Comunidades domésticas

Familia es un nombre colectivo de origen latino cuyo significado etimológico no es sino “conjunto de esclavos”. El elemento nuclear de la familia es entonces el esclavo o sirviente, famulus, mientras el conjunto remite al patrimonio, res familiaris. La etimología concentra así dos dimensiones fundamentales en la constitución y en la pervivencia de la idea de familia: el poder y la tenencia. Además de las relaciones de poder que se tejen alrededor del padre, el paterfamilias, quién tradicionalmente detiene el justamente llamado patrimonio, también se consolidan en torno a él relaciones de dependencia económica, no solo en el sentido fiduciario de un beneficio que luego, tras la muerte del padre, se recibe bajo el nombre de herencia, sino de otras formas de sujeción de las que los bienes y el dinero, sistema económico por antonomasia, son por así decir el blasón. No se trata de una antonomasia fortuita ni de una heráldica casual. El dinero, en cualidad de prominente abstracción del valor de cambio, oculta fácilmente el segundo nivel de abstracción, a saber el del valor de uso. Si se quiere, el valor real no es sencillamente el reverso del simbólico como la cara de la moneda tiene en la cruz su reverso. El valor real no es tampoco, sencillamente, el anverso del valor simbólico. Bajo la inversión alucinatoria de valor imaginario sobre los objetos tomados como índices de prestigio, poder o plena satisfacción – falos simbólicos que funcionan como aparatos encargados de producir huellas de un goce del que nunca quedan testimonios – bajo esa inversión alucinatoria puede encontrarse una investidura de valor simbólico que todavía es una condición de intercambio, pero no de comunicación. La res familiaris, contrariamente al proyecto utópico de una verdadera res publica (sin propiedad privada – para nadie, evidentemente), abunda en la privatización y en la celosa gestión de conocimientos, de las que es instrumento imprescindible el silencio por mandato. Por otras palabras, no hay gestión patrimonial sin el acuerdo tácito de los sirvientes, como no puede haber capitalismo sin hegemonía, es decir, sin la interiorización colectiva, a menudo inconsciente, de la censura y de la ley como límites necesarios a la constitución de la identidad. El esclavo no sabe sino ser esclavo y obedecer – que quiere decir “escuchar” (y callar). Aún en las repúblicas contemporáneas no hay sombra de res publica mientras haya familia.

La mínima sugerencia de acabar con la familia en cuanto idea – entidad ideal, incorporación parasitaria del imaginario en una estructura social – suele activar alarmas entre los esclavos. No es para menos: quienes no hayan experimentado el abandono, el rechazo, el estar entregada a una misma, habiéndolo buscado o no, pero en todo caso habiendo hecho suyo ese hecho de liberación en el vacío, quienes no hayan gozado de ese hallazgo de una enorme fragilidad que es a la vez misterioso resorte de potencialidad, a esos no les suele gustar la idea de desprenderse del lazo familiar. Sin degustar la consciencia lúcida de la propia mortalidad –lo único propio que tiene uno, dijo ya Heidegger –, esa mortalidad que a los familiares y demás esclavos tanto les gusta disfrazar con el imperativo moral de la progenie y todos los rituales, preceptos y formas de exclusión y admisión que los envuelven e inmovilizan, sin gustar de la intuición óntica del vaciamiento final en que se cumple el deseo pero ya no quedo yo para dar testimonio de ello, sin eso ¿podrá tener lugar el deseo de ser libre de familia?

Las distintas historias de la familia, tanto si se orientan al discernimiento sistemático de lo privado (Georges Duby) como si tienen una finalidad programática más explícita (Friedrich Engels), tanto si estudian las formas de la sexualidad (Michel Foucault) como las formas del espacio que reúne a la familia, la casa (Gaston Bachelard), todas contribuyen, a distintos niveles, a percibir el carácter construido – histórico – de la familia, de cualquier familia. No se trata aquí, pues, de combatir un término cuya extraordinaria fortuna le permite admitir formaciones sociales muy distintas en número, morfología, duración, funcionamiento, tipo de interacción con el medio social, con aquello que queda más allá de los estrictos confines de lo que justamente define a aquellas formaciones. Se trata más bien de hacer notar que, si la consanguinidad no justifica por sí misma un sentimiento de libre pertenencia a un conjunto porque no supone la libre elección de quienes mantienen lazos de consanguinidad, y si la expresión sexual de la afectividad no justifica por sí misma la formación de un conjunto ni indica su previa existencia, la casa, en cambio, abriga a un conjunto determinado sin determinar por sí misma excesivamente el tipo de pertenencia ni el tipo de relación entre los que la habitan. Ellos forman la comunidad doméstica. Si el enlace que les convoca no está vinculado a una ley impuesta desde fuera ni desde uno o unas de los que están dentro, sino que se concibe y negocia continuamente según las vicisitudes, tanto las particulares como las comunes, ya no se trata en rigor de una familia, un conjunto de sirvientes que, en el menos patriarcal de los casos, se regulan mutuamente por leyes ajenas y relaciones de poder y tenencia instruidas por la enseñanza hegemónica. Lo que une a la comunidad doméstica no es algo exclusivo ya que el abrigo es, literalmente, un lugar asoleado: paradójicamente, se define por algo que podría también definir su exterioridad; es porque el sol no pertenece a nadie que es pertencia universal.

Ante y en una sociedad donde las familias – ya sean tradicionales, monoparentales, reconstituidas u otras – son la utilísima mayoría, las comunidades domésticas viven la sutilísima experiencia de tener por vínculo no necesariamente la sangre ni necesariamente la “intimidad sexual” sino una consciencia común: consciencia de precariedad de las vinculaciones, y aún así de su necesidad; consciencia de la común mortalidad, y aún así de la muerte como única propiedad; consciencia de clase, sí, pero sobre todo consciencia subjetiva, esa que hace de cada sujeto un inclasificable.

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