32. Las primeras que recuerdo fuera del estrecho círculo social que rodeada la familia, esa que me habían asignado, eran particularmente atractivas. No digo que fueran lo que mis primos consideraban mujeres guapas. Los colores chillones de sus ropas, los pendientes metálicos, el maquillaje exacerbado y los tacones de aguja las volvían garridas y llamativas. Yo no podía dejar de mirarlas, y en ese sentido eran sin ninguna duda atractivas.

33. Permanecía en la ventana haciendo cundir el vaso de leche que mi madre depositaba en mis manos, cada noche, para marcar la hora de dormir. Retrasaba ese momento en que se apagaban algunas luces en la casa para seguir observando cómo se movían, cómo salían de unos coches siempre oscuros acompañadas por hombres anónimos y demasiado sobrios. En ese sentido, no eran nada atractivos.

34. Al lado de la puerta había dos luces. La verde se encendía cuando podían entrar, y se encendía la amarilla cuando tenían que esperar. A los hombres que entraban, mi madre se refería como “señores” y mi padre como “feligreses”. A las mujeres que entraban, mi madre les llamaba “chicas” y mi padre, “niñas”.

35. Algunas noches me dolía la planta de los pies sin saber porqué. Tenía un compañero de clase muy aquejado de dolores en los pies porque, decía, llevaba botas ortopédicas. La profesora no le creía. Desconfiar así de un niño ya en aquél entonces me parecía una crueldad.

36. Si hablamos de crueldades, puedo hacer un buen listado. Teníamos unas carpetas estrechas de cuatro anillos donde guardábamos los trabajos de clase y los deberes escolares cuando ya estaban corregidos. En el primer año abríamos la carpeta, luego los anillos, y metíamos cada hoja corregida sobre la última que habíamos colocado en la carpeta. En el segundo año nos explicaron que ya nos habíamos hecho mayores y que debíamos abrir la carpeta, girar las hojas anteriores hacia la izquierda, abrir los anillos y colocar la última hoja. Procediendo de esta manera, explicaron, tendríamos las hojas ordenadas. Cosa para mí difícil de entender, ya que en el primer año de clase también había un orden en las hojas, aunque distinto. Le di mil vueltas a qué querría decir orden. Pensaba porqué era mejor tener la página más antigua al principio y la más reciente al final. Los libros de historias son así, pensaba, el principio viene al principio, el final al final. Además, si siguiéramos haciendo como en el primer año, cada vez que abriera la carpeta vería el último trabajo que habíamos, en lugar de encontrarme una y otra vez con la misma ficha de presentación que habíamos hecho el primer día. Por estos pensamientos me perdí. No me di cuenta de que seguía colocando un trabajo encima de otro, sin jamás girar los trabajos más antiguos hasta la izquierda para mantener el orden en la carpeta. Hasta que llegó el mes de diciembre, los profesores empezaban a hablar de las evaluaciones y yo me di cuenta, mirando hacia mi lado, que mi colega tenía la carpeta ordenada. Es decir, no ordenada como la mía, sino de acuerdo con el orden enseñado a la clase de segundo. Pero yo seguía guardando los trabajos como si fuera de primero. Por la tarde, cuando salíamos de la clase, volvía a casa temiendo que la profesora se hubiera quedado ahí pasando revista a las carpetas y descubriera que la mía no estaba como las demás. Sentía el corazón tan angosto que no podía disfrutar del pan con mantequilla que mi madre me preparaba junto a una taza de leche con achicoria. Y por la noche, mientras cenaba, ansiaba por el momento en que mi madre vendría a agasajarme bajo un espeso nórdico. Entonces ya estaría a solas y podría llorar.

37. Solo pude llevarme la carpeta a casa y finalmente ordenarla a escondidas de mis padres el último día antes de las vacaciones de navidad, cuando la casa se llenó de ramitas de acebo. Hasta entonces duró ese infierno.

Aëla Labbé

38. Llegó la navidad.

39. Entre el azúcar vertido azarosamente en el suelo se paseaban hormigas felices. Miré por la ventana. No se veía nadie. Solo una niebla finita y húmeda que llenaba de grano la imagen de las cosas. Los árboles más altos parecían pairar en una postal celeste, y el tono gris cemento que se imponía al fondo como una gran pantalla destacaba el rasgo fantasmal del verde de los árboles. Escuché algunos pájaros.

40. Recuerdo pensar muchas veces, durante la niñez, que los pájaros de las mañanas frías o de niebla no eran seguramente los mismos que los de las mañanas de primavera, en las que el sol aparecía tímido y lleno de promesas, ni de las de verano, en qué la molicie atrapaba a los cuerpos en la inactividad del sueño.

41. Evidentemente me gustaba el ver ano.

42. Cuando hacía calor, yo sudaba mucho más, y eso que las niñas que venían a jugar me resultaban obsesivamente secas. Jamás vi una gota de sudor sobre sus pieles. Tuve que esperarme a conocer dos chicos, un par de años más tarde, que ni siquiera eran vecinos, para descubrir que ese olor, para mí tan característico, era al final distinto en cada cual, aunque preservando una misma cualidad de precario e vicio infantil.

43. Con esos dos aprendí las primeras palabrotas, ¡y cómo las degustaba! Me gustaba sobre todo cuando jugaban a insultarme.

43a. Ahí lanzó sus garras el principio oportunista del significante.

