158. Por eso todo tenía que ser absolutamente limpio.
159. Entonces, recordando cómo el persistente olor a gasolina me acercaba a memorias aún más arcanas y remotas, empecé a desear que volviera el verano para irnos de veraneo. En el pueblo había una estación de autobuses adosada a un gran garaje donde yo podía apaciguar ese incombustible deseo de oler el fuel de los motores – fuél, como decían en el pueblo –, o el aceite que perdían a veces, u otros interesantes líquidos que goteaban de los escapes de los coches y autobuses. Por la noche, pensaba, estar ahí una sola entre autobuses, que no entre los autobuseros, que no eran para mí eróticos en absoluto, tenía que ser una experiencia olfactiva sobrenatural. Y entre los destellos del imaginario se me presentaba cada vez más tangible esa experiencia que, en la práctica, era imposible de obtener.
160. Cuando no teníamos clase, una compañera y yo nos íbamos a dar un paseo por la ciudad. Nos dábamos la mano, bajábamos la carretera entre el polideportivo y las chabolas pudientes y coloridas y nos rozábamos contra algunos coches aparcados a lo largo de esa rambla sin fin. Nunca supe si de verdad le ponían los coches tanto como a mí o si solamente aprovechaba una oportunidad para toquetear mi cuerpo que entonces parecía cada vez menos ambiguo, pero lo cierto es que ella parecía pasárselo bien conmigo, comentando los faros como quienes hablan de miradas, codiciando a las puertas, los perfiles metálicos y los alerones traseros al igual que las otras chicas les hacían un buen repaso a los chicos recién salidos del vestidor para irse a la clase de gimnasia. Quizás tanta heterosexualidad y tanto culto al cuerpo machil habían conseguido desencarnar nuestras pulsiones y direccionarlas hacia esas máquinas potentes e inhumanas que se acumulaban, inmóviles o en movimiento, por las carreteras, parkings, estaciones de autobuses, montones de chatarra y demás lugares que entonces pululaban como imágenes excitadas en mis violentas ensoñaciones.
161. Un posible motivo para tamaña excitación se dio a conocer durante uno de mis paseos con Aparín – así le llamaban a la chica. La rambla, que sí tenía fin, desembocaba graciosamente en una encrucijada de la que salían unos caminitos yermos hacia las chabolas, una carretera principal que de hecho nos sobrevolaba, un parking descubierto donde siempre encontrábamos condones y jeringuillas y alguna que otra pareja haciéndose cosquillas y una especie de estanque desangelado en cuyas orillas no crecía más que mala hierba y, alguna vez en algún día de mayo, alguna florecilla blanca. Si pasábamos de largo, pasado el estanque nos encontrábamos más tierra de ese color crudo que el sol incendiaba, y luego un puente sobre la vía del tren. Tardábamos una media hora en llegar hasta el puente, o más, dependiendo de cuántos coches despertaran nuestra libido, pero ese día habíamos bajado rápido porque, sin sol, los coches no brillaban tanto y ni siquiera un viejo Corvette abandonado que siempre nos ponía a tope lucía su morbo atemporal. Nos quedamos, como casi siempre, de pie en el puente, nuestros codos y antebrazos ligeramente apoyados en la reja lateral. Nos gustaba saludar los conductores de los trenes, que casi nunca se fijaban en nosotros. Uno de ellos, sin embargo, no solo hacía un par de meses que había empezado a fijarse en nuestra presencia sino que ya nos devolvía el saludo, levantando el brazo derecho con un gesto que percibíamos amistoso desde los largos metros de distancia que nos separaban. Ese día no sabíamos muy bien qué hacer porque cada vez se acumulaban más nubes oscuras sobre los edificios cada vez más pálidos, iluminados por unos pocos rayos de sol que dibujaban un contraste tan alarmante como el del día en que me descubrí un hilo de sangre bajando por mis muslos. Pero seguimos bajando. A los pocos minutos empezó a llover. Fue todo muy rápido. Un tren salió de la estación, allá al fondo, casi minúscula. El tren salía de la línea 2 pero se desviaba a la línea que iba hacia la costa. Así que podía ser el conductor que nos saludaba. Aparín se puso muy contenta aunque empezaban a caer unas gotas de lluvia. El tren empezaba a acercarse, despacio, y unos niños que jugaban y bailaban al lado de la vía del tren se escondieron bajo el puente y empezaron a subir por uno de los caminitos de vuelta hacia las chabolas ya que, como empezara a diluviar, sus casas se inundarían de nuevo. Un hombre que parecía salido del mismo puente se encaminó a paso expedito en dirección a la vía segundos antes de que el tren, rumbo a la arena dorada de las playas de la costa, lo planchara enérgica y silenciosamente como mi madre planchaba las camisas de mi padre. No nos dio tiempo a fijarnos si el conductor nos había saludado, ni siquiera si era el que nos saludaba, pero lo que sí tuvimos claro es que si no nos abrigáramos nos quedaríamos con la ropa empapada. Aparín me sujetó fuerte la mano y, con lágrimas en los ojos, me susurró que no le diría nada a su madre de lo sucedido, como si tuviera algo que ver con la muerte de aquél furtivo cuerpo. Y no sé por qué, tuve muy claro que me resultaba más placentero masturbarme pensando en los coches que llorar pensando en mi madre, cuyo amante de juventud, su gran amor, se había, una tarde, en un coche deportivo, matado.
162. Después del diluvio, el orden complejo de las casas y callejuelas del barrio de chabolas se volvía un poco más caótico. El viento había forzado puertas y ventanas y las torrentes de lluvia se habían llevado muchos enseres. En algunos hogares, solo quedaban las estructuras fundamentales, parte de los tabiques y, donde aún se aguantaba, el techo de uralita. Juguetes, palos y botellas flotaban en balsas recién formadas donde se bañaban los niños, sonriendo bajo un arco iris inmenso que parecía unir el límite del barrio de chabolas al del centro de negocios en una misma alianza. Las mujeres bajaban al gran lago que se veía crecer en el valle desde los primeros chubascos, lleno ahora de lodo mugriento, para rescatar, como elementos de un cuadro surrealista, sillas y taburetes, cubos y palanganas y todo lo demás que pudiera salvarse, incluso antenas de televisión.
163. En esos días, en el barrio pobre no había electricidad y no llegaban las noticias al igual que las noticias del barrio pobre no llegaban nunca al resto de la ciudad. Aunque la instalación eléctrica de esos hogares la habían hecho quienes los ocupaban, y que además los habían construido, y aunque la promesa de vivienda social permanecía tan lejana como el arco iris porque el terreno era propiedad de la compañía eléctrica y el ayuntamiento no se mojaba demasiado, había que seguir pagando la factura de la electricidad. Para eso venían los señores fiscales con sus trajes protegidos por impermeables impolutos y botas de goma, para controlar dónde faltaba la luz y dónde no. El objetivo no era hacer un listado de quiénes podían seguir explotando, sino evitar, como decían en su idioma, que pagaran el siguiente servicio quienes se hubieran quedado sin suministro. Aunque nadie garantizara nada, nadie tampoco parecía molestarse.
163a. Los pobres se resignan fácilmente a no tener derechos.
164. Uno de esos fiscales era, sin duda alguna para mí, que me había pasado horas interminables mirando la plaza desde la cocina, junto a mi madre, uno de los clientes del Figuero. Seguramente era alguien importante, no solo por los coches donde llegaba, que por muy oscuros que fueran no podían ocultar su tamaño, ni por la cantidad de chicas que le acompañaban y lo devotas que parecían, aunque obligadas, sino porque entonces, tras esa trágica monzón, aparecía rodeado de otros fiscales, ellos con carpetas en las manos, todas con el mismo logotipo de la empresa eléctrica, él con las manos vacías.
164a. O mejor dicho: disponibles.
165. Me enteré mucho más tarde, por dos compañeras de instituto que volvería a encontrar años más tarde, de qué hacía concretamente cuando entraba en las casas destrozadas por el viento, la lluvia, el oportunismo de la compañía eléctrica y la cobardía del ayuntamiento. Pero lo que yo sólo intuía no distaba mucho de la realidad que no podía ver. El tiempo que tardaba, pensé, era demasiado para sólo asegurarse de cuán hechas mierda estaban esas casas y cuán resignadas las mujeres que iban y venían sin destino aparente. Ese día, aunque la escuela había cerrado porque casi la mitad de los alumnos vivían en el barrio pobre, los hombres se habían ido a trabajar, casi todos en la obra del nuevo hospital privado, que quedaba lejos del centro de la población pero muy cerca del centro de negocios. Entonces, como estaban lejos, no podían enterarse, y las mujeres, que podían enterarse, preferían no hacerlo. Y es que algunas niñas aún no habían empezado la primaria.
166. Se da el caso de que ese señor, de cuya especie me encontré, años más tarde, otros parecidos, cuando tuve que buscarme yo lo que esas niñas se encontraban por sorpresa, era un bienhechor. Los bienhechores eran un grupo de señores que iban a la iglesia para hacer donaciones importantes. También iba a misa, sobre todo en navidad y cuando había alguna ceremonia importante, ya que se les reservaban las primeras filas, pero era sobre todo entre semana cuando venían, muy de vez en cuando y discretamente, para hacer sus negocios con la parroquia, que tenía muchísimos feligreses. Los bienhechores hacían cosas buenas por la iglesia, concretamente ofrecer dinero, y como lo hacían desinteresadamente se les daban algunos privilegios: se les dispensaba del precepto de la misa dominical y de la confesión, ya que el bien que hacían compensaba cualquier pecado.
166a. Su caridad generaba beneficio neto.
167. Como resultado de su buen negocio, estaban exentos de pecado capital. No me sorprendería que mi profesor fuera un bienhechor, pero el caso es que solo podían ser bienhechores quienes se lo podían permitir. Para los demás, la moral funcionaba sin ningún tipo de descuento, y eso me hizo pensar que, aunque la moral era algo que me repugnaba, yo podría quizás sacar partido de ella para hacerle pagar a mi ex-profesor la deuda inconfesable que había generado en mí aquella tarde en que me enseñó algo que no tocaba aún.
168. Como yo consideraba que era buena, creía que todas las personas lo eran.
169. Antes no contaba con quienes tardé en reconocer como personas, ya que no me habían dado motivos para verlas como tal: los bienhechores, por ejemplo. Pero en cuanto a los demás, llevé años en darme cuenta de algo que luego me pareció ser una maldad profundísima, recóndita, como la suciedad de los fogones. O eso decía mi padre. A esas personas vine a conocerlas bajo nombres muy distintos: vendedores, comerciantes, comerciales, mercaderes, anunciantes, promotores, representantes, y todo un surtido de variantes en otros idiomas, sobre todo el inglés, que no dejaban margen al escepticismo. Como con los nombres de dios, sus numerosas designaciones parecían estar hechas para hacerte creer tanto en su existencia como en su bondad – o al menos en la necesidad de creer en ellos para llenar los huecos y disfrazar los pegotes de una lógica sin amor.
169a. En el caso de dios, es de todos sabido que se invoca su nombre para cualquier cosa, por lo que se hizo una ley más para no hacerlo. Es el nombre de la prohibición o, mejor dicho, de la ley.
169b. En el caso de los vendedores, su nombre no se evoca; incluso se niega. Son los ministros del consumismo, por lo que se hacen visados y tarjetas maestras y doradas para acceder a su paraíso prometido.
169c. Un día hubo un dios, ciertamente humano, que declaró: “Todo está consumado.” Estos de ahora, ciertamente divinos, declaran: “Todo está para consumir”.
170. La frutera del mercado era viva y lúcida como los gajos de naranja abierta y las uvas moscatel, jugosos alicientes para los compradores; aquí unos niños más atrevidos que yo, allí un viejo más verde que los pepinos. Al lado de la frutera, una mujer en una parada llena de hortaliza, una máquina de cortar verdura, antigua y casi tan sucia como los fogones y, al lado, unos pasteles. Le pedí a mi madre que me comprara uno. Como yo no solía pedirle que me comprara nada, solo hizo un reparo: “No son dulces.” Para demostrar su buena voluntad, y que no me estaba mintiendo – o eso pensé – saludó a la mujer de la hortaliza y le preguntó: “¿De qué son?” “De masa.” Hacia mí: “¿Ves? No son dulces.” “Masa….”, pensé. “¡Sí! Uno” – como si pedir uno solo me permitiera quedarme en un limbo entre la satisfacción de la curiosidad y el pecado de la gula. Me lo comí con recelo, más que con ascos. No tenía sabor a nada, solo a crudo. ¿Habría que freírlo? En todo caso, no pude volver a pasar delante de la mujer de la hortaliza sin mirarla con escepticismo, como si su bondad no existiera.
171. Cuando niños, casi todos creemos, con Rousseau, en el mito del buen salvaje.
172. Un día, la olla a presión se quedó inservible. El mango de la tapa ya no permitía cerrar bien porque había una especie de botón que no cedía. Mi madre la utilizaba muy a menudo para tardar menos en cocinar las sopas, las legumbres, el cocido y las carnes baratas. Si fuera solo por el tiempo, hubiera seguido cocinando en la olla normal, pero el gas era caro y mi madre se había impuesto no superar la bombona de butano al mes. también para ahorrar gas. Entonces tuvo que ingeniárselas para arreglar la olla a presión. Miró el mango detenidamente y decidió sacar el botón, ya que no podía presionarlo completamente hacia abajo. Después de probarlo con una aguja de ganchillo, luego con la punta de una espátula y finalmente con un extraño cuchillo, pudo sacarlo y empujar la válvula que cedía a la presión del botón. La verdad es que no resultaba fácil. Por algo estaba ahí el botón. Pero resultó que la tapa, además, no cerraba bien porque la goma se estaba pudriendo. Esa tarde acompañé mi madre a comprar una nueva goma. La ferretería a la que mi padre siempre iba estaba cerrada, y como mi padre no estaba y mi madre quería comprársela cuanto antes, se fue a otra ferretería que quedaba más lejos. Mi madre no llevó la tapa de la olla pero sí la medida. Una mujer muy coqueta y exageradamente simpática le trajo a mi madre, tras un rato en el almacén hablando con un hombre más joven que ella, tres gomas que solo se distinguían por el color y, dos de ellas, por ser un poco más finas. La diferencia de precio entre éstas no era muy grande, pero sí entre éstas y la más gruesa. Mi madre, un poco turbada por la semejanza entre las gomas y por el sentimiento algo difuso de que ninguna le convencía, decidió llevarse la más gruesa esperando que le durara más. La mujer siguió hablando. Hablaba, hablaba, demostraba inusitado interés por saber mi nombre, pero mi madre, que creo que nunca dejó de amarme, me protegió de la curiosidad mórbida de esa tratante. Cuando mi madre llegó a casa e intentó colocar la goma, se dio cuenta de que la goma era, por escasos centímetros, excesivamente grande, con lo que no podía cerrar la tapa. Enseguida se dio cuenta de que la vendedora le había engañado al traerle más gomas del mismo tamaño como si se las diera a elegir; y que al final, en medio de tanta habladuría, le había dado el cambio a mi madre, pero no el recibo de la compra. Mi madre me dijo que volvería sola, que yo me quedara en casa. No tardó mucho en volver, apocada, con la misma goma en la mano, como una corona de espinas perfectamente suave y estilizada. “Solo devolvemos mediante ticket, y si va a comprar algo más.”
173. Recuerdo a mi padre extrañamente joven. La memoria me lo trae inmaduro, demasiado como para tener hijos. Casi imberbe, afeitándose delante del pequeño espejo del baño, enmarcado por plástico azul zafiro y por el sol que entraba por la ventana, así lo recuerdo yo ahora. Era un lujo tener sol en el baño, siempre lo decía mi madre. Puede que no tuviéramos nada más para echar en el pan que un poco de mantequilla rancia, pero que le diera el sol al lugar donde nos duchábamos y cagábamos era una riqueza indudable.
173b. No fue sino hasta mucho más tarde que descubrí el placer de cagar al sol en plena calle.
174. Cuando volvía de la oficina, colgaba la camisa usada en un discreto perchero de roble. Para mí no era evidente que eso tuviera que disgustarle a mi madre. Aunque a mi primo, cuando volvió un día de la clase de educación física, le ordenó tomarse un baño, mi padre era su marido, y yo creía que todo él debía gustarle. Luego aprendí que hay cosas de quienes amamos que no gustan, por ejemplo: el sudor y la mentira.
175. El disgusto de mi madre, a la que yo ya había tenido la ocasión de odiar cuando deseé la muerte de aquel hermano que no llegó a nacer, me hizo venerar aún más profundamente el sudor de mi padre.
176. Amar a una mujer que no amaba a su marido se me hacía raro, pero lo cierto es que yo la amaba a pesar de sus ascos, a pesar de odiarla, y a pesar de ser mi madre.
177. Años más tarde, cayendo en depresión porque no me olía tanto el sobaco como me gustaría o porque tenía vello donde no quería y donde lo quería no lo tenía, entendí cuánto daño se le puede llegar a hacer al cuerpo para que, sin hablar, diga a los demás algo que creemos que dirá.
178. El caso es que los olores me fascinaban. Cuando pasaba mis dedos por las ingles podía sentir el olor de peras maduras, y la saliva seca en mis dedos después de comerme las uñas tenía el olor ácido de la herrumbre. Mis lágrimas, que eran saladas como moluscos, nunca me han olido a nada. En cambio, los pies, cuando estaban muy sudados, desprendían un olor casero de mantas y café frío, y yo también paseaba los dedos de las manos entre los de los pies para guardar en las yemas el consuelo de mi propia carnalidad. La cera de los oídos era otra maravilla: su adictiva textura de miel seca no tenía nada que envidiarle a la de los mocos, con los que yo jugaba cuando me aburría mucho, lo que no era inhabitual. Por último, y mucho más singular que el olor de culo, ya que cada cual tiene el suyo, era el de mi pelo cuando yo no me lo lavaba. Aprendí muy temprano que tener el pelo largo es la única manera que una tiene de oler el suyo propio.
179. Dejé que me creciera el pelo como quien deja de ducharse durante varios días para que se vuelva más intenso el perfume genital, sea el que sea.
180. Me llevaron en un tren. Me llevaban a una consulta con el otorrino porque llevaba semanas quejándome de los oídos, y el domingo no había podido soportar los cánticos en la iglesia. Mi madre había estado toda la tarde de domingo intentando convencer a mi padre para que me viera un médico, que los médicos sabrían qué hacer, que ellos instrumentos apropiados y podían hacer exámenes con máquinas muy completas. Así estuvo toda la tarde de domingo. Cabe decir que los domingos no había que hacer nada porque era el día del Señor, cosa que me resultaba extraña porque una vez en la catequesis nos habían dicho que todos los días son días del Señor, y luego un cura que siempre llevaba una cuerda con puntas de metal oculta bajo la sotana decía que el trabajo gusta a Dios. Ahora bien, si los días del Señor eran todos y no había que trabajar, nadie trabajaría nunca y eso me resultaba extraño porque todo, desde hacer pan hasta ser profesor, al igual que hacer exámenes con máquinas y coser calcetines, era trabajo. O entonces puede que fuera verdad que todos deberíamos ser como los hermanitos monjes que visitaban el camping en verano con el nuevo testamento en la mano. Pero lo suyo no era trabajo, sino alabar a Dios. Todo esto me confundía.
181. Luego despertaba de mi ensoñación cuando mi madre volvía a hablar de los médicos y los exámenes. Me imaginé una máquina blanca y grandiosa que me cogía por los sobacos, causándome gran dolor. Ese dolor tan expremo que me causaba parecía sin embargo el único capaz de apaciguar mis miedos, el desconsuelo de mi soledad, mi negación a aceptar que un día mis semanas estarían repartidas entre el día del Señor y los días de trabajar, y no precisamente por el trabajo o la alabanza sino por esa religiosa separación entre cosas – goce y oficio – que yo tenía el presentimiento y el deseo de que fueran inseparables. Es evidente que lo único que el otorrino pudo encontrar fue lo que consideró el excesivo silencio de un niño de cinco años. “Niña”, dijo mi padre. “¿Niña?”, devolvió el médico. “Me ha parecido oír niña.”, se justificó mi padre, visiblemente avergonzado por su lapsus de oído. “Quizás es usted a quién tengo que observar.”, bromeó el médico. Broma que mi padre se tomó muy en serio. “Pues sí, que me duele el oído y últimamente no oigo bien.” “Pues pídale un volante a su médico de cabecera. En el pediátrico solo hacemos consultas externas hasta los quince años.” “Tengo al menos cuatro veces quince.” “Una lástima, señor Efrem.”
182. De camino hacia el pediátrico, sentados delante de nosotros en el tren, hablaban dos chicos, uno mayor y otro menor. El mayor estaba sentado con las piernas dibujando una A muy abierta hacia mi padre y no paraba de hablar, y el menor las llevaba juntas y, más que recogidas, encogidas hacia su silencio que escuchaba la habladuría del otro. Hablaba de marcas de tabaco y las comparaba en cuanto a precios y al diseño de los paquetes, y cómo unos impresionaban más o menos a las chicas, y de la relación precio capacidad de causar impresión. Pero en un momento determinado de las elucubraciones sobre esa razón impresionista, el menor intervino para decir, mientras sus piernas se abrían repentinamente como cuando el médico hacía la prueba del martllazo en la rodilla, que su tía había muerto de cáncer de pulmón.
183. “Todo lo que le digas a tu niño le quedará grabado, unas veces con carbón, otras con hierro ardiente.”
184. Yo sabía que mi amor estaba contaminado por todo lo que oía decir de ella, porque mi madre no acostumbraba a hablar de lo que sentía o las cosas que le habían pasado. Su vida anterior venía entregada por breves apuntes orales de familiares o conocidos que muy de vez en cuando venían a visitarnos. No era una casa de recibir visitas. Los muebles tan antiguos, pero no clásicos, que en su día había sido modernos.
184a. Le sucede a todo lo moderno que al poco tiempo se vuelve anticuado. Esa es la dictadura de la moda: no que te la impongan sino que tú te la creas y sigas sus cambios estacionales, sus caprichos volátiles. Cosas como ésta podrían leerse en un manual de civilidad o en un catecismo de enseñanza. La doctrina católica aconsejaba sobre muchos aspectos de la vida cotidiana y hacía creer, junto a la naturaleza de los dogmas, en la implicación de lo divino en lo cotidiano.
184b. Y así podría ser, de hecho, si todos los días fueran días del Señor. Pero yo veía que solo el domingo era día del Señor y todos los demás eran días en los que el asunto – porque Dios era tratado como un asunto en las homilías y demás discursos religiosos y teológicos – quedaba en segundo plano. Sin el asunto en la boca del capellán, la doctrina se relativizaba, caíamos en los pecados veniales que, según el confesor, la eucaristía tenía el poder de borrar y convertir en gracia. El trabajo, el ocio, las conversaciones y todo lo que sucedía después de misa y hasta el domingo siguiente, tanto en el espacio público como en el privado, se desprendía de una lógica en la que Dios, al menos tal como hablaban del tema en misa, no tenía nada o muy poco qué ver.
185. Entonces todo se volvía relativo entre sí, unas cosas a otras, unas personas a otras, el chico mayor lo era porque había el otro, el menor, menor respecto al mayor, y el cáncer de pulmón de la tía del menor le impactaba al mayor por su gravedad porque su discurso le había impactado al menor por su banalidad.
185a. Tuvieron que pasar muchos años hasta que entendiera o empezara a entender la posibilidad de lo sublime en lo banal. Tuve que atravesar la creencia de que había que quedarse con lo banal para llegar a Dios. Tuve que creer en su inexistencia, luego en la inutilidad de su creencia. Tuve que creer que había algo que no era útil, sino banalmente frecuente, y que eso era el milagro. Tuve que aceptar que amar una mujer era, con toda la tragedia de sus tristes e ingenuos episodios, un signo de que otro amor existía.
FIN
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