à la mémoire de Jacques Derrida
Al traducir el seminario de Jacques Lacan al castellano, una de las palabras que de forma más reiterada se me presenta como dificultad es “enfant”. El “enfant”, de origen similar a “infant” (infante) es el que no habla. De ahí ha surgido también una palabra tan misteriosa como “inefable”: aquello de qué no se puede hablar, pero también aquello sobre qué no sabemos qué decir. A veces los niños – que es como habitualmente se traduce “enfants” – son tan sorprendentes con lo que dicen, y muy concretamente las preguntas que hacen, que uno no sabe qué decirles. No todos los niños no-hablan, pero parece haber algo de inefable en cada uno de ellos.
Decir que los niños no hablan es una exageración porque, en su mayoría, tarde o temprano, hablarán, y porque eso mismo que parece inefable lo es en la medida en que nos habla, nos interpela, e incluso nos importuna. A menudo he traducido “enfants” por “aunoablantes”, para marcar el hecho de que un día hablarán, o eso se espera, aunque siempre hay quienes hablan, y mucho, sin decir prácticamente nada. Pero la pega principal tratándose de mi traducción del discurso de Lacan – esto es importante ya que tanto él como yo nos permitimos jugar a los significantes y crear nuevos – sigue siendo la exclusión de los yahablantes que sin embargo seguiríamos identificando como niños y a quienes los francoparlantes llamarían “enfants”. De hecho, cuando Lacan dice “enfant” se refiere muchas veces a niños que ya hablan.
La idea de llamarles niños tampoco me parece satisfactoria al contener un marcador de género que además, como casi siempre, es masculino. Si en su conjunto los niños no se diferencian de los adultos, o los más crecidos, por el hecho de aún no hablar, ya que muchos ya hablan, ¿por qué se mantiene entonces esa diferencia? Si les observamos, constatamos que en su mayoría se distinguen, sobre todo a partir de cierta edad, por preguntar, por saber el porqué de casi todo lo que ven y se encuentran por delante. Hacen la pregunta por la causa, cosa que algunos analistas olvidan hacer. Antes incluso de esa edad de los porqués, ya observan a su alrededor, les pillamos poniendo toda su atención en un objeto o un exterior todavía inmerso en la indefinición, es decir, en la falta de una dimensión simbólica que defina y demarque espacios, objetos y relaciones con aquellos. Unas veces parece que estén contemplando, otras que buscan algo, no sabemos qué.
En todo caso me parece más productivo – y por qué no decirlo: más sano – seguir observando y dejar en suspensión nuestros criterios de juicio y valor tanto cuanto sea posible antes que clasificar su búsqueda continua como un déficit de atención, o la contemplación como un rasgo obsesivo. De los escépticos podemos tomar el principio económico de la epojé o suspensión del juicio, de Nietzsche el sentido de filistinismo como negativo del juicio estético, y del Anti-Nietzsche de Malcolm Bull la noción de ecología negativa, y bajo esta actitud tópicamente regresiva del paso atrás estaremos probablemente en mejores condiciones de dar el paso hacia adelante que es el progreso científico con el otro y nuestra escucha hacia él.
Tal como en la hermenéutica negativa, que intenté sistematizar entre 2004 y 2010, no se trata del sentido valorativo o moral que tiene comúnmente lo negativo, sino más bien de un sentido metafórico, tomado del negativo fotográfico, que remite a una complementariedad desechada pero que en su momento fue eficiente, tuvo su efecto. En la búsqueda de sentido como en la fotografía analógica, no hay revelación sin negativo. Esa búsqueda, tal como han insistido casi todos los teóricos de la literatura desde el formalismo hasta la deconstrucción pasando por el estructuralismo y la estilística (el proyecto anodino de la Nueva Crítica estadounidense es quizás la única y flagrante excepción), no es la búsqueda de un Grial, como si el sentido, al igual que las economías nacionales bajo el orden capitalista, fuera algo que rescatar. El sentido no se rescata porque no es de nadie, ni siquiera de quién produce el enunciado. La autoría no tiene derecho de propiedad sobre el sentido; tan solo cuenta con el privilegio efímero de la primera lectura del mismo y, aún así, los lapsus muestran cuán poco dueño es uno de su propio enunciado.
La muerte del autor declarada por Roland Barthes y asestada de forma cabal por Paul de Man y Jacques Derrida es ante todo un cuestionamiento de ese derecho de tinte divino, heredado de la hermenéutica positiva, del mismo linaje de la exegesis y la cábala, que buscan, cada una a su manera, la verdad fiable (e indiscutible) y la autorización de sus intérpretes, sacerdotes o rabinos.
Pues bien, nada parece más alejado de la teología que la infancia. Efectivamente, el teólogo o cualquier otro hermeneuta o rescatador busca la respuesta definitiva, la solución final. Su horizonte es el fin de la búsqueda, aunque ese mismo horizonte le produzca tanta ansiedad como la de que otro lo alcance antes que él. Sin embargo, es el sentido mismo el que ya ha alcanzado al hablante: él está atrapado en la significación y, para no asumir la castración fundamental que implica ser significante, es decir, ser ya parte de un discurso que lo sitúa y dota de unos límites, juega a ser fijar el sentido o la propiedad. Ambos dominios son extraños a quienes aún no hablan o sí hablan pero no pueden ser responsabilizados por sus acciones, no porque no hayan sido adoctrinados en la moral, la estética o simplemente el protocolo, sino porque aún están presentes en el mundo de un modo tal que no pueden ser eficientes. Sus acciones tienen consecuencias, por supuesto, pero éstas no disponen de una traducción simbólica ya que son causantes a pesar de ellas mismas, en la medida en que probablemente en su mayoría no estén motivadas sino precisamente por la experimentación de los límites y de los efectos.
Tanto su atención como su búsqueda, sus llantos y demandas, sus gestos y locomoción, son indicadores de que no se persigue ninguna eficiencia sino más bien alguna deficiencia en el insoportable efecto de unidad que le impone una realidad externa muy poco diferenciada aún. Me planteo traducir “enfant” por “presente” en la medida en que no es tanto el poder o no hablar lo que distingue a los “enfants” de los demás, sino que aquello que se intenta representar por el fantasma de la infancia es algo que tiene que ver con un modo de estar presente en la realidad que se percibe como extraño, pero extraño justamente en lo que parece preservar de confuso e indiferenciado hasta cierto punto con el entorno: como si todo fuera familiar, o todo fuera extraño.
La insistencia en una representación benévola de la infancia como la edad bella y vulnerable sirve como escudo fálico y defensa moral porque reduce ese otro extraño a la insignificancia de quién no habla o no sabe o no puede, y construye a la vez el fundamento de la autoridad legal y su resorte eufemístico, el paternalismo. Esto permite obviar una dimisión fundamental del “non enfant”, el que no-no-habla, y que es la escucha entendida en el sentido más amplio de una apertura especial no solo al otro sino a lo Otro. Es aquí donde se podría remitir a una alteridad absoluta en la que depositar la causa primera, la expectativa de no necesidad, de no soledad, de no muerte. Es aquí donde efectivamente se empieza a perder la presencia real de lo indeterminado, con todos los problemas que eso plantearía a la propiedad privada, a la obediencia, al buen gusto y a toda referencia sin la cual no hay civilización ni malestar. Renunciar a la educación es también, en cierta medida, renunciar a Dios, con el que se identifica el Otro indiviso, sin barrar, sin falta y por supuesto sin pecado. Cuando la educación laica cae en la tentación de invocar algún Otro indiviso, un referente estable en el que delegar el fundamento del valor, ella no es menos metafísica que la educación religiosa, ya que ambas se acreditan como modelos de ecología positiva al apostar por la justificación del valor y la validación de un sentido.
El logro de la religión es representar a ese Otro como “presente”, incluso como un compañero invisible: un fantasma teledirigido por un discurso ideológico apaciguador y disciplinario. En esa operación que, como he dicho, puede estar igualmente presente en un adoctrinamiento laico o sin dios, lo que se hace es reemplazar al presente que es el “enfant” por un “omnipresente” con el que participar en una ecología u orden de valores socialmente aceptable. En el lugar del que pregunta se impone una respuesta, y donde el presente se relacionaba con lo indiferenciado – desde la extrañeza, la fantasía y el cuestionamiento – ahora hay un responsable, el que está delante, el Nombre del Padre, digamos. El responsable difícilmente será aquél que el discurso nombra “yo”; no, el responsable “eres tú”, “ha sido él”: en cualquier caso, es el otro. Dios, el Otro absoluto, debe ser intachable para dejar espacio libre a otro a quién atribuir responsabilidad, ya que la posición ética del presente (“enfant”) ha sido vaciada de sentido por la ecología moral. La culpa es un problema de lectura.
