“Definir el hombre por concepto no conduce, evidentemente, ni siempre ni inmediatamente a matarlo, pero por lo menos satisface siempre ya la primera condición requerida para acabar con todo lo que (todo aquél que, quis, quisquis) no corresponde a esta definición. Este peligro – acabar con algunos de entre los hombres porque se ha decidido definir el “hombre” – no acosa hoy día afortunadamente las sociedades democráticas. Sin embargo, ellas no cesan de desarrollar, cada día un poco más, la ambición de fijar definiciones quidditativas cada vez más complejas y seriadas del hombre, según todas las figuras de la objetivación en mí del yo. Que estas figuras anuncien su indefectible “humanismo” no atenúa aquella amenaza: queriendo así justificarse, ellas confiesan tanto más cuánto niegan. Los mismos dispositivos que pretenden tener en cuenta a todo el hombre para darle seguridad pueden (y deben) de hecho ser descritos de la misma manera como otras tantas puestas en peligro del yo en cada uno de nosotros. Entre tantas otras, describiremos brevemente la ambigüedad de tres de ellas.
Así cuando me hallo en situación de medicalización (entrar en el hospital rellenando fichas de alta, desnudarme para ponerme una ropa que impide salir al mundo de los no-hospitalizados, someterse a una batería de exámenes previos y de principio, prescripción de un tratamiento, experimentación del tratamiento, paso al quirófano, anestesia y procedimiento para despertar, protocolo de convalecencia, etc.), me vuelvo un objeto médico. Me dejo así conformar a lo que la mirada médica ve, o más bien a lo que quiere ver, lo que admite retener, entre todas las características que yo llevaba, a título de mí. Más exactamente, la inevitable toma de poder sobre mí de la técnica hospitalaria no puede sino eliminar en mí todo lo que no se reduce a un tal objeto médico: incluso debe hacerlo para desplegarse. Así, desde la perspectiva del cuerpo médico, del personal hospitalario, más rápidamente desde la mía, el sufrimiento de mi carne se transmuta en una enfermedad de mi cuerpo; ora el tratamiento de este cuerpo enfermo exige interpretarlo según el modelo de los cuerpos físicos (dimensiones en la extensión, localización, cuantificación, previsión de duración, medida de todos los parámetros útiles o que se suponen serlo, etc.). Como estos cuerpos físicos, que no son yo (moi), permanecen perfectamente extranjeros a la distinción de la salud y la enfermedad, distinción que no afecta sino a la carne, mi interpretación hospitalaria en cuanto cuerpo físico implica entonces la anulación en mí de mi propia carne. Pero una vez que sólo mi carne vive y la vida, por definición, implica sentirla y sentirse en ella, en suma la experiencia (épreuve) de sí, con mi carne va también, al menos tangencialmente, mi carne viviente, por tanto mi vida misma. Pronto yo no sentiría siquiera el hecho de que me siento porque yo ya no sentiría tanto, o ya no sentiría nada de nada: el analgésico y la anestesia me librarán no solamente de mi dolor, sino de mi dolor de sí, luego de la experiencia de mí por mí, de la afección de sí. Por consiguiente, toda función no objetiva hará desaparecer este sí y mi carne, es decir que lo animado en mí desaparecerá en un animal-máquina, un animado reducido a un mecanismo (por más complejo que sea, seguirá siendo una máquina), para permitir su comprensión conceptual. Y por cierto solo dicha definición clínica de mi cuerpo como un objeto médico permitirá también, indiscutiblemente para mi bien, distinguir entre la salud y la enfermedad, en términos de normas.[1]
Desde ahí se abre la dudosa región donde el hombre médico debe decidir si, y hasta cuando, lo que la máquina mantiene en funcionamiento en tal hombre enfermo merece todavía que se le considere como una vida, y si esa vida puede todavía llamarse humana. Los debates sobre el inicio y el fin de la vida sólo se desarrollan y se hacen sin cesar más complejos porque nos hemos hecho capaces y culpables (capables et coupables) de ello al considerar dominio nuestro el tener que decidir acerca de la humanidad del nacimiento y de la muerte. Eventos, los hemos transformado en regiones de la objetivación, sometidas por tanto a nuestro control y a nuestra decisión. Hemos así construido nuestra crisis: la de tener que fijar la normalidad, de la vida y la muerte de otros hombres, pues – porque les hemos dejado devenir, desde hace tiempo, insensiblemente y sin que realmente lo hayamos querido o nos hayamos dado cuenta, simples objetos humanos, o que suponen serlo (supposés tels). Aquí el adjetivo “humano” deviene siempre más problemático y desprovisto de de significación identificable. De manera que el signo de la curación no se encuentra solamente, ni siempre en primer lugar, en la modificación de las performances del animal-máquina (mejores valores (chiffres) en los exámenes), sino en la salida del proceso mismo de la medicalización, en la indiferencia reencontrada de mi carne hacia el cuerpo medicamentado por el que la han substituido, en el silencio de los órganos o por lo menos la sordera parcial a su ruido; en suma, en la transgresión de las reglas de salud, en la indiferencia a las prescripciones médicas, en la resistencia de mi carne al cuerpo medicamentado. Lo que significa comenzar a levantarse, a caminar para ir a ninguna parte, revestirme de la ropa habitual, no tomar más de forma escrupulosa la medicación, fumar y beber de nuevo, en resumen no prestar más atención. Evidentemente, esta des-medicalización puede presentar un peligro y no hay que recomendarla sin precauciones. Pero, que ella tenga éxito o no, solo esta reconquista del animal-máquina en mí por mi carne atestigua que yo vivo de nuevo. Y a veces, debo pasar por ahí si quiero vivir hasta el fondo lo que me califica en última instancia (ultimement) como lo que yo soy, sin substitución posible, mi muerte en primera persona.”
Extraído de la obra de Jean-Luc Marion Certitudes négatives. Paris : Grasset & Fasquelle, 2010: 52-4. Traducción: Francesc Oui. 28ix2010. Todos los derechos reservados.
[1] Estas normas (tal tasa de tal substancia en tal líquido del cuerpo, tal porcentaje, pero además tales antecedentes familiares, tal estadística sociológica, tales probabilidades de éxito de un tratamiento, tal coste económico, etc.) definen una normalidad que, por contraste ineluctable, definen también la anormalidad. Lo que significa que los conceptos mismos de enfermedad y de salud varían según el establecimiento de las normas: el tabaquismo se ha vuelto recientemente una enfermedad, como en el siglo pasado el alcoholismo, la homosexualidad ha dejado de serlo, como la histeria y otras enfermedades por decirlo así administrativas. Pero cada vez que una campaña de prevención se lanza desde los servicios de salud, es decir por un complejo decisional técnico-político, una nueva norma, luego una nueva anormalidad, luego una nueva enfermedad, reciben sus credenciales (lettres de créance). Todo el hombre debe satisfacer esta norma para no verse declarado enfermo de esa nueva exigencia: toda la prevención, por más bien intencionada (que lo es, ¿por qué dudar de ello?), constituye pues a la vez una seguridad para el hombre en general y una amenaza de enfermedad y de anormalidad para tal hombre. La conservación en la cárcel de culpables que ya han cumplido la pena, por motivo de que deben ser cuidados de forma permanente, marca esta evolución implacable. Así lo que Foucault había demostrado sobre la exclusión provocada por la instauración y la definición de enfermedades psicológicas y sociales vale en delante para la instauración y la definición de enfermedades fisiológicas preventivas. Se trata de la constatación neutra de una situación en sí misma ambivalente.
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