Parálisis – Παράλυσις: παρά: impropia, espuria; λύσις: degradación, desintegración.
Desde la Grecia del siglo IV antes de nuestra era hasta el día de hoy, desde que Teofrasto acuñó una palabra para designar la descomposición nerviosa hasta ahora, cuando la sensación de impotencia y hastío hunde en la inercia los “movimientos sociales”, la parálisis no ha dejado de moverse en cuanto significante.
La idea misma de movimiento social, desahuciada del sentido dinámico y renovador que podría suscitar una comunidad deseante y crítica, parece más bien atrapada en una idea anquilosada de lo social. Pero ¿de dónde viene esta parálisis, para qué sirve?
Aquello que paraliza, como lo reaccionario, no es solamente estático sino que promueve un avance negativo. Parece que cierto estado de cosas retrograda hacia un momento o época que aparece como anterior en el tiempo. Esto es un espejismo. Ese momento aparece como anterior por las semejanzas de qué se reviste su representación. En ese sentido, el vintage, el retro, la nostalgia de lo antiguo, ciertas formas de coleccionismo, de acumulación o recopilación, como todas las iconografías que popularizan la idea de que lo mejor ya tuvo lugar – todos esos discursos y sus correspondientes retóricas de la representación tienen como efecto ideológico el desinterés por lo posible.
A la idea de que lo mejor ya tuvo lugar corresponde otra: la de que solo nos queda lo mejor posible entendido como el mal menor; y este se presenta como la oportunidad imaginaria de revivir algo que ya está perdido. Así situamos nuestra luchas diaria al nivel del reciclaje vivencial, pero rehuimos la… tentación de transformar realidades compartidas a partir de una reinvención de nuestras posiciones subjetivas, de nuestro lenguaje, de nuestros cuerpos.
Mientras, al poder le sale más a cuenta asistir al reciclaje de fantasías que reprimir discursos emergentes, capaces de cuestionar lo establecido y mover piezas. Eso le cuesta mucho más trabajo a un gobierno y, como sabemos, algunas de las palabras más sonadas en campañas electorales –adelante, cambio, progreso, etc– son el lustre que recubre el discurso ya desteñido de la prudencia, la responsabilidad, el sentido del deber y toda una serie inconexa de signos paternalistas, seniles y paralizantes que reconfortan a una mayoría intelectualmente parapléjica.
Pregúntesele a un votante de cualquiera de los partidos mayoritarios cuál el motivo de su elección (sea en qué país sea, probablemente hay dos que se van alternando y se reparten el pastel). Si da sus motivos, pídasele aún el porqué de esos motivos. Es poco probable que no dé una respuesta redundante, incoherente o violenta. Y es que la ignorancia es penosamente previsible.
No nos sorprenderá encontrar medidas comunes y transversales a los gobiernos demototalitarios, los que se arrogan el derecho a gobernar legitimándose en leyes electorales injustas que ellos mismos diseñaron para garantizar el sesgo de los resultados. Vamos a ver tres de esas medidas o aspectos de a las que llamaré, cariñosamente: derecho al descanso, libertad de expresión, y sentido del deber.
1. El derecho al descanso
¿Nos hemos preguntado porqué deseamos el descanso, el ocio, las vacaciones, el día libre, el fin de semana? La respuesta podría radicar en que el anhelo por descansar es inversamente proporcional a que nuestro trabajo se corresponda con nuestro deseo. O que nuestra ansia de pasarlo bien es directamente proporcional a la medida en qué la actividad profesional nos hace pasarlo mal o no nos llena. Entonces es cuando, para llenar ese vacío dejado por una educación prefabricada y masiva, orientada a la productividad y a la eficiencia –es decir, a la formatación del sujeto–, para contrarrestar una actividad cuyo goce se concentra en una retribución dineraria casi nunca pactada y casi siempre injusta, entonces se anhela la pausa, la hora de salida, el fin de semana, el festivo, las vacaciones. Pero el ciclo no termina con el descanso, ni siquiera con el paro, que exige seguir buscando trabajo, ni con la jubilación, que impone el estigma de la improductividad (por eso se habla de “población activa”, cruel señalización de los más pequeños y de los mayores como pasivos: generadores de déficit).
Que la actividad humana no esté dirigida por el deseo sino por la alienación de la producción y sobre todo de la autonomía o que, en lugar de poder cada una dedicarse a lo que le gusta y necesita, se someta la mayoría a una distribución jerárquica, irracional y desastrosa del trabajo – nada de esto puede crear eficiencia ni satisfacción para la comunidad ni hacer viables el bienestar y el goce que cada una suele buscar sí misma. Se da más bien el caso de que la ansiedad vacacional, el vértigo del fin de semana y toda la industria de ocio y turismo que los apoya son la señal inequívoca de la desatención al deseo del sujeto en su proceso de aprendizaje y descubrimiento, y de la ausencia de ese sujeto en el proceso político que gobierna su actividad. No es exagerado afirmar que toda actividad de creación o producción tiene causa y consecuencia política. El que trabaja sin esa consciencia se vuelve objeto del gran engranaje de la parálisis.
2. La libertad de expresión
Pensar aún que estamos perdiendo libertades y derechos civiles demuestra un optimismo admirable. Pensar que los estamos perdiendo es creer aún que nos queda algo de ellos o que algún día los tuvimos. Para saber si los tenemos o tuvimos habría que saber al menos qué son, cosa que no parece del todo clara. Un buen ejemplo es la libertad de expresión, en estos días que se vuelve a hablar de una censura que lleva tiempo, quizás siglos, sin desaparecer. O quizás nunca haya desaparecido ni pueda erradicarse del todo porque la primera censura es la que se impone el yo.
