1. Nunca descubrí qué quería mi madre. Ni era posible. Su deseo estaba obliterado, acallado por el violento deseo del otro o por la celosa castidad que le imponía. Mi madre, en cuanto sujeto de deseo, era para mi un enigma.
2. Le preguntaba: ¿quién es? Pero ella no sabía quienes eran. Un agujero referencial que nunca pude colmatar. Nunca pude, nunca lo quise, nunca tuve cómo hacerlo. Mi madre siempre asumía su ignorancia. No le daba vergüenza no saber.
3. Yo amaba su simplicidad. Y amaba aquella sumisión que reencontraba en la expresión casi consolada de aquellas mujeres cuyos hombres, siempre más altos que ellas, abrazaban bajo sus abrigos de tweed en las películas francesas. Ah! Mi sueño era estar bajo uno de esos abrigos de tweed, junto al pecho cálido de un hombre.
4. Repetí mi amor por los hombres para no desear otra mujer que no fuera mi madre.
5. El fantasma se anuncia. Recortado a partir del deseo de un sujeto, apareciendo desabrido o acuciante en los objetos pulsionales. O ante la privación de los objetos de demanda, en la dificultad, ausencia o proximidad del objeto de deseo, en la premura misma de ese objeto.
6. Recortaba con unas tijeras viejas las mujeres más bellas de las revistas femeninas. Me podía pasar tardes enteras recortando figuras de mujeres. No sé si a todas las veía más bellas que yo, pero un aura de imposibilidad las recubría, y eso las volvía apetecibles, como suele suceder con casi todo lo que parece inalcanzable.
7. Hacía vestiditos para las muñecas y para los muñecos tambien. A todos les ponía vestiditos. Así cubría su nudez de plástico, en particular esa parte de la entrepierna que inscribía, como una acusación, una diferencia que me resultaba deleznable.
8. O eso creía.
9. Me costó años de soledad compartida con mi madre aprender a jugar sin desesperarme por el tiempo. La noche era el momento ahelado. Entonces, cuando caía la máxima oscuridad sobre el cielo y se encendían las luces eléctricas, yo sabía que no quedaba mucho para tomarme un vaso de leche e irme a la cama. En fin podía soñar.
10. Desear la muerte no fue sino otra forma de querer encontrarme con mi madre.
11. La muerte nunca fue algo muy logrado. Morirse, casi todos se mueren por inercia. Algunos lo premeditan, lo buscan, lo preparan con una discreción y una minucia ritual, pero la mayoría de quienes se murieron lo hicieron por inercia, incluso dejadez.
12. Lo cierto es que reconocer la necesidad de preparar la propia muerte es otorgarle privilegios: de evento único, de seña de identidad, de propiedad privada.
13. Y es que la muerte es eso: el único evento, la marca subjetiva por excelencia, lo único que me es propio. Lo único que sucede después del nacimiento, en muchas notas biográficas, es la muerte. Nació tal día. Murió tal otro.
14. Empecé entonces a plantearme si de veras quería morirme para encontrarme con mi madre o si era para encontrarme con ella que quería morirme, o si era otra cosa lo que yo quería.
15. Me costó años plantearme si querer encontrarme con mi madre no sería una excusa para mi deseo de muerte. Un deseo de muerte sin objeto aparente, un deseo de muerte sin causa.
16. Estas palabras tan duras me las pronunciaba yo tal como las escribo. Hoy día, bajo la mirada invisible de los censores, hablamos y escribimos como bajo las anteriores dictaduras: por medio de alusiones y alegorías. ¿Es esto subversivo, escribir en código y con sentidos implícitos? No, es lo que queda. Son las sobras de una libertad que nunca existió.
17. Rescatar es comprar por segunda vez. Ni una sola vez hemos comprado la libertad.
18. Para mí, entonces, la libertad era estar todo el día con un hombre. Follando. Todo el día en casa, follando los dos.
19. No me sentía capaz de amar a otra mujer.
20. La libertad era presa de un sueño, y ese sueño, como cualquier atisbo de algo que se oculta bajo una superficie, recordaba aquellas alegorías que pretendían ser subversivas. Pero la libertad era solo un fantasma.
21. Mi madre, encarcelada en una caja de cemento y luz artificial, era a mis ojos la cenicienta que alguien convertiría en embajadora. Y ella viajaría por el mundo, y yo con ella. Y le gustarían los mismos hombres que a mi.
21. Ser libre, para mí, era no vivir sin ella.
22. No vivir sin ella no significaba tener que vivir con ella. De contrario mi conciencia moral no me permitiría estar todo el día en casa follando estando mi madre ahí. Me viera o no me viera.
23. Cuando miro a los hombres, la siento a mi lado viendo mi mirada puesta en sus ojos, mirando cómo deseo a esas miradas que me miran.
24. En mi fantasía, unos me desean y otros no. He optado por una fantasía realista. Hay quienes optan por fantasías quiméricas o de inverosímil puesta en obra. Pero yo ya tengo bastante con los imposibles que me acechan.
25. Un circo donde hay seres fantásticos: la mujer barbuda que siempre se está peinando, el hombre que da teta a un niño grande, las chicas que siempre se están dando a luz, el niño que se quita mocos de oro de la nariz, el chimpancé psicoanalista, que siempre está escuchando pero nunca habla, la crisálida inmortal que puede suicidarse más de una vez.
25b. Evidentemente, pensaba yo entonces, el hombre no tiene tetas; lo que tiene son unos pectorales imponentes. Iba a decir: impotentes.
25c. Evidentemente, ese hombre me fascinaba. Tanto más que ese hombre se convirtió en muchos.
25d. El niño grande soy yo, con independencia del sexo.
26. La imposibilidad de acceder a todos los objetos de deseo impone la contingencia de la elección según el equilibrio de Nash. Es la economía del sexo, es decir, un entendimiento particular de esa economía. Nash era gay.
27. Según ese supuesto equilibrio, que da por sentado que la seducción es el juego central de la elección de los objetos sexuales concretos, todas las partes son jugadores, luego competidores; y como lo que está en juego son objetos semejantes al sujeto que está en juego, el balance a priori es que cada sujeto ya está disuelto en las reglas del juego.
28. Un circuito de objetos. Un cirquito de objetos.
29. Cuando, en la vorágine de las miradas y de la sangre encendida, recuerdo la apariencia de inmutable castidad de mi madre, no deseo ser como ella. No porque valore más esta vorágine que aquella inmovilidad sino porque, así como el amor por mi madre es inmóvil e inmutable como su mirada hacia mí, el amor por mi deseo es voraz e imparable. A mi madre no le avergonzaba su ignorancia, pero a mí me seduce el conocimiento.
30. Además, la ignorancia de mi madre era a la vez un escudo y una excusa, ya que ella conocía los límites de su conocimiento mejor que yo conozco los de mi deseo. El caso es que no puedo dejar de mirar a los hombres, ni de desear muchos de ellos, quizás la mayoría, y eso que deseo se refleja en mi mirada, que mi madre conoce mejor que yo mismo.
31. Mi madre no sabe que me gustan las mujeres.