43b. La cuestión del género empezaba así a ser despreciable a partir del mismo momento en el que yo empezaba a ser consciente del alojamiento de esa diferencia en los cuerpos. No me refiero al alojamiento más próspero y prometedor, en qué el cuerpo verdaderamente es soporte de una palabra que hace pública su singularidad más exuberante e inspiradora, sino a aquel alojamiento más aburrido y violento, que no hace más que unificar las diferencias de género en dos bloques artificiales de difícil comunicación.

43c. Mi sexo no se llama segregar.

44. Pero estábamos en navidad, la neblina se disipaba, la carpeta estaba ordenada según el escolar precepto, dos magros regalos me esperaban bajo la chimenea que nunca humeaba en unas botas demasiado parecidas a las que torturaban al compañero de clase: ortopédicas. Botas de corrección.

45. Mientras la niebla huía, lenta como un avión en el alto cielo, la entrada de la casa de putas aparecía despida de todo su esplendor nocturno. Entonces, al mirar el gran belén de figuras de yeso pintado, pensé que los reyes magos, sobre todo uno de ellos, se parecía confusamente a algunos de los clientes. En este momento entró mi madre y, como creí que estaba pecando en pensamientos, se me hizo el rostro carmín.

Electric Girl by Jaci Berkopec, flickr

46. Mi madre tenía el don de mantenerse impasible cuando algo rompía su cotidiano y el de expresar su alegría cuando veía a alguien alegre. Mi contención me hizo heredar solo el primero.

47. Pero esa mañana, cuando cogí ese color tan vergonzoso, mi madre reaccionó de una forma para mi totalmente inesperada. Se sonrojó también. ¿Qué podía haber roto su impasibilidad?

48. Abandoné la cercanía de la ventana y me alejé entonces de la belleza altiva de los cipreses, acercándome a la de mi madre. Me miró los pezones y la zona de los genitales –no recuerdo si por este orden– y me preguntó si tenía pis. Le confirmé que no.

49. Esa tarde permanecí especialmente en silencio. Miré una y otra vez por la ventana pero no había movimiento en la casa de las chicas y de los señores. Quizás por navidad las chicas estuvieran abriendo sus regalos, pensé, y los señores estuvieran paseando sus coches por las calles embadurnadas de luz y perfumes.

50. Aunque el infierno de la carpeta hubiese terminado, yo no podía librarme de mis tempranos fantasmas. Si la realidad volvía a aparecer diáfana y casi feliz, volvían también mis sueños de difícil interpretación. Por la noche, mientras dormía, se constelaban imágenes de hombres en una tribu donde yo nunca tenía más poder que el de obedecer o huir. Todos íbamos sin ropa, mujeres y hombres, pero las figuras de mujeres aparecían más borrosas. En algunas figuras el sexo era imposible de identificar, y eso me resultaba angustiante. Lo único que siempre era nítido, demasiado nítido, eran los genitales de algunos hombres, y los diversos olores que sus cuerpos sucios desprendían. Esto sí me parecía lógico al despertarme: en mis sueños nunca había agua, solo polvo y suciedad.

51. Cuando yo me despertaba, intentaba recordar mis sueños, aunque solo algunos años más tarde eso me produjo algo más que el sentimiento inaugural de extrañeza. Más precisamente, cuando surgió algo de vello alrededor de mi propio sexo, empecé a despertarme con una sensación placentera tan perspicaz y dueña de sí que nadie tuvo que instruirme en la búsqueda de un goce totalmente nuevo y bondadoso.

52. Creía que ese súbito conocimiento intuitivo de las raíces del placer genital era una parte de mi capacidad de inventar infiernos y otros lugares de sufrimiento.

53. Llamémosle inteligencia infernal.

54. Un día me dijo alguien muy religioso que Teresa del niño Jesús le rogaba a Dios que la llevase a los infiernos para poder rescatar a las almas perdidas. Esto me hizo saber que yo quería lo mismo que ella.

54a. Para mí, Teresa era Teresa. Le quité lo de santa, en un principio, por precoces simpatías reformistas. Pero aunque no era ese un nombre propio, me lo había apropiado yo, y ahora su ausencia era el significante más inspirador de una santidad en falta.

54b. El demonio no me resultaba menos simpático que dios. A ambos consideraba dignos de conocimiento.

55. No es que solo queramos lo que no tenemos, sino que no podemos querer lo que ya tenemos.

56. Tener es perder el interés.

57. Pude comprobarlo con los juguetes de navidad. Ahora lo repito con los juguetes sexuales, ostenten el sexo que ostenten.

58. Tener es la muerte del deseo, luego el deseo nace fundamentalmente para morir.

59. Tener es una ilusión. Dicho con otras palabras: poseer es mentira.

60. No sorprende que queramos tantas cosas: nunca tenemos nada.

61. Huimos hacia adelante como si presintiéramos que el mundo no puede más que acabar. Pero el mundo no necesita acabar;

61a. es el sujeto del inconsciente el que desea completarse, y hay excusas que le sirven para hacerlo.

62. En esto pensaba cuando me vino a parar a las manos una guía de confesión y a la nariz una imagen de la mujer que yo amaba. Mi madre tenía la regla.

63. La guía de confesión estaba llena de pecados en forma de inquisición: ¿He visto revistas escandalosas? ¿He buscado placeres concupiscentes estimulándome a escondidas? ¿Me he complacido en pensamientos libidinosos? Cuántas ideas.

64. Y qué alivio al no encontrar ninguna pregunta que se pareciera a: ¿He deseado a mi madre?

65. Mi pecado hubiera sido desear y amar a otras mujeres.

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