81. Entre las puertas de los dos aseos estaban dos chicos que comentaban la aparición de su vello púbico. Llevaban chándal y se lo enseñaban mutuamente. Yo también quise mirar si tenía eso que ellos se enseñaban. Entonces me preguntó uno de ellos, provocando la risa del otro: “¿Tu no eres una chica?” Y se rieron ambos. Yo sentí cómo la sangre me subía al rostro. Nos mirábamos los tres. Ellos seguían riéndose, pero ya con cierta desgana. Y esa desgana, que yo presentí como señal de cierta bondad o lástima, me hizo volver la espalda y seguir adelante para meterme en el baño y hacer pis. Pero no pude hacer pis. Solo pude sentarme y llorar en silencio.
82. Ese día decidí volver a la clase antes de que terminara el recreo. Estaba el chico nuevo. Miraba los demás a través de la ventana, y el sol vespertino le incendiaba el castaño miel de sus ojos, volviéndolos de un dorado casi improbable. No tuve miedo. Avancé hacia una mesa que no era la mía sin decirle nada, pero ya se había fijado en mi presencia, no sé si por el reflejo en el cristal o porque escuchara mis pasos al entrar. Súbitamente, apartó el rostro de la ventana y se giró hacia mí, me miró y sonrió enigmáticamente. No me sonrojé. Me toqué aquello que los chicos del baño se enseñaban y el chico nuevo me lanzó una mirada de perplejidad contenida. Vino hacia mí y, cuando estaba ya muy cerca, me tocó ahí mientras me miraba fijamente. Transpiraba tal seguridad que pensé que me conocía mejor que yo a mí. Cogió mi mano y la llevó hasta sus pantalones. Los llevaba de pana.
83. Esa tarde estuvimos hablando de costumbres de varias partes del país y luego, hasta la hora de salida, estuvimos contestando acertijos. Empezamos mal: “Muchas cosas puedo parecer, pero parezco una mujer.” Como nadie acertaba, el profesor nos dijo que adivináramos otro acertijo que tenía la misma solución que el anterior:
“Por dentro purísima alba
atraigo paladares curiosos;
por fuera cuerpo de hada
con mil signos curiosos.”
84. De la catequesis aprendiera que inmaculada solo había la Virgen. “Virgen”, intenté. “No,” corrigió el profesor, “pera.”
85. “Pera”, pronuncié de nuevo para asegurarme de que esa era la solución. “Pera, pera, pera…” No recuerdo nada más hasta la vuelta a casa.
86. Los pantalones cortos arrugándose bajo el ímpetu de una caricia insospechada. Los botones luego, uno tras otro, desabrochados. Y el cinturón, que venía con esos pantalones que mi madre me había comprado hacía dos veranos, conjuntado con los zapatos. Los zapatos, en mis pies. Uno de los pies levantado a la altura de un asiento, o un poco más. El cinturón, desabrochado, y luego el último botón que quedaba. La ropa interior, confundida ahora con el cinturón de los pantalones bajados casi hasta cubrir los zapatos. La ropa interior arrugada, estirada, una costura rota. De nuevo en su sitio, pero no tan arreglada como solía. Los pantalones abotonados, el cinturón abrochado de nuevo.
87. La camisa, sacada de sus pantalones. Un par de botones, los de abajo, desabrochados. Los de los pantalones, todos, después de sacado el cinturón. Unos calzoncillos de rayas cuya hendidura frontal yo desconocía. Luego, esa hendidura cerrada sobre sí misma, ocultada por los botones de nuevo abrochados, el cinturón ciñendo los pantalones y la camisa metida dentro de ellos, rápida.
88. Algunos pájaros que no solían chirriar por la tarde. El viento soplando entre los árboles, ese sonido que no se escucha más que en los relatos y en las películas con efectos sonoros artificiales. Pasos en la planta de arriba (¿la mujer de la limpieza en el aula de cuarto año?) y un sonido como de granos o semillas pasadas por un tamiz metálico (¿cómo puedo recordarlo tan bien?). Y luego un silencio imposible. La paz impiedosa a nuestro alrededor.
89. Sobras: un par de pañuelos. Casi toda el agua, que esa no me la bebí.
90. Y un poco, un poquito de sangre en un calcetín que mi madre confundió con no sé qué zumo que yo no podía haberme tomado, aunque sus ojos no decían zumo. En esa tarde de lluvia en que la noche todavía llegaba demasiado pronto, los ojos de mi madre llovían más aún, contenidos.
91. El día siguiente pedí una nevera nueva. La que había en casa era muy vieja y yo había visto unas neveras muy blancas y brillantes donde se podía dibujar muchas cosas. Yo quería una nevera para dibujar porque en las paredes blancas no se tocaba. Mi madre me dijo que nuestra nevera funcionaba perfectamente. Le dije que tenía muchas pegatinas que no se podían quitar, y yo no podía hacer los dibujos que quería. Mi madre preguntó con un sarcasmo nada habitual dónde se había visto una nevera para pintar. Mi madre no solía hablar así conmigo. Le dije que había visto neveras para pintar, muy blancas y muy relucientes. Mi madre me contestó que era un disparate. Yo insistí que quería una nevera, una nevera nueva solo para pintar, pero que no mi madre podía meter comida dentro también. Mi madre me pegó. No puedo olvidar esa traición. La fidelidad de mi madre era su amor, y para mí el amor de mi madre no era un amor que pegaba. Yo clasificaba entre “amores que pegaban” y “amores que no pegaban”, pero los grandes nunca hablaban de unos ni de otros. Se pegaban a escondidas, y los amores que no pegaban se hacían a escondidas. Todo a escondidas. Un mundo oculto para mí hasta que, años más tarde, descubrí otros amores. Pero amor, lo que es amar a una mujer, solo lo tuve en mi niñez. Y ese día ese amor me traicionó al transformarse, por desear yo una nevera donde dibujar lo que no tenía palabras para decir, en un amor que pegaba.
92. Me fui a la lluvia. Era de noche. Mi padre vino a buscarme y me riñó, pero no me pegó. Pensaría quizás que así de fácil cambiaría su amor por un amor que no pegaba.
93. Volvimos a casa en silencio por un camino absurdamente largo. Podríamos haber cruzado la acera, bajar las escaleras junto a los contenedores y cruzar el parking. Pero era un parking a cielo abierto. Entonces nos metimos por unas escaleras muy estrechas, mi padre delante, yo detrás, contra una pared sin más color que el de la mugre que el viento arrastra y acumula. Al final de las escaleras encontramos el túnel por donde algunos coches, sueltos y solitarios, iban hilvanando líneas discontinuas de luz que interrumpían la penumbra. Mi padre me hizo cruzar el túnel antes que él. Me decía cuando podía cruzar una vía, luego la otra. Tuve miedo que un coche me atropellara. Entonces me di cuenta que en realidad quería seguir viviendo.
94. Al fondo del túnel no había más luz, pero había un parking cubierto que, atravesándolo, nos devolvía a casa. Mi madre ya estaba durmiendo o, por lo menos, ya se había acostado. Era imposible saber si dormía porque yo desde luego no entraba en su dormitorio. Casi nunca.
95. Pero las luces de la cocina y del salón estaban apagadas y solo los coches que acosaban las puertas del Figuero repartían sus luces indiscretas por las ventanas, esparciendo un claror difuso que penetraba los interiores.
96. Escuché cómo mi padre sacudía los paraguas en la bañera y luego me dio las buenas noches. Esa noche no le contesté y la verdad es que no sabría decir el porqué. Pero que él no pareciera echar de menos una contestación por mi parte me hizo pensar no que estuviese muy cansado o que mi respuesta, como una alucinación, llegara igualmente a sus oídos, sino que, para él, tener buenas noches no dependía en absoluto de mi, ni de que yo se lo deseara, aunque por costumbre o de boca hacia afuera.
97. Esa noche me quedé en el salón hasta muy tarde, mirando en la oscuridad, a través de la ventana, los coches que llegaban, los hombres que salían, las mujeres que los acompañaban o que parecían estar esperándoles. Me llamó mucho la atención que de un coche saliera un hombre acompañado por un chico y una chica solo un poco más mayores que yo. O eso pensé. En todo caso, hoy puedo afirmar que eran mucho más jóvenes que las putas del Figuero, como las llamaba todo el mundo.