Cabe distinguir niveles de censura, yoica o institucional, previa o posterior, impuesta por una misma o por otro, sutil o descarada, parcial o total. Sin embargo, la censura parcial cumple totalmente los requisitos para considerarse censura, así que es total; y la sutil tiene más descaro porque pretende jugar al escondite; ya la censura con posterioridad manifiesta una voluntad censora que ya estaba latente o disponible, así como la previa solo busca la oportunidad de hacer su ejercicio; y la censura del yo es el mayor aliado de la institucional porque el miedo, como el sentimiento de inferioridad o el sentido de deber, complacen y tranquilizan al amo más que una buena noche de sueño. Así que un nivel “menor” de censura no tiene nada qué envidiarle a los casos más groseros y evidentes de violación del otro.
Esto es inequívoco: violar el lenguaje del otro, que lo constituye, es violar al otro. La censura tiene las formas del homicidio.
Que la libertad de expresión sea sistemáticamente negada por la censura es solo una evidencia de que el poder primero de los gobiernos demototalitarios no es el legislativo ni el ejecutivo, sino el poder ejecutor. Acabar con toda oposición. Eliminar la voz del otro. Ejecutar al sujeto.
En el contexto mortífero bajo el cual nos dejamos gobernar, le conviene al poder ejecutor preservar a toda costa el mito de la libertad de expresión, puesto que con ello garantiza que sigamos hablando y delatándonos y mantiene activo el poder catártico del habla. ¿Delatándonos? Sí, porque como recuerdan los personajes de abogados en las películas, con esa función hiperreal de gobernar las consciencias, cualquier palabra puede ser usada en contra de quién habla. El silencio forzado, la sumisión y la entrega a la Justicia (la institucional, la injusta) son las posturas recomendadas para la posición más prudente: la del que se deja conducir.
Por otra parte, la perversión de las libertades insta a prestar declaraciones a todo momento, ya sea en las “redes sociales” (Facebook, Twitter), en los blogs o diarios de texto o imagen (WordPress, Blogger, Flickr, Tumblr, Makr.io, YouTube), en la piel misma, so forma de tatuaje, en papel, en la calle o cualquier otro lugar donde se pueda escribir.
Pensar que “perro que ladra no muerde” solo puede apaciguar al poder ejecutor. Se trata entonces de dejar que el pueblo hable (de cualquier cosa, aparentemente) mientras se arruinan de forma concertada el sistema educativo, el acceso a la cultura (subiendo escandalosamente el IVA sobre actividades culturales) y se concentran las fuentes tóxicas (caso Display Connectors, inversores de El País, distribución de The Nation). A la vez se enaltece y promueve el populismo cultural (intervención del gobierno español del PP en la plantilla y la programación de RTVE), los radicalismos mediáticos (demagogia desabrida de FoxNews) y las teorías conspirativas.
Doble persecución a la voz del otro: la censura que borra y acalla y el ruido que encandila.
3. El sentido del poder
En el discurso judeocristiano, los ídolos y los jefes tenían en común una función modélica porque se les atribuía o reconocía un valor de representación desmedido. Ese valor, que destituía cualquier posibilidad de comparación, se elevaba frecuentemente al estatuto de lo sagrado, lo que estaba separado de la vida de cada día pero la gobernaba, dictaba los preceptos, ordenaba los comportamientos y las relaciones. Es evidente que la pervivencia de esta desigualdad soportada por el resorte de losa grado la encontramos perfectamente activa en los acuerdos entre estados laicos (o “aconfesionales”, como España) y estados religiosos (como el Vaticano) o profundamente confesionales en la forma de su sistema partidario y en el contenido político (Israel, Palestina, Irán, Estados Unidos, China, Tíbet, India, Filipinas – para sólo citar unos pocos).
La función modélica o canónica de las autoridades (desde líderes carismáticos a ídolos no humanos) supone el reconocimiento en alguien o algo como encarnación de un ideal ante el que otro u otros se posicionarán necesariamente desde la inferioridad, la emulación o la rivalidad. Ese reconocimiento es en todo análogo a la idea de aristocracia, que quiere decir: poder de los primeros o de los mejores. Así como la idea de ideal o de modelo, la de ser primero (primacía) o de ser mejor (eugenismo) están en insalvable dependencia de una idea, esa sí principal y gobernante, de que los hombres no son iguales en oportunidades ni en libertad ni siquiera en dignidad.
Esa idea fundamental sostiene la falsedad del discurso de los “derechos humanos” y de todas las hipocresías que han fermentado como secuela de la supuesta desmonarquización que condujo a las “revoluciones liberales” y con ellas se continuó. Si de la tan aclamada y supuestamente liberadora “Revolución Francesa”, institucionalizada con sus mayúsculas, con sus mártires laicos y su madre universal con el pecho al aire, sus declaraciones de principios llenas de buenas intenciones, si esa “Revolución” dio paso al desarrollo del capitalismo y de la alienación ideológica, ¿qué podemos esperar de la voluntad revolucionaria? ¿Con qué ganas nos levantaremos para salir de la actual parálisis?
Se extinguieron los absolutismos de superficie para aupar modelos más atractivos de comportamiento, ventrílocuos de una dominación admirada, inalcanzable y llena de brillo. Como una monarquía o una religión cualquiera. La dictadura de hoy, el demototalitarismo, que cuenta con el refrán “por su seguridad” para justificar la militarización e implantar el terrorismo biopolítico, es quizás el sistema de dominación más perfecto hasta la fecha.
A causa de que viene esto?
Buena pregunta.