No es a Freud a quién debemos la invención de la histeria, término que remite, desde Hipócrates, a un desplazamiento de la matriz (ὑστέρα, hystera) que le causaba sufrimiento a la mujer. Esto, por un lado, indica que tenemos al significante “hystera” identificado con el útero que, a sua vez, significa por metonomia el cuerpo gozante y, por otro, que se habla de histeria para referir un goce negativizado en el sentido de algo que está negado o insatisfecho (el goce sexual) y de algo que se pone en su lugar y que sería la negación del placer, es decir, el sufrimiento. Pero ni hay que confundir goce con placer, ni tratar a la histeria como una enfermedad del útero, ni tampoco identificar a los cuerpos con útero con el género femenino.
Así pues, la histeria concentra varios malentendidos, el primero de ellos causado por el olvido de la etimología, que señala una función antes que una parte del cuerpo. La función matricial, que no tiene por qué ser la de maternidad, es la de algo que suscita una reproducción, es decir, que algo que conserva una parte de semejanza se producirá de una forma nueva fuera de uno. Puede tratarse de un hijo, por supuesto, pero también de una expresión aparentemente aleatoria de alterización, como puede ser lo que suele llamarse una crisis histérica o un brote psicótico, o aún cualquier realización, especialmente en un objeto, de un enunciado en el cual el sujeto se halla particularmente implicado (véase “El estado mental de los histéricos”, tesis del psiquiatra francés Pierre Janet, de 1892, y su consideración de la doble personalidad del histérico, que apunta a una idea de división antes que de reproducción afuera). Son ejemplos de ello la creación de una obra de arte, la ejecución artesanal de un artefacto, la práctica dedicada de un oficio, o la consecución de un acto político. En cualquiera de estos casos se trata de algo que sale de una “matriz” y, a la vez, de cómo esa matriz se implica en aquello donde se “matricula”.
Luego observamos unos malentendidos de orden epistemológico. Ni un goce es siempre es un placer ni su negación implica necesariamente una enfermedad. El sufrimiento no suele ser gozoso en el sentido en qué hablamos de gozo o disfrute, pero sin duda supone un goce del cuerpo que tiene lugar a través de un significante. Eso quiere decir que, por ejemplo, el efecto de agotamiento o cansancio aparentemente desproporcional al esfuerzo realizado que Freud define como neurastenia y que encuentra hoy equivalente somático en la fibromialgia, puede ser causado por un goce negativizado del cuerpo. Al encontrarse uno privado del goce de su cuerpo a través del cuerpo del otro, el sujeto del inconsciente captura ese goce faltante en la experiencia patológica de gozar del propio cuerpo a través no del cuerpo del otro sino de un significante o cadena de significantes.
Si se trata de un discurso verbalizado o actuado de algún modo, puesto en escena, se suele hablar de histeria ya que se reproduce una matriz de goce exhibida discursivamente como falta (por ejemplo, con victimización de uno o acusación del otro, o subvirtiendo las posiciones de poder y responsabilidad) mientras que, si se trata de un discurso contenido o reprimido, replegado sobre un significante enigmático u oculto, se tiende a hablar de fatiga o depresión aunque, en realidad, sigue tratándose de una neurosis. En ambos casos, encontramos un discurso dominado por la insatisfacción y por el desplazamiento forzado de la libido, representado en el corpus hipocrático como el desplazamiento del útero hacia el pecho, para el que se recomienda el embarazo como tratamiento sintomático – no por el embarazo en sí, sin embargo, sino por el coitus y la lubricación y mejora circulatoria que éste supondría, según relata Helen King en su artículo “Once upon a text: Hysteria from Hippocrates” del volumen Hysteria beyond Freud.
Las cosas se complican cuando cuando nos vamos a la etiología del problema. ¿Qué causa ese desplazamiento, aún sabiendo que se trata de una metáfora? El cuerpo es, para el sujeto, la superficie de escritura por excelencia, y es ahí donde el síntoma se da a conocer, pero hay que distinguir lo que sería el tratamiento sintomático del hacerse cargo o cuidar verdaderamente el origen de ese desplazamiento de la matriz. Vemos que dicho desplazamiento es un problema de economía libidinal, más concretamente de un movimiento libidinal que no encuentra la forma de cerrarse o enunciarse con otro cuerpo de una forma gozosa – positiva, digamos – y que va a fijarse en algún significante en torno al que construir un goce degradado del propio cuerpo. En ese sentido, no hay mucha diferencia entre las curas victorianas y las de hoy, entre los lavados vaginales o los masajes del clítoris y la masturbación tout court, pasando por los consoladores.
Pero todo eso no son curas sino cuidados paliativos. Prueba de ello es que, al tener que desplazarse el objeto de goce del cuerpo del otro (que tampoco puede ser un cuerpo cualquiera) hacia un significante sin cuerpo, el histérico no solo no ha resuelto de forma satisfactoria aquello a que su deseo le mueve sino que se queda con un significante que enseguida parece demandar una continuidad. Por otras palabras, podemos decir que el discurso histérico se ordena en torno a unas exigencias imperativas por parte del significante que tomó el lugar del otro (otro, otra) en cuyo cuerpo el sujeto deseaba gozar el suyo propio. Ese significante reúne las condiciones para volverse patogénico porque aquello que lo hace apto para substituir, aunque de forma secundaria, al cuerpo del otro y hacer soportable la insatisfacción profunda del sujeto, también lo vuelve idóneo para causar una narrativa imaginaria en la que el otro no dejará de ser involucrado.
En este sentido, el histérico es un manipulador, al menos potencialmente, porque posee un significante que exige otros significantes con los que fabricar un discurso coherente. No hace falta insistir en la importancia que ese discurso tiene para su sujeto: ahí es donde él tratará de llenar su falta de goce.