No es novedad que la relación entre él analizante y algún objeto presente en la sesión de análisis llegue al discurso explícito. En efecto, el analizante pone esa relación en discurso, la discursiviza, con tan solo nombrar de forma explícita un objeto que puede encontrarse, desde el punto de vista del analizante, más claramente en su dominio o en el del analista. Pero tanto los objetos percibidos como estando en uno de los dominios como en el otro pueden volverse ambiguos en cuanto a su dominio, además de ambivalentes e incluso equívocos, instaurando una zona de interferencia a la que he llamado ámbito (también en mis escritos sobre economía).
Pensando el acto analítico como acto que tiene lugar en una escena, y considerando lo escénico como una dimensión construida y participada cuyos límites, como viene sugiriendo la escenificación dramática al menos desde el barroco, son cuestionables. El teatro dentro del teatro, por ejemplo, despliega un pliegue inherente a toda obra que es el que la refiere al exterior del teatro, espacio igualmente relativo. Pero ya en el teatro clásico la interdicción de la sangre – y del sexo – en el escenario creaban, por la ley misma de esa prohibición, el obscenum, espacio excluido de la visibilidad pero en el cual el espectador puede imaginar una acción que, dramaticamente, tiene lugar.
El tipo de objeto al que pretendo referirme no es un objeto-tipo sino que en este caso “tipo” apunta a una función que tiene que ver con la representación. Tampoco digo que sea una función representativa. Hay que avanzar con prudencia. Cuando hablo de espacio de interferencia me refiero a un espacio donde la transferencia o la contratranferencia o ambas hacen obstáculo a la libre asociación, en el primer caso, y a la atención libremente flotante, en el segundo.
La libre asociación en su sentido más amplio implica una relajación de los efectos de censura y silenciamiento producidos por una función todavía eficiente del nombre-del-padre, por un punto de conocimiento de la ley que lleva al sujeto a someterse a ésta a punto de vivirla como si fuera una ley natural y encarnada. Esa relajación, ligada a la transferencia, favorece la posibilidad de hablar de cualquier cosa, decir todo lo que a una le ocurre, especialmente si es una tontería, si aparentemente no tiene importancia o si parece obsceno. La transferencia permite la continuidad del análisis porque sin ella no es posible relajar las funciones legales significadas, por ejemplo, por el nombre-del-padre, como sean las leyes morales y estéticas; pero, en un momento dado, la transferencia también puede llegar a interferir en esa relajación. Ese es el caso cuando ella implica el analizante de tal modo que el analista está representando una finalidad en lugar de sostener una causa o, más exactamente, la pregunta por esa causa.
La atención libremente flotante, por su parte, es la disposición que caracteriza la función analista, función inseparable de un cuerpo capaz de escuchar al otro. No me refiero a una escucha empática ni compasiva ni tampoco a una escucha activa, sino a la escucha capaz de atender a la alteridad presente en el discurso mismo del otro. Eso exige no situarse al nivel del significado ni de una expectativa impaciente de hacer sentido. El analista es el paciente. La función analista debe ser capaz de apoyar el tempo imprevisible del sujeto inconsciente, su ritmo impredecible. ¿Cómo puede uno pretender saber, acto seguido, e incluso repetir qué ha querido decir el discurso del otro si ni siquiera le ha dado tiempo a llegar al cruce de la contradicción, al abismo del lapsus, al callejón de una frase sin terminar, si al analizante no le ha interrumpido él mismo – él, inconsciente?
Para reconocer al objeto escénico como algo que puede estar en el acto además de los dos cuerpos presentes en él, hay que estar en condiciones de prescindir de una visión establecida del acto analítico y para ello hay que entender que la coherencia del discurso teórico es, también, efecto del yo que va buscando complicidades en su realización institucional (me arriesgo a sugerir que el reconocimiento de la intromisión de objetos en el acto analítico podría ser un buen comienzo para cuestionar positivamente el porqué del débil o inexistente lazo social entre psicoanalistas). Efectivamente, la coherencia es una cualidad buscada por el discurso que se pronuncia desde el soporte del yo, esa función que organiza las falsedades de la identificación en un todo aparentemente uno y sin fallo.
Pero el psicoanálisis no se ocupa del yo, o sí, si ocuparse significa identificar el lugar que queda en el discurso tras ser desocupado del yo. Es decir, mediante una comparación ciertamente imperfecta, que uno no se ocupa de la limpieza sino de la suciedad. La función analista incide más bien sobre la mugre en los rincones, en el polvo que se levanta de los muebles sin tocar desde hace mucho, en los restos de objetos más o menos perecederos. Y esto no quiere decir que pueda limpiar, en última instancia, pero su función primera no es, ni mucho menos, la de un detergente.
El objeto escénico, al ser un objeto de interferencia, puede irrumpir en las posibilidades de libre asociación y ocupar la atención del analista. Evidentemente, es un objeto susceptible de investidura libidinal, ya se trate de una libido de goce (sexual) o de gnose (episteme). No admitido en el espacio sino irrumpiendo en él, o convocado por una especie de imperativo de consecución de la tarea analítica tal como ésta se va dibujando y decidiendo a lo largo de las sesiones, el objeto escénico materializa unos límites de la relación analítica tal como ella se va definiendo entre el movimiento transferencial, contratransferencial y la quiebra de ambos: porque ¿qué sería de un análisis incapaz de reconocer al menos parte de sus fallos? El objeto escénico es quizás ese intruso, unas veces más sorprendente que otras, en qué la hospitalidad de sentido de los dos cuerpos presentes puede reconocer un inesperado pero indudable significante.