Eugenio Trías, “Prólogo” a La edad del espíritu.
Un texto comienza, muchas veces, allí mismo donde otro termina. Algo sucede, sin embargo, en el intervalo. Entre el punto final de un texto ya terminado y la letra con que se inaugura el siguiente hay una importante cesura. La muerte es, quizás, un espacio en blanco : el que media entre dos aforismos. Y todo libro es, en sustancia, un aforismo que ha tomado posesión del espacio textual hasta exprimir su quintaesencia. Entre un texto y otro se vive una experiencia de cambio, de alteración. Se accede, quizás, hacia otra forma de ser. Tal vez también la muerte sea eso, mutación hacia una nueva, o renovada, forma de ser y de existir. Quizás, cuando se tienen bastantes libros publicados, la clave del sentido de los mismos debería buscarse en las cesuras o calderones musicales que interrumpen con su silencio soñador el fluir, discreto o languideciente, del discurso.
Entre medio, en esos tiempos suspendidos, se oye el imperativo goetheano: el que dice, de forma categórica, en conjugación imperativa: “¡Muere y transfórmate!”. Es decir, cumple la ley y el imperativo causal, el único quizás que rige por igual para los seres vivientes, para los hombre y los dioses, esa ley del karma que podría llamarse ley general de todas las transmigraciones. Esta ley tiene sobre otras leyes morales y religiosas la ventaja inmensa de una sanción, retributiva o punitiva, de carácter automático. ¡Ante esta ley del karma no hay error judicial, no hay fraude ni suplantación posible ni en el premio ni en el castigo! Los problemas inherentes a la teodicea, las antinomias entre la bondad (divina) y el mal (cósmico y humano) son, automáticamente, resueltos merced a la postulación de una nueva vida heredera de los efectos (culpables o meritorios) de las anteriores existencias.
Un texto es, también, en cierto modo, una reencarnación. Heredero del karma que desprendieron los textos antecedentes, hijo de sus culpas y de sus méritos, inicia su singladura como estricta novedad y como recreación rigurosa de toda su herencia genética espiritual. En la medida que esa rueda de Ixión, que algunos santos y sabios sintieron como condena y maldición, no haya sido aún rota ni descalabrada, la vida sigue su curso y su emanación, en forma de recreación del impulso que la anima. Se varía, se reedita en formas nuevas. Y un texto siempre es la expresión comunicada de una experiencia vital, aun cuando el texto sea de estricta filosofía. O precisamente por serlo.
Para que esa rueda se rompiera se necesitaría un verdadero salto de pértiga, eso que Kierkegaard definió enfáticamente como el salto. ¿Salto adónde? ¿A la Nada, al Ser, al Nirvana, a la Gracia, al pléroma, al Espacio-luz? Esta pregunta nerviosa, inquieta, ha sido sobresaltada acaso por la ráfaga de aire boreal que me ha exigido, ahora, aquí, reencontrarme con la pluma y con el papel en blanco. ¿Es posible pensar la posibilidad de un salto más allá de toda ley, de toda gramática, de toda expresión y comunicación lingüística? Ese más allá ¿puede ser siquiera barruntado, intuido, imaginado e ideado? ¿Puede descubrirse y colonizarse? ¿Hay caminos, métodos o accesos que hagan posible llegarse hasta lo inaccesible, o decirse lo indecible, o expresarse y comunicarse lo que jamás puede ser dicho?
Esa forma interrogativa no puede acaso ser respondida con palabras. En consecuencia, de responderse a esa interrogación, estaría de más la palabra, la escritura y el espacio del texto, o libro, en el cual tal respuesta se produjera. Precisamente porque no me ha sido dado responder en términos absolutos a esas preguntas éstas subsisten erectas, grávidas de eros, de deseo, enfrentadas al enigma, como flechas de arco a punto de ser disparadas en dirección hacia la estrella. Precisamente porque no he sabido aún contestarme a estas preguntas, por eso he escrito este libro. En la esperanza de que el curso de la escritura me produzca una iluminación del campo del sentido, una transformación de vida y pensamiento (siendo ambos, vida y pensamiento, en sustancia la misma cosa).
Quiero, pues, desde esa incertidumbre y no saber del comienzo avanzar a tientas hacia la conquista del saber, a modo de los argonautas órficos. Quizás en el curso de esta aventura pueda dar con el deseado y áureo vellocino. Un libro de pensamiento es, por necesidad, una aventura en dirección hacia el conocimiento, una experiencia en el curso de la cual se espera alcanzar cierto nivel ambicionado y querido de conocimiento, de iluminación interior y exterior, de sentido. Escribir es, para mí, una expectativa de conocimiento, un deseo por llegar a conocer. Llámese ciencia, sabiduría o filosofía lo que resulta de ese proceso, todos esos nombres señalan un único objetivo: conocer. Y comunicar a los lectores esa experiencia.
Eugenio Trías, “Prólogo” a La edad del espíritu. Barcelona. Copyright 2000 Eugenio Trías, 2000 Ediciones Destino, 2006 Random House Mondadori.