La victoria de lo inmaterial

Fue a finales del 2005 o a principios del 2006 que, en un seminario sobre la influencia del primitivismo en el arte contemporáneo, hice una introducción a la obra de Yves Klein. Una introducción en el sentido del inglés “to introduce”, de presentar, porque para mí se trataba de introducirlo como quién presenta a alguien, socialmente. Pero una y otra vez me sucede con algunos que ya no están o que están lejos, y que nunca conocí personalmente, querer hacerlos visibles desde una ausencia que para mí es insalvable e irrevocable. Me sucede, además de Yves Klein, con Arvo Pärt, Olivier Messiaen, Mark Rothko, Ad Reinhart, Frederic Mompou, Florbela Espanca, José Régio, Maria Gabriela Llansol… y otros otros de los que si acaso ya hablaré. Pero ahora hay que volver a hablar de Yves Klein por un motivo muy concreto.

Algunos años después de que la sombra de Yves no haya dejado de visitarme a través de libros, recuerdos, una exposición y sobre todo alguna referencia o inquietud en el discurso de otros que me llamó a recuperar ese nombre en el que se congregaron significantes como azul, judo, república, fuego, esponja, internacional, vacío, mujer, inmaterial. Un poco como Hölderlin pudo ser leído como un clasicista tardío, Klein aparece como un metafísico que inaugura el discurso de un mundo sin fondo.

En efecto, su pintura consiste en quemar lienzos, eliminar la subjetividad de sus modelos, que dirige como a una orquesta de brochas humanas acompañadas por la Sinfonía Monótona que él mismo escribió, empapa esponjas de azul, ese azul cobalto que afirma haber registrado bajo la marca International Klein Blue, singulariza a sus cuadros monocromáticos asignándoles precios distintos según la experiencia que cree que suscitan. Se pueden distinguir dos movimientos, uno de uniformización y desencarnación y otro de singularización y animación.

Del primer movimiento son ejemplo las Antropometrías, para las que instruye a sus mujeres-pincel que dejen en el lienzo la marca de sus cuerpos recién pintados de azul, como si de una nueva raza universal se tratara, pero una raza de difuntos, ya que de ellos no quedará más que el indicio de su paso, y difuntos que un día fueron despidos de subjetividad y que, como tal, tenían que ser despidos de su carne. El otro ejemplo es su propia experiencia en las artes marciales, ya que parece vaciarse de algo habitual para dar cuerpo a una técnica, vistiéndose para la práctica del judo, y en esa vestidura que es una investidura se diluye de algún modo como significante de un acto reconocido en una tradición y en un método.

Del segundo movimiento son ejemplos la iluminación del obelisco de la plaza de la Concordia o el uso de un colorante en los cócteles de un vernissage que tiñe la orina de quienes lo toman, creando efectos de extrañeza efímera que, al ser novedosa y fugaz, resulta aún más singular e irrepetible. A la vez, hacen una investidura, en este caso de significante (el color International Klein Blue: IKB), sobre los objetos que ese color viene a recubrir como luz (Concorde), pigmento en objeto líquido (orina) o sólido (esponjas).

Yves Klein, Antropometría

Yves Klein, Antropometría

No resulta difícil darse cuenta de que estos movimientos son mutuamente inclusivos y correlativos. El IKB es un color distintivo con el que quedará identificado el arte de Yves Klein, ofuscando las opciones por el dorado viejo, el rosa pálido y el mismo vacío, tratado como ausencia de color y representado por los espacios y por el blanco de las paredes de una sala de exposiciones donde Yves pretende exhibir, justamente, lo vacío. Pero ese color, a la vez que es elegido como elemento de uniformidad que recubre a todo tipo de objetos, desde esponjas a una reproducción de lo que queda de la Victoria de Samotracia, singulariza al sujeto que se hace significar en esos objetos mediante su elección. Él mismo afirma que la mayor obra de arte del artista es su vida, con lo que enuncia una animación o enalmación del arte como conjunto de prácticas inscritas en una tradición hermenéutica que son capaces de introducir ahí modificaciones de sentido – se trata del arte como alma de la vida del artista que impregna o embaraza la edad del mundo que él está viviendo; pero además enuncia la encarnación del arte en un cuerpo singular que es el suyo.

Sin el cuerpo de Yves, la intuición estética que pasa por ese sujeto no podría escribirse efectivamente de esa manera precisa, y eso a pesar de que él haya preferido mediatizar su cuerpo breve (murió a los 34) en el de sus modelos, o a través de los lanzadores de llamas que utilizaba para sus pinturas de fuego, cuya escritura procedía, como la escritura de Mallarmé, por eliminación.

¿Qué intuición era esa? No cabe aquí interpretarla, aunque son muchos los indicios de que tiene mucho que ver con una resistencia a la lucha de iconos que ponen en juego las sucesivas modas y tendencias, como si las épocas o edades del mundo, cada vez más cortas y menos consistentes, pudieran ser sacadas de su contexto y de su tiempo y uno pudiera revivirlas a través de significantes tan ambiguos como clásico, mítico, vintage, retro. Esos fenómenos de constante descolocación de significantes aceleran sin duda más aún la vorágine de la sucesión de los paradigmas estéticos más efímeros y dan cuenta, al suprimir paulatinamente el tiempo de la reflexión y de la creación artística, de que la crisis profunda del sujeto no puede resolverse mientras la ley sea aceptada.

En verdad, la victoria de lo invisible enunciada por Yves Klein podría bien ser el retorno al arte como cuestionamiento implacable del discurso de la ley. ¿Cómo encontrar nuestros fantasmas, sino?

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