98. En ese momento supe que algún día acompañaría a un hombre mayor.
99. El día siguiente volví a la escuela con la sensación de que no había pasado un día, tampoco un mes o una semana, sino un tiempo medio que yo no podía definir. El aire mismo, más liviano tras la lluvia del día anterior, se movía a gestos de brisa llevando a bailotear hojas caducas de otoño, y alguna que otra corriente de aire más tibio recordaba al mes de mayo cuando quiere anunciar el verano. No quedaba nada del olor de la lluvia en los caminos de tierra, pero en el cielo virginalmente azul se distinguían líneas fugaces trazadas por el vuelo de los insectos. Entre estos había una clara mayoría de moscas que, tras sus recorridos circulares y aparentemente sin sentido, reposaban en los montículos de mierda que los perros y alguna oveja extemporánea iban dejando a cada lado del camino. Las pocas palabras que pronuncié durante todo ese día, las dirigí al chico nuevo.
100. “¿De dónde vienes?”
101. Esta pregunta, pensé, no me aportaba la información que yo quería pero tenía la virtud de dejarle contestar como quisiera, incluso mentirme. Me parecería comprensible que me mintiera. Desde el día anterior había muchas más cosas que me parecían comprensibles, por muy crudas que me resultaran sus razones.
102. Soltó una carcajada. “Vengo de dónde vienes tú.” Le miré con incredulidad. “De la boca de mi madre, de ahí es donde vengo”, precisó, señalando un lugar de su cuerpo que no correspondía a lo que yo entendía por boca sino al lugar del que mi madre nunca me hablaba. Quizás, pensé, nunca me hablara de ese lugar del cuerpo porque era de ahí que salían las palabras. Pero enseguida me sonrojé por mi ingenuidad. Y luego sentí como esa sangre abandonaba de nuevo mi rostro al pensar que lo que antes era ingenuidad me quedaba ahora como imaginación. Así que preferí seguir pensando que mi madre tenía dos bocas, una de donde parecían salir las palabras y otra, oculta bajo la ropa, que hablaba de verdad.
103. “Lo que no sé es adonde voy”, volvió, como para interrumpir mi silencio. Le pregunté por qué no sabía adónde iba. “Siempre estoy cambiando de escuela porque mi familia siempre está viajando y no podemos quedarnos en ningún lugar. Si nos quedamos en un lugar, nos morimos de hambre.” Me sorprendió que alguien poco mayor que yo hablara así, como si hubiera vivido muchos años o viniera de otro país, un país lejano y con colores muy distintos. “¿Vives cerca?”, pregunté yo, acercándome también a lo que de veras deseaba saber: dónde vivía, dónde podía verlo fuera de la escuela, aunque fuera por poco tiempo y a escondidas de todo el mundo. Me di cuenta de que su presencia me llenaba de algo hasta entonces desconocido. “¿No sabes que trabajo en el circo? Hicimos dos espectáculos, nos quedan dos todavía. Estamos cerca del puente, en el descampado. Hay varias caravanas. Yo vivo en la que tiene más pegatinas y menos carteles. Pero no vengas a verme. Me matarían. Veo que quieres saber más de mi, ¿verdad?” Ni esperó a que le contestara, tan seguro estaba. “Será mejor que nos veamos en otro lugar. Tú eliges.” Me fijé que llevaba días con los mismos pantalones de pana y que al olor del tabaco se había sobrepuesto el de orina seca y no sé qué más. Seguramente es uno de los recuerdos más remotos y diáfanos a qué puedo referir mi menosprecio por el descuido de la higiene en las personas a las que amo. Menos, curiosamente, en mi madre, cuya suciedad yo no podría tolerar.
104. Le propuse que nos encontráramos cerca de un molino que había pasado el puente, tocando los límites de la población. Allí solo había fósiles, flores y el molino en ruinas. Pero el lugar era elevado y seguramente podríamos escaparnos algún que otro día por la tarde y ver la puesta de sol.
105. Sonaron desde la plaza, penetrando en la cocina, los megáfonos de los coches. Pasaron delante del Figuero, se detuvieron cerca de la pescadería y luego vinieron otros. Eran los coches de la campaña electoral. Mucho más llamativos que el circo, cantaban o gritaban consignas llenas de imperativos. Me ponía que alguien perdiera. Siempre me ponía del lado de quienes sospechaba que iban a perder.