136. Yo sabía que por Pascua me regalarían un álbum con imágenes de mariposas. En una excursión a un monasterio en el norte, me había causado gran impresión una colección de cadáveres de mariposas pegadas por sus alas a hojas de papel vegetal.
137. No sé si se puede hablar de cadáveres hablando de mariposas, pero para escribir lo que una siente no hay que hacerle demasiado caso al uso común de la lengua. Un poco de gramática y sentido común bastan a quién prefiere alejarse de la realidad exterior, tan falta de interés. Y si había algo que me faltaban eran estímulos. Mi mundo interior me parecía mucho más agitado y lleno de emociones. En mi imaginación los colores siempre eran más vívidos o estaban más envejecidos, pero en definitiva tenía la sensación, en la realidad que yo veía, de que los colores no estaban bien regulados. Como sucedía con los primeros televisores de color.
138. Esa colección de cadáveres de mariposas era, sin embargo, suficientemente vívida y colorida, así que yo podía imaginarme entre sus finas alas simétricas los cuerpos gruesos y lentos de muchas larvas. Esas crisálidas – que se habían transformado en bellas mariposas, según explicaban las monjas que nos enseñaban la colección – volvían en mi cabeza a su estado túrgido y viviente. Su lentitud se propagaba por las paredes, humedeciendo el papel vegetal con una especie de baba más bien propia de moluscos.
139a. Yo creía en la revolución desde la lentitud, y hoy lo seguiría creyendo si mi cuerpo no hubiese cambiado tan deprisa.
139b. Vivido desde dentro, mi cuerpo, ahora que lo pienso, es el de un molusco: su superficie es fácilmente atacable.
140. En la escuela había una plaga de piojos. Nos hicieron lavar el pelo con una especie de champú que olía bastante mal. Parecía un veneno para matar a los niños, no a los piojos. Mi madre me preguntó si me daban asco porque se parecían a las larvas, hipótesis que rechacé por no tener nada de sentido – y eso que yo de verdad amo a mi madre. Pero al final les cogí tanto asco por saber que estaban en mi cabeza, en la cabeza de los demás, en la cabeza de todos los niños, saltando de cabeza en cabeza, y no los vi, a los piojos, pero tanto baño y tanto veneno y tanta farmacia me hizo desesperar.
141. Entonces fue cuando empezó, creo, una fase de odio al agua. No toleraba el baño. Mi madre empezó a seducirme como solo ella sabía hacerlo. Metía mi ropa interior entre la suya y su propia piel antes de llenar la bañera como cuando yo tenía un año o dos. Al final, me la pondría, tibia por el contacto con su cuerpo.
142. Pero nada, absolutamente nada podía curar mi odio al agua. Un día, creo que eso fue antes de Pascua, aunque ni la recuerdo deprimida ni me recuerdo teniendo ya el álbum de mariposas, llenó la bañera y le echó unos sales cualesquiera “para niñas”, puntualizó, mientras me enseñaba la punta de unas braguitas que yo creí no haber visto en mi vida. Me repugnó absolutamente todo ese numerito, todo, y casi odié a mi madre en ese momento por tomarme por idiota. Le grité tan alto cuanto pude, le grité todo lo que no había gritado el día que me dejaron a solas con el profesor y volví a casa en la mayor soledad que puede haber en el mundo: la de quienes heredan una maldición sin saberlo, y luego no saben cómo dejar de perseguirla. Le grité durante algunos segundos que me parecieron minutos. Le grité y madre salió corriendo del baño como una de las mariposas más asustadas que he visto nunca. Solo le faltó chillar como una cerda.
143. Si sigo amando a mi madre es porque poco después me dio un hermanito.
144. Y es que solo hay fratricidio donde hay un hermano.
145. Meses más tarde, viendo cómo el monstruo a quien mi madre dedicaría su tiempo y su amor hipertrofiaba su vientre, viendo con horror cómo mi madre empezaba ya a buscarle ropitas entre las mías – porque nunca le importara el sexo de sus descendientes – pensé que no valdría la pena esperar a que estuviera del lado de fuera del cuerpo de mi madre. ¿Para qué aumentar el sufrimiento de mi madre por la pérdida de un hijo o una hija cuando ya tuviera la edad que yo tenía entonces? ¿Y cuán culpable me sentiría yo, ya en mi edad adulta, teniendo que librarme de ese miembro accesorio?
