La lectora hace una colección y luego una elección. Ella trasciende la actitud de un coleccionista de sentidos en la medida en que va dejando caer las hipótesis semánticas que, con la andadura del texto, pierden consistencia. Esa andadura es un despliegue o un desencadenamiento de elementos semióticos que en su momento fueron también elegidos de forma más o menos consciente, y sobre algún campo fueron sembrados.
Ese campo es en realidad cualquier espacio susceptible de ese nombre: toda la superficie en blanco del vacío estructural, la nada que permanece indiferente a toda escritura, solo perturbada o interrumpida por el significante. Sin cuerpo, sin el cuerpo hablante, nada es nada, ninguna cosa es significante, no hay significante. El significante es una función subjetiva que, como tal, sin cuerpo no es.
La lectora que de veras lo es solo manipula el sentido en la medida en que manosea un sembrado para recoger de ahí algo que es consistente, o intrínsecamente coherente, y a la vez permite seguir elaborando la consistencia de la que está hecha su subjetividad leyente. La lectora está hecha de textualidad y en cierto modo ella puede intuir que va por buen camino – que es feliz ahí – cuando descubre homotextualidades significativas entre su discurso y otro.
Pero es ella quién lo descubre.
Tenemos una situación distinta en el caso de los lectores de cartas, concretamente las de adivinación o que para tal fin son utilizadas e incluso diseñadas. Hablamos entonces de cartomancia, cuyo caso paradigmático, por su tradición y praxis, son los tarotistas. Evidentemente, no digo que haya dos tarotistas iguales; y esto es parte del paradigma, a saber: de cierto paradigma hermenéutico. Y si no digo hermético es porque el movimiento privilegiado por la lectura más habitual del tarot – independientemente del tipo de baraja, o del tipo de oráculo o conjunto de letras (en francés “lettres”, que también quiere decir cartas) – no es un movimiento hacia lo oculto, lo cerrado, lo hermético, sino justamente hacia la muestra, la visibilidad, la exhibición.
A través de las cartas se pretende mostrar, hacer visible e incluso exhibir aspectos que estarían latentes en el discurso del consultante, cuya demanda de lectura los tarotistas suelen indagar a fin de hacer que hable más, que se desvista y así puedan informar más ampliamente lo que muchas veces poco tiene de intuitivo y, casi siempre, nada de esotérico. Quienes consultan al lector de cartas le piden una lectura: léame las cartas, cómo va a ir el amor, la salud, el trabajo. El tarotista suele hacer algunas preguntas más, busca el acuerdo o desacuerdo, tantea el terreno para hacer su avanzadilla, arriesga en la medida de su propio convencimiento y sobre todo a razón de la credulidad del consultante.
El tarotista no lee exactamente lo sembrado ajeno, sino que echa las cartas, letras icónicas de un alfabeto que se presenta con sus normas de sentido, tanto para cada letra de por sí como para un sinfín de combinatorias. Pero aunque fuera posible describir todas las combinaciones posibles, en cada norma de sentido faltaría el consultante, que es el sujeto a quién, al fin y al cabo, se trata de leer. Su demanda es: léame a través de esas cartas que usted tiene, léame a través de sus letras. ¿Por qué querría uno que otro lo lea a través de su alfabeto, el del otro, y no del suyo, el del sujeto mismo que hace la consulta?
Porque leer cuesta tiempo.
¿Y por qué no economizar, si tanto cuesta? Porque la lectura de cartas conserva en su ritual profano, más o menos vulgarizado, un efecto de magia que suele gustar. Puedo preguntarle a alguien por lo que me pasa y pasará, alguien que puede que no sepa nada de mi vida, pero que en todo caso está munido de un alfabeto, pongamos por caso el tarot materializado muy concretamente en una baraja mezclada de la que se eligen al azar algunas cartas, luego dispuestas según un orden, listas para suscitar un discurso animado por la demanda del consultante, algunas normas de lectura y la supuesta intuición del tarotista que implica, en realidad, un núcleo conceptual indisociable de las leyes que rigen el significado de las letras-carta que tiene en su poder y el sentido mismo del éxito de su lectura.
Si el tarotista no es verdaderamente un lector es porque le interesa demasiado no equivocarse en su lectura, o al menos ser tan convincente en su discurso que active un proceso de performativización inconsciente de su lectura por parte del consultante. No cabe duda de que toda lectura puede conllevar un proceso de invención del sentido, pero eso no nos autoriza a mezclarlo todo como si el tarot y la crítica literaria, por ejemplo, fueran hermenéuticas semejantes. El caso es que la manipulación del significante tiene efectos tan reales como la positivización, por parte del sujeto que hace la demanda, de su lectura que las cartas solo vienen a mediatizar. Es decir: las cartas son un vehículo, como podrían serlo una serie de epigramas o las entrañas expuestas de un animal, como hacían los antiguos arúspices; pero ellas exponen de forma muy ejemplar el campo no descrito y razonablemente aleatorio de la intervención interpretativa, la que llena por decirlo así los espacios entre las cartas, la que impone sus posiciones.
Eso no es exclusivo de los lectores de cartas, pero ellos significan necesariamente un tipo de manipulación hermenéutica en la medida en que representan como objetividad y ocultismo lo que es subjetivo y busca la exposición de algo ya latente en el otro, por su discurso; y presentan como intuitivo lo que es profundamente conceptual, controlado y a menudo hasta previsible.