Una práctica sexual, como cualquier otra práctica, es un discurso. Si no se entiende esto, es difícil entender alguna cosa. Por eso todo discurso acerca de una práctica sexual que no la reconoce como escritura y le atorga un estatuto inefable o separado del lenguaje se limita a simbolizar a un imaginario que lo estimula. Esa simbolización más o menos lograda no permite ningún tipo de comprensión porque, en lugar de buscar los significantes que puedan dar cuenta de la estructura en juego, está ella misma comprendida y atrapada en el juego.
Es penoso observar cómo muchos psicoanalistas rehuyen al cuerpo como extensión hablante que abre posibilidades no actuables desde el habla, y cómo se escudan bajo insignias como el No al goce del analista o al “pasaje al acto” entendido por antonomasia como “pasaje al acto sexual”, lo que dice mucho acerca de lo que se está reprimiendo. Pero no es menos penoso ver desfilar toda una serie de discursos supuestamente modernos, liberadores, empoderadores y terapéuticos que pasan de conceptualizar y presumen de “silenciar la mente” y dejar que el cuerpo hable, como si el cuerpo pudiera decir algo fuera del lenguaje, o como si el lenguaje fuera cosa transcendente a la que habría que “conectarse”, y aún como si el habla no fuera una actividad de lo más carnal, quizás la actividad sexual por excelencia. Es por el habla que el cuerpo transforma una vida irracional en un orden de sentido atravesable.
Cuando cierto discurso ecologista empieza a confundir la consideración del humano por los demás animales y otras especies – que son parte de un orden necesario al equilibro ecossistemático – con un acercamiento e incluso una identificación entre animales capaces de devenir sujetos y otros que no lo son porque carecen de lenguaje, entonces no debe sorprendernos que, entre quienes defienden los derechos de los animales y la cercanía entre el hombre y la naturaleza, no es difícil encontrar cierta complicidad con estructuras de poder altamente jerarquizadas, ya sea en sus relaciones familiares, laborales o sexuales: la asimetría introducida por la posibilidad de hablar, que es exclusiva de lo humano, se ha desplazado hacia formas institucionalizadas o reglamentadas de desigualdad que compensan la renegación de esa exclusividad humana respecto del habla y lo que ella conlleva de responsabilidad. Guste o no, permanecer en lo pulsional supone desentenderse de una tarea de civilización y conlleva un consentimiento irresponsable que nadie se atreve a confesar.
Tampoco sorprende, consecuentemente, que esa barbarie que es la idiotez consentida prefiere, en las prácticas sexuales, lo que se limita a lo pulsional y muy concretamente a interpretar uno mismo sexualmente los lazos sociales más infantiles. Esta es una excelente noticia para los amos, pues no hay nada como la infantilización consentida, siempre obediente a un principio de placer, para mantener encadenado al sujeto. Así que pan y circo. Cuanto menos me dé por pensar, menos le costará a otro tenerme subyugado.
Así el BDSM, parodia sexual de la desigualdad y recodificación erótica del poder por excelencia, escenifica necesariamente aspectos centrales del sometimiento ejercido entre hablantes: privación de movimiento, privación del habla y por supuesto del derecho a réplica, privación de respiración y otros tipos de privación, tortura y reducción del otro con o sin recursos de “deshumanización”. Sin embargo, aquello que el BDSM tiene codificado como deshumanizar es un simulacro en el sentido que especifica Jean Baudrillard y que podemos reformular como algo que hace visible en lo particular otra cosa que es invisible en lo general.
En este caso, se trata de una doble invisibilización: por un lado, nombrar deshumanización un conjunto de prácticas o una dimensión “objetificante” del sadomasoquismo pasa por alto el hecho que esa supuesta desconsideración del otro, que es una consideración del otro como si fuera una cosa (perra, cerdo, mesa, cenicero, etc), está presente en toda la práctica sadomasoquista en la medida en que pasa por alto la voz del otro, o eso trata de hacer. Por otro lado, no hay deshumanización en ningún momento porque el cuerpo del esclavo sigue siendo sujeto en todo momento para el amo, es decir, aunque la esclava se encuentre en un subespacio, tal como vino a llamarse un estado de alteración de la consciencia en el que la entrega al dolor o más bien el sometimiento al goce aparece como efecto de una anestesia gradualmente inducida. Esta anestesia puede ser alcanzada mediante drogas o procesos hipnóticos o equivalentes, o por el aumento progresivo del dolor llevado hasta la activación de defensas asociadas a la superación de un umbral de goce (que no de placer, entiéndase).
Que los efectos de sentido de un discurso sean sofisticados no significa que ese discurso sea menos rehén de una lógica infantil de castigo y recompensa, de un sexo infantil autocomplaciente e incapaz de desear porque no sabe qué desea, o de un principio de placer como pauta exclusiva de actividad – con la incapacidad de actuar que eso conlleva. Efectivamente, no basta hacer cosas para ser sujeto de un acto, así como resignarse al principio de placer es hacerle un flaco favor al deseo, o quedarse en la expectativa de recompensa o en el temor al castigo para llevar a cabo lo que sea.
Si se considera que solo el que habla puede desear, esto implica cuestionar la referencia sadomasoquista como contenido válido de un deseo (entendiendo aquí contenido como valor o especificación de la función deseante). Por otras palabras, vale preguntar si hay un deseo sadomasoquista y si lo que podría pasar por Eros en el BDSM no es un espejismo de Tanathos con el que la pulsión de muerte que anima al capitalismo viene privatizar el comercio sexual como una franquicia más del sistema global de explotación. ¿Cómo puede ser que la misma regla de medir que ordena la “vida laboral”, eufemismo de la muerte en vida de cada esclavo, venga a darle órdenes e instrucciones sobre cómo gozar? Tanto es así que advertir el paralelismo entre la vida sexual y laboral junto de analizantes que practican el BDSM puede suscitar las mayores resistencias: junto de la esclava, porque es dos veces esclava; junto de la domina o del amo, porque también son esclavos; junto de analizantes en posiciones más flexibles y ambivalentes, porque están sometidos a un régimen de privación en el que su discurso sigue alienado y su goce… no es suyo sino que depende del otro, estén en la posición en la que estén.
Es evidente que los códigos se interpretan, empezando por la Ley. De hecho, ¿qué mejor interpretación de la Ley que aquella que la pervierte? La posición perversa es precisamente aquella desde la que más fácilmente se encuