Si la moción es todo intento de respuesta a la pregunta por la posición «¿dónde me encuentro?», el desequilibrio reinaugura, a cada instante, la pregunta «¿hacia dónde voy?». Ante el desequilibrio, la caída aparece como la respuesta por defecto. Pero tal como recuerda el método Gaga, ésa no es, ni mucho menos la única respuesta: «do not be shaped by gravity», propone Ohad Naharin: no nos dejemos moldear por la gravedad. Que no sea la gravedad, la atracción magnética de un centro tan previsible, la que esculpa nuestra forma y determine el final.
Justamente, el final no está determinado, y si vengo haciendo un recorrido por el lugar del movimiento, la presencia del cuerpo en el psicoanálisis, el sentido de la moción, el desequilibrio como liberación y como calibrado de los niveles de realidad y sus consecuencias, no es solo, como he dicho antes, para sentir como libertad la elección de lo inevitable. La libertad también es la irreverencia, no entendida desde el desafío neurótico al Padre o a cualquier poder o instituto, no entendida como descarga inconsecuente de una libido destructiva, no entendida desde la compulsión deconstructiva del posestructuralismo que persiste, anacrónico, en cierto feminismo conservador (véanse los feminismos religiosos, incapaces de discernir que la ética democrática es específicamente occidental; cfr. Wassyla Tamzali, «El burka como excusa»). La libertad no pasa solamente por anticiparse de algún modo a la fatalidad eligiendo aquello que, de otro modo, nos pillaría desprevenidos; la libertad también pasa por intentar cambiar la solución de cada movimiento, y es en la trama fina de esas oportunidades que en cada uno se pone en juego el espacio de transgresión.
¿Quién aprovecha mejor sus oportunidades? Probablemente, quienes son capaces de fluir: el cuerpo más fluido se va volviendo amo de sus desequilibrios. En cambio, cada movimiento no fluido puede convertirse en una mala oportunidad y la rigidez es un pésimo prenuncio. Una de las formas de rigidez es el silencio forzoso, como se advierte en el Edipo de Sófocles: el silenciamiento parece más ominoso que el incesto mismo al que se silencia, y la ausencia de un gesto voluntario de revelación permite que el desequilibrio latente, llamado hybris, se precipite con la anagnórisis –que en este caso es el reconocimiento del parentesco– en la peripecia. La solución, está claro, es catastrófica pero aún así remite a la causa del desequilibrio: con la ceguera física de Edipo se traducirá en su cuerpo la invisibilidad discursiva a la que estaba sujeta su relación con la madre.
En cambio, en Los Persas de Ésquilo, una de las tragedias más antiguas de cuyo texto completo disponemos, se halla otro modelo formal, interesantísimo: como los griegos ganaron la batalla, hay que desplazar la perspectiva para poder contar la historia de tal modo que se lleva al público a empatizar con el dolor del enemigo. Así se suscitan las emociones fuertes que el público espera de una tragedia, y la catarsis sigue teniendo sentido porque aquello que se despierta en el espectador no es su simpatía por un lado del conflicto en el mundo referencial sino algo más profundo que es su capacidad de compasión. Los Persas suponen, si no un cambio de paradigma, al menos una novedad extrema que pervive hoy día relativamente a muchas narrativas de guerra y conflicto: la heroicidad no es del orden de la victoria o del mérito, sino de la compasión, y no es propiedad de un pueblo o raza sino el mejor destino de quienes viven situados en el conflicto, muchas veces a pesar suyo.
En otra ocasión («On evil as a narrative condition»; Acerca del mal como condición narrativa) expliqué por qué la estructura misma de la narrativa requiere del desequilibrio, siendo la novela moderna, fundamentalmente, un desarrollo de la estructura de la tragedia clásica. El desequilibrio es alguna forma de mal, o señala o está apuntalada en ella. En catalán, la palabra para enfermo es «malalt», que suena como mal alto, un mal importante; y tanto que lo es! El cuerpo es mucho más susceptible de enfermarse si busca su firmeza en la rigidez antes que en la fluidez, y en la atrofia y el estatismo en lugar del dinamismo y la creatividad. No discutiré la cuestión filosófica de la necesidad o siquiera la dimensión ontológica del mal, ni de la teodicea, a la que me referí hace años. Aquí me interesa escuchar al Inconsciente en moción, apreciar sus pequeños desastres y atender a algunas de sus sorpresas desde perspectivas que me resultan más cercanas. Por eso la pregunta que me hago ahora es más bien ¿qué busca aquél que danza hasta las últimas consecuencias? ¿Desafiar a los dioses? ¿Un final feliz?
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