Entonces se vuelven motivo de preocupación los niños que se comportan de forma distinta a los demás, los que quieren algo que “no puede ser”, los que hacen preguntas que los demás tampoco saben contestar. El “enfant”, tanto si habla como si no, debe coincidir con una realidad demandante, que le exige que sea individuo aunque ignora que “enfant” es justamente el que conserva cierta indivisión respecto de lo que no está nombrado y que, al no haber sido hablado, aparece parcialmente indiviso.
Aquello que suele estar ausente de la educación es justamente lo que se buscará justo del psicoanalista: un otro presente que me escuche como otro presente, siendo que la única asimetría es quién sostiene esa escucha.
Ilustración
He dicho que la culpa es un problema de lectura, y hay un objeto que puede ilustrarlo. Si no hay libros en casa, ¿cómo pretendemos que los presentes (“enfants”) puedan desarrollar hábitos de lectura? Los libros en las estanterías irán siendo substituidos por libros electrónicos. En el universo de los contenidos, los e-books son libros que han perdido parte de una materialidad específica para confundirse, en los soportes en qué son leídos, con otros contenidos gráficos que hacen un uso extensivo de la imagen. De algún modo el libro como objeto se disuelve en el mundo de los estímulos multimedia, y con él hay una textualidad que queda sometida a la disponibilidad tecnológica de una forma prácticamente inevitable. La producción del libro depende de la prensa, que a su vez depende de las industrias del papel, de la tinta y las impresoras, y de un circuito de distribución que incluye el transporte y las librerías pero también las ferias y las bibliotecas, públicas o particulares, algunas itinerantes. Sin embargo, el objeto libro ya no depende de la mediación tecnológica de otro artefacto para ser leído porque su materialidad es, en ese sentido, suficiente. Hablo de materialidad como fisicalidad, como una forma que ocupa un espacio, que tiene una masa con cierta densidad, un aspecto visual bastante variable aunque la forma básica suele ser un paralelepípedo, y una operatividad menos variable: una tapa que se abre para revelar la primera de varias hojas de papel, un gesto que se puede repetir y que hay que repetir para satisfacer la función de lectura que el objeto proporciona y dejarse satisfacer por ella.
A día de hoy, hablar de la lectura ya no es exactamente hablar del libro y menos del libro impreso. Puede ser hablar de su ausencia, como hablar de adultos es hablar de no-no-hablantes, de hablantes que habitualmente no escuchan ni se escuchan y cuya infantilización hacia quienes les importunan y hacen preguntas no deja de señalar un tipo de represión muy semejante al que se le impone al inconsciente para domar sus impertinencias. No cabe duda sobre quién ha ganado la guerra imaginaria entre la ética de la escucha y el discurso tecnológico. La guerra es imaginaria porque la tecnología casi siempre ha contado con el beneplácito del optimismo científico, y porque la ética de la escucha no la mueve ningún resentimiento ni tiene que satisfacer demanda alguna. En lo real, la tecnología y la informatización del pensamiento, es decir su aniquilación como actividad crítica, representan perfectamente los logros de la superación de aquello específicamente humano que es el lenguaje en la medida en que el afán descriptivo, clasificatorio y enciclopédico ha sentado las bases de una sociedad de inspiración infantil: insegura, obediente, eficiente, demandante. En este contexto, de forma particular y no menos paradójica, el libro electrónico, signo de la rápida desaparición de la biblioteca y de hábitos de lectura tal como los conocimos, es legible como un síntoma de la presencia que se pierde, esa extraña presencia que se teme en el “no-hablante” al igual que en el inconsciente y que suscita, en un mundo de idiotas, la pulsión mortífera de obedecer sin escuchar.
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