espíritu, aunque esté obligado a quedarse en ese punto; o en fin demostrará que la última cosa buscada sobrepasa todo el alcance del espíritu humano, y así no se creerá más ignorante, puesto que no es menor ciencia conocer esto mismo (quia non minor scientia est) que todo lo demás que se quiera”. Dicho de otra manera, cuando yo conozco que no puedo conocer la respuesta a una pregunta “porque se opone la naturaleza misma de la dificultad, o la condición humana (ipsius difficultatis natura, vel humana conditio)”, entonces “este conocimiento no es menor ciencia que aquella que hace ver la naturaleza de la cosa misma (quae cognitio non minor scientia est, quam illa quae ipsius naturam exhibet)”. Así, podemos alcanzar una ciencia no solamente por certeza positiva objetivando la naturaleza de una cosa hasta entonces desconocida, sino además, si esta afirmación se revela inalcanzable, por la certeza negativa que ya sea la cosa misma, ya sea nuestra condición finita, hace imposible la experiencia e incognoscible la respuesta. Y este último resultado – el conocimiento de la incognoscibilidad – no ofrece “menor ciencia” que la respuesta afirmativa a la pregunta; pues, ya que precisamente esta afirmación no puede hacerse ciertamente, hay que atenerse a una certeza puramente negativa. Reconocer negativamente los “límites del espíritu (ingenii limites)” constituye, negativamente, una certeza comparable al conocimiento positivo de cualquier objeto. Y el tan difícilmente concebible cogito podría a fin de cuentas ofrecer el más perfecto ejemplo de tal certeza negativa, por cuanto se articula sobre el límite de lo finito y de lo infinito.
Kant, más aún que Descartes, consagra toda la Crítica al reconocimiento de los límites de la razón. O más bien en primer lugar a la consideración de la ignorancia o no-saber sobre un modo más radical que lo del escepticismo banal (en el caso de Hume): “La consciencia de mi no-saber (Unwissenheit) (si este no-saber no es al mismo tiempo reconocido como necesario), lejos de poner fin a mis investigaciones, es al revés la verdadera causa que las suscita.” Y de hecho un tal “no-saber” no tiene nada de unívoco, ni de sencillo: puede concernir “tanto las cosas como la determinación de los límites de mi conocimiento (Grenzen meiner Erkenntnis)”. Dicho de otra manera tanto operar una certeza positiva mediante un enunciado categórico sobre un objeto, como una certeza negativa sobre los límites del poder de conocer. El conocimiento de esos límites no debe en efecto confundirse con la percepción a posteriori de mi impotencia para resolver tal o tal cuestión, simple consciencia de los “límites (Schranken)”, de hecho, de mi espíritu (como yo descubriría los límites de mi país progresando hasta sus fronteras empíricas); se trata más bien de límites (Grenze), que yo conozco a priori, “investigando de manera crítica” lo que puede y no puede mi poder de conocer (como yo calcularía a partir del principio de rotundidad de la tierra y de la medida de un grado de la superficie la dimensión de la esfera y así de sus límites). Se trata aquí de un no-saber “absolutamente necesario”, tan cierto como un saber categórico: “Este […] conocimiento de su no-saber, que no es posible sino mediante la crítica de la razón, es también una ciencia.” Al término de la Crítica, el filósofo alcanza a priori una certeza negativa de la imposibilidad de ciertos conocimientos, certeza sin objeto, pero absoluta, científica.
Al encuentro de Duns Escoto (“Negationes non summe amamus”), diremos entonces, siguiendo Descartes y Kant, que preferimos las negaciones con tal que también den certezas. Tenemos por lo demás otra razón de apelar aquí a Kant. En su intento “para introducir en filosofía el concepto de grandezas negativas”, él distingue efectivamente entre oposición lógica y oposición real. La primera queda como oposición lógica, en la que una cosa se contradice respecto al principio de contradicción: un cuerpo puede estar en movimiento (lo que es pensable), o en reposo (lo que también es pensable), pero ningún cuerpo puede estar, en el mismo instante y en relación con lo mismo, en movimiento y en reposo: eso no es pensable, ni representable, el objeto se anula (nihil negativum irrepraesentabile). Pero se encuentra también una oposición real, “aquella en que dos predicados de una cosa son opuestos, pero no por el principio de contradicción. Desde luego lo que es puesto por uno es aún suprimido por el otro; pero la consecuencia es alguna cosa (cogitabile)”. Dos fuerzas reales que se anulan (atracción y repulsión por ejemplo) producen un resultado nulo (inmovilidad del cuerpo), pero este mismo siempre real. Así pues, aunque nada se ve, ni se conoce como objeto, dos fuerzas perfectamente invisibles en cierto sentido se enfrentan a un grado redoblado de realidad. Las grandezas negativas pueden conocerse, sin que hagan ver un nuevo objeto. Su certeza, tan negativa como se quiera, queda verificada. Así el mismo negativo puede dar lugar a certeza.
Examinaremos así una hipótesis. Si una cuestión dotada de sentido, correctamente formulada y sin contradicción lógica, queda sin respuesta posible para un espíritu finito, e incluso no debe, por razones a priori, recibir respuesta según los criterios de una racionalidad finita (metafísica, los dos principios de contradicción y de razón suficiente) – entonces esa cuestión en cuanto siempre es buscada y siempre dejada sin respuesta, que sobrevive sin embargo a esta ausencia, ¿acaso no da ella una realidad que pensar (cogitabile) y no merece el rango de certeza negativa? Pues incluso la denegación puede concernir a la donación.
Extraído de la obra de Jean-Luc Marion Certitudes négatives. Paris : Grasset & Fasquelle, 2010: 11-20. Notas suprimidas. Traducción: Francesc Oui. 1i2011. Todos los derechos reservados.
abril 20, 2025
Qué bueno encontrar una versión castellana del texto, muchas gracias! Quería consultar si está preparando la traducción de la versión completa para editar. Saludos!
abril 21, 2025
No la estoy preparando, pero agradezco mucho su interés y el comentario. Saludos!