También la danza trasciende, por vía de una acción no siempre consciente, al cuerpo social. Tanto es así que el trabajo de suelo en la danza no es sin relación simbólica con la reivindicación de sus tierras por parte de quienes las trabajan. Tampoco lo es la recuperación de la memoria histórica, hacia cuyo esfuerzo de elaboración podemos tender un puente desde el trabajo de la memoria corporal. Esa memoria se halla sitiada por las huellas del desamor o del descuido al igual que un cuerpo social está sujeto al trauma cultural. Digo «está», no «estuvo», pues el trauma, como el duelo, puede ser elaborado pero, a diferencia de éste, es indeleble.
Por ello, para quienes quedan marcados por su ausencia, nunca es tarde ni absurdo buscar los cuerpos suprimidos por las dictaduras, que son la máxima expresión social de la represión. Y nunca habrá pasado tiempo suficiente para olvidar su destino ni el de las víctimas de limpieza étnica, que es la forma extensa de homicidio por un determinado territorio. Por consiguiente, tampoco la expresión máxima de limpieza étnica que fue el Holocausto –pues su objetivo fue incluso más allá de un territorio, tratando de exterminar todo un grupo allá donde estuviera– puede jamás ser relativizada, y sí, esa expresión patológica conserva una íntima relación con la danza. En primer lugar, porque la metástasis del odio puede recomenzar en cada baile a dos que se convierte en lucha; en segundo, porque negarle un espacio a un individuo, al igual que a un pueblo, es ordenar su desaparición.
La danza pudo haber surgido como consecuencia de la adaptación al medio, como especialización del caminar, como juego. No sabemos si surgió como forma de lucha pero sin duda puede ser una forma de sublimar la pulsión que rige la lucha. Esa sublimación puede ser liberadora si tiende a la expresión artística o a la pacificación del conflicto, pero puede ser represora si encubre una injusticia. Por ejemplo, se puede instrumentalizar la danza como actividad económica para blanquear dinero, o hacer uso ideológico de ella para invisibilizar la lucha de clases, que es inevitable en un cuerpo social despierto.
Por eso es tan importante que la transmisión y la práctica de la danza puedan darse de forma socialmente no excluyente. Una escuela que no evalúa los cuerpos a priori sino que acompaña y apoya su progresión es una forma social de dar lugar a todo cuerpo. ¿Acaso son tan dispares, a nivel cualitativo, la selección de candidatos a una escuela de danza y la tría de presos a las puertas de los campos de concentración? Me temo que ambas parten del eugenismo.
En la danza como en las demás actividades, hablamos de exclusión cuando no se le da al otro la oportunidad suficiente de estar incluido. Esto no es solamente del interés de quienes, en el orden actual, están protegidos por algún discurso donde se les reconoce mérito, superioridad o excelencia; tarde o temprano, la pérdida de diversidad sexual y cognitiva, al igual que la pérdida de biodiversidad, repercuten negativamente en las posibilidades de cada sujeto. Por supuesto, hay lugares desde los que es más factible dar esa oportunidad. Muy concretamente, la danza contemporánea responde a un paradigma mucho más inclusivo que aquél impuesto por el ballet clásico en cuanto a estándares de movimiento y de cuerpo, donde nos acercamos innecesariamente a la selectividad y al rasgo racial, que abren camino a la competitividad, la lucha, la pulsión de eliminar al otro.
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