146. Quizás lo mejor era no tener siquiera que esperar a que aprendiera a leer para que no descubriera jamás mi diario. Podría conocer mi amor por mi madre y creerse con dignidad suficiente para amarla como yo siempre la amé. Eso sería una gran injusticia. Todo sería más fácil ahora que no hablaba, ni siquiera chillaba como casi chilló mi madre cuando salió del baño como una mariposa asustada, y eso que yo la amaba, que la amo, la amé ciertamente. Ni mi padre ni otro hombre con el que se hubiera acostado mi madre ni mi profesor ni otro cualquiera que se haya acostado conmigo o que me haya obligado a hacerlo, ni el cristo crucificado, ni el mismísimo Félix, que era el sol en la tierra, ninguno de ellos me podía hacer olvidar a mi madre. Así que ese que decían ser mi hermano no podría, bajo ningún concepto, hacerme olvidar a mi madre, y mucho menos hacer que ella se olvidara de mí.
147. Todo hay que decirlo: mi madre era muy supersticiosa. O religiosa, da lo mismo. Yo sabía que ella no leía la biblia y lo que conocía era lo que escuchaba cuando iba a misa, sobre todo las interpretaciones que hacía el capellán, mucho más aburridas que la biblia misma, que yo leía a escondidas como si fuera una revista pornográfica. Mi padre decía que no eran cosas propias para niños, y recuerdo dudar si eso quería decir si eran cosas para niñas o si se estaba refiriendo a unas y otros por el género masculino que siempre se aplicaba a todo. Esa era otra cosa que me molestaba: tener un hermano. La posibilidad de que fuera un hermano fuera de toda duda, con un trozo de carne colgando y unas pieles rellenas de huevo por detrás, que luego se le quedara la voz como la de mi padre y entonces mi madre, a la que gustaban los hombres – más, tal vez, que a las putas del Figuero, que tenían que estar hastiadas –, se encariñara con esa pequeña novedad tierna y vulnerable… ah! esa posibilidad me daba arcadas, me producía náuseas como las que decía tener mi madre al mes y medio de embarazo, coincidiendo con el domingo de Pentecostés. Me acuerdo que ese día, que hablaban de las lenguas de fuego, mi madre se puso muy indispuesta.
148. Pobrecita. Los días pasaban y yo veía cómo mi madre me invitaba a tocarle la barriga como si todo su deseo se hubiese transformado en un afán por verme más expectante con la llegada del pequeño monstruo. Entonces, un día que estaba cosiendo algo y yo mirando por la ventana, observando cómo la mujer que hacía limpiezas en el Figuero se iba a la carnicería, recordé una historia de un sacrificio en la biblia. Yo solo recordaba el nombre de Isaac, el otro me fallaba, y eso que yo creía firmemente que era el otro el sacrificado. No quise preguntárselo a mi madre. Sentí un intenso placer en el bajo vientre como si una extraña libertad estuviera llenando mi interior como llenaba el monstruo el vientre de mi madre. Al volverme hacia atrás, me fijé en la puerta de la nevera, la misma de hacía años, esa que yo no podía pintar, esa por la que me había pegado mi madre. Entonces lo vi claro, aunque no sabía el qué.
149. La biblia tenía al final un interesante índex que me permitió encontrar fácilmente el nombre del sacrificado, Jacob. Pero la historia me pareció muy siniestra y no me gustó para nada tanta expectación para que luego no se sacrificara al hijo. Entonces se me resbalaron de la mano izquierda muchas hojas de ese papel tan fino del que siempre están hechas las biblias, y por milagro se me abrió el libro en una hermosa historia que venía poco después de la de Adán y Eva. Esa historia me pareció tan evocativa y llena de consecuencias – de las que luego apenas se decía nada – que no dudé ni un instante en contársela a mi madre, quién ciertamente no la conocía, al menos literalmente. Era la historia de un hijo de Eva que mataba a su hermano, Abel. Oculté celosamente el nombre de Caín, sustituyéndolo por Set, el hijo que venía después. Y es que Set me pareció, fuera de toda duda, un nombre mucho más mortal que Caín.
150. Cuando mi madre volvió del hospital, desinflada y ligera, y me besó en la frente, vi con secreto regocijo hasta dónde podía amar a una mujer.
153. Uno de mis primos había vuelto del instituto, pocos días antes, con el chándal empapado en sudor y la cara como un fresón. Mi tía le dijo que se duchara inmediatamente. Mi primo empezó a quitarse la ropa allí mismo y mi tía, hermana de mi padre, a la que nunca he caído bien, me miró de soslayo, se giró, abrió la puerta de un gran armario de estilo colonial, como le llamaban, sacó de ahí una toalla y amortajó a mi primo en un santiamén. Sin entender la mirada de su madre, se dejó empujar hasta el baño buscando en mi mirada, más que complicidad, alguna explicación para lo que estaba sucediendo. No tuve tiempo de definir ninguna mirada específica más allá de reprimir la curiosidad que puedira transparecer en ella. Quisiera yo, mientras mi primo se duchaba, situar mi nariz justo por debajo de sus axilas para apreciar la fuente de ese olor que, ahora que todos decían que era malo – o por lo menos entonces empecé a fijarme en que esa era la opinión común –, empezaba a ejercer sobre mí una atracción inusitada.
154. También me fijé, por esas fechas, que el sudor en la zona de las ingles adquiría un olor especial, como de zumo de pera. Crecí tomando unos zumos buenísimos, muy artificiales, que venían en pequeñas latas color de aluminio con fotografías de frutos. Me encantaban el de pera y el de melocotón. Fue uno de los pocos caprichos que nunca dejó de satisfacer mi madre, quizás porque también a ella le gustaba la pera. Eso me hizo pensar, a finales de mayo, cuando se acercaban el fin de año escolar y las vacaciones de verano, si a mi madre no le gustaría el olor de sus ingles, es decir, el olor que tenía ella cuando le sudaba la piel en la zona de las ingles. Yo no sabía si el año siguiente iba a cambiarme a la otra escuela, la de los chicos mayores, los que bajaban de las clases de educación física con sus intensas – e incipientemente maliciosas – miradas hacia las chicas. No lo sabía pero, si lo supiera, quizás me hubiese dado cuenta de que el deseo de ocupar mi olfacto con las secreciones de las glándulas sudoríparas de mi primo se satisfaría plenamente, y más, en el balneario de los chicos.
154a. Contrariamente a los compañeros de clase que años más tarde vendrían a salir con otros chicos y a apropiarse de la palabra “gay” para decir algo acerca de ellos mismos, yo elegí entonces apropiarme del género masculino para acceder a los placeres de la vecindad de los pavos reales.
154b. Desde pequeña he sabido jugar a los nombres propios. Nada mejor que armarse de lenguaje para despistar a los seguratas del género.
155. De momento, el sexo de mi madre era algo que yo no me planteaba realmente. Bueno, no lo sé.
156. Lo que sí vendría a ser recurrente fue la atracción por los olores de macho. Y no sé tampoco hasta qué punto eso vino a determinar alguna cosa respecto de mi diferenciación. Yo veneraba el olor que se desprendía de los sobacos, de los pies, de las bocas, de los culos, de todo lo que yo pudiese oler directamente o, en la mayoría de casos, rebuscando por la noche, entre la cesta de ropa que iba a la lavadora, aquella que mejor pudiese haber conservado las esencias superficiales de los varones de la casa.
157. Lo cierto es que la higiene, ese verdugo de lo que para otros era inmundicia y para mí paraíso olfactivo, se volvió casi odiosa. La despreciaba con íntimo orgullo. Aborrecía al baño. Me repugnaba la obsesión por lo limpio.