66. Pero yo solo sabía amar a una mujer.
67. Entre el día 25 de diciembre de ese año y el día 26 tuve un sueño que todavía recuerdo. Dos hombres subían unas escaleras en caracol con un pasamanos de madera barnizada. Las escaleras, sin embargo, eran de madera desnuda, sin barnizar. Traían las braguetas abiertas, venían rápidos, sacaban unas cositas con las que meaban las escaleras dejando atrás un inconfundible rastro de dos orinas, se acercaban animadamente, la planta baja estaba inundada, yo por si acaso miraba a ver si tenía una cosita parecida para inundarlos a ellos pero me tocaba y no encontraba nada. La parte inferior de mi cuerpo estaba dormida. Yo miraba hacia abajo y lo que veía no coincidía con lo que sentía en mi mano. Al mirar hacia arriba, los hombres habían desaparecido y el patio de luces también. Dos mujeres, una pálida y otra trigueña, estaban dentro de una casa que en el sueño era la mía. Había un pequeño cuarto de donde salía, curiosa, la cabeza de un hombre ruso con dos trenzas afiladas y un rastro de luz fluorescente que contrastaba con la luz matutina inundando el pasillo. La mujer trigueña traía en una mano algunos huesos de melocotón y en la otra un pañuelo de papel rosa que desprendía un olor de lavanda mezclado con humedad. El parqué crujía bajo mis pies, y en el sueño me preocupaba el hecho de que ellas, que pesaban más que yo, caminaran sin hacer crujir la madera. Estudiaban la casa como si quisieran comprarla: unas imágenes de santos en el recibidor, un gran perro de loza en el suelo, utensilios de cocina desperdigados – entre ellos una hoz. Una gran cortina de flores tapaba las vistas de una ventana pero yo tenía muchas ganas de ver qué había. La mujer pálida estaba comiendo una mandarina y las propias uñas. La mujer trigueña le pegó una torta para que no se las comiera. La mujer pálida soltó un gemido gozoso. Un hombre surgido de una puerta en la que yo no me había fijado empezó a batir palmas como si llamara para enseñarnos algo. Fuimos a ver. No podía imaginarme que alguien pudiese vivir en una habitación tan pequeña y tan excesivamente luminosa. Efectivamente, vivía ahí un hombre que yo no había conocido aún. Una de las mujeres parecía gustarle. Pero el hombre se giró hacia mí con una sonrisa molesta y unos ojos de color ámbar que en el sueño creí que tenían el poder de dar nombres a las cosas. Y me preguntó: “¿Cómo te llamas?” Y yo me desperté.
67a. ¿Cómo no iba a resultar angustiante decirle mi nombre a un hombre cuya mirada era capaz de nombrar? Ese poder del significante siempre estaba para mí alienado gracias a los distintos adoctrinamientos. Unos decían que los nombres los puso Dios, otros Adán, otros el homo sapiens sapiens.
67b. Esta duplicación – sapiens sapiens – siempre me ha molestado. ¿Para qué repetir lo que sería verdadero?, pensaba en mi niñez. Ah! quizás el homo no sabía. De hecho, antes de conocer las palabras homófonas, y luego la palabra homosexual, no lo relacionaba más que con el ecce homo, esa imagen patética cuya expresión de sufrimiento nunca igualó para mí la de exquisito goce de las mártires: Blandina, Águeda, y las queridas Perpetua y Felicidad.
68. El día de los santos inocentes estaban haciendo un gran agujero en medio de la calle. Le pregunté a mi madre qué significaba todo aquello, a lo que me contestó: “Es una obra que están haciendo”. Me quedé pensando que sería algo bonito hasta el día que los trabajadores de la obra se fueron con la retroexcavadora y las otras máquinas dejando la calle hecha un cristo. Se había roto no sé qué en una alcantarilla y había agua por todos lados arrastrando consigo algas y mierda. Y como la mierda ajena me daba mucha cosa, tomé la secreta decisión de enfermarme para no ir a clase hasta que vaciaran la calle de toda aquella inmundicia.
69. Tuve que volver a la escuela. Llevaba la carpeta ya ordenada como nos había dicho el profesor, y haber soportado todo el miedo, el silencioso infierno, y haber superado en la soledad tamaña angustia solo hizo que ese día me sintiera más fuerte, como si fuera otra persona. Era como empezar de nuevo.
70. Había un nuevo compañero de clase que antes no venía. El pelo un poco encrespado, rubio dorado, la piel demasiado morena para ser invierno, casi hosca, y un bigote incipiente que subrayaba la precoz masculinidad de sus ojos de color miel. Su mirada era poco menos que solar; decididamente ambigua y seductora. Era fácil ver que casi siempre llevaba las uñas un poco sucias, porque a menudo apoyaba la cabeza en la mano derecha. Algunos días su ropa olía a tabaco. Apenas hablaba.
71. Ese día, el profesor daba clase de ciencias naturales. Nos enseñó unas transparencias en el retroproyector que representaban el sistema digestivo de algunos animales. Me fascinó el de las gallinas, muy concretamente la función de la cloaca. Comer sin preocuparte si te tragas alguna que otra piedra tiene que ser un lujo. Y resulta que las gallinas se lo pueden permitir.
72. Por la noche, curiosamente, cené el caldo de gallina que sobraba de mis días de enfermedad. Las partes menos prestigiosas del animal eran en verdad deliciosas: las mollejas, el hígado, las huevas, la piel de las patas, los cartílagos. Cuando mi madre pasaba las piezas de carne cruda por el fuego para tostar sus extremidades antes de cocinarla, podía sentir en el olor a piel y trocitos de pluma quemados la felicidad de una vida gallinácea al aire libre, junto a las piedras, la caca, los gallos, las demás gallinas, el olor a ave. Y el olor a cuerpos humanos, que seguramente las gallinas perciben de una forma particular.
73. Mientras comía el arroz hervido que mi madre me había preparado para después del caldo con algunas verduritas –zanahoria, cebolla y muy poquita acelga para no cansar la tripa– veía unos extraordinarios dibujos animados en el pequeño televisor. Dos pajaritos se casaban: demasiado semejantes para ser de sexos distintos, demasiado diferentes para ser progenitor y cría. La canción de esos dibujos animados me llenó de tristeza desde ese día. Pero ¿qué más da? Hay tantas canciones que me llenan de tristeza.
74. Un programa de radio que escuchaba a veces en casa por la tarde, cuando no tenía clase o terminaba pronto, fue durante mucho tiempo la banda sonora que acompañaba la visión de la puerta cerrada del Figuero –así se llamaba, creo, la casa donde entraban los hombres taciturnos y las chicas espléndidas, siempre tan maquilladas. El programa de radio iba de oyentes que llamaban para pedir una canción. Para ello debían completar una frase de un anuncio comercial. Me extrañaba que mi madre, que conocía todos los anuncios, no llamara nunca para pedir una canción, aunque en realidad eso era fácil de explicar: en casa no había teléfono.
75. Después del arroz hervido con verduras, me fui a la cama. Esa noche soñé que estaba en un escenario, en gran angustia por si alguien me veía. Pero apenas había luz, y claramente no había nadie de público. Entonces aparecían muchos cuerpos disponibles mezclados con diamantes, y yo podía comérmelos a todos. Eran suaves como algodón dulce, y mi uretra desechaba fácilmente los diamantes que yo me tragaba junto con la carne.
76. De entre todos los orificios que entonces tenía en mi cuerpo –ahora tengo alguno más– aquél en el que más me complacía era la ventana de la nariz, sobre todo la izquierda. Metía un dedo en la nariz, luego otro, y otro. El dedo pulgar era el único que no cabía bien.
77. A veces me gustaba sacar mocos, aunque a diferencia de otras niñas y otros niños no me los comía, ni siquiera había probado su sabor. Solamente me los sacaba, apreciaba sus formas y, si eran muy húmedos, jugaba con ellos aplastándolos entre mis dedos y moldeándolos como si fueran plastilina, hasta que se secaran un poco. Luego seguía jugando con esa bolita de moco hasta que quedaba como resequida, la deshacía en pequeños granitos que parecían arena oscura y los dispersaba por el parqué. Creía que nadie jamás se enteraría.
78. Recuerdo pensar algunos años más tarde si el hecho de creer que nadie se enteraría de algo que yo hiciera no sería peligroso. Peligroso para mi si yo lo creyera y eso no fuera cierto, es decir, si alguien se pudiera enterar; y peligroso para otros si efectivamente nadie se enterara.
78a. La posibilidad de la ignorancia ajena me hizo sentir un goce hasta entonces desconocido: el que vincula la posesión de un saber a una ganancia de poder.
79. Todo esto eran aún teorías. Mucho más a menudo me hubiese yo quedado mirando al nuevo compañero de clase, admirando su belleza silvestre. Pero el miedo a que sus ojos interceptaran los míos era casi siempre superior a mi pulsión de dirigir la mirada hacia él.
79a. Rehenes de la creencia en el mercado imprevisible de la seducción, como imprevisible es el mercado de valores, retiramos la mirada de cada objeto de deseo siempre que no queremos prolongar la expectativa de satisfacción para el otro ni para quién desea. Es como si el descubrimiento, por el otro, de mi deseo ordenase una pérdida inmediata del valor de referencia que yo pudiera tener para ese otro. Es así que en distintas líneas de metro de varias ciudades nunca he dejado de presenciar el juego de miradas que se deponen en cuerpos ajenos mientras intentan no ser interceptadas.
79b. Hay algo profundamente neurótico en esto, pero ciertamente también hay en esto algo paranoide.
80. Un día vi en el baño de la escuela una cosa que no me gustó.
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