Si tomamos a la sintaxis de Jacques Lacan como la dimensión más articulada y vital del discurso de un analizante concreto, el síntoma más notorio de su enseñanza es un significante que rehuye. Lacan busca, con metódica persistencia, su significación inconsciente, y lo hace con una palabra orientada a los lectores directos de su seminario, es decir, los oyentes, entre los que se encuentra él mismo. El modo como asegura la congregación de escucha en torno a una palabra de la que él se hace canal es la benedicencia. Se trata de decir bien lo que podría ser mal dicho: dicho en forma de falsedad o de forma insuficiente.
Si la benedicencia genera entorno, la maledicencia arrastra el conflicto. Así, el origen del síntoma es una propensión a la discordancia que puede ser la consecuencia lingüística de una negatividad mal soportada. El sujeto en su soledad existencial es un negativo entre otros en el sentido en que uno entre otros no es otro sino un mismo. El mismo es negativo en relación al otro. Si la negatividad subyacente a la identidad se descuida, puede generar en conflicto con el otro, o consigo mismo mediante el resorte inevitable de la alteridad, pues sólo en el otro puede uno consituirse como sujeto. El dique que sujeta las aguas del inconsciente es el que el yo, la primera persona (la primera máscara) construye para aplacar su dinamismo.
Al darse a luz el sujeto en su determinación firme de permanecer vinculado a lo real, el conocimiento de él mismo adquiere la consistencia sutil de una pregunta perfectamente formulada. Eso quiere decir que es una pregunta acabada, una pregunta que por su forma de acabado delimita la búsqueda de un cumplimiento singular. Si lo firme es la permanencia en el vínculo con lo real, sobre el que el sujeto opera simbólicamente, lo enfermo es la incapacidad de vinculación de forma permanente. La enfermedad no es sino la manifestación de la maledicencia, de un negativo que se ha vuelto insostenible o que no se podido sostener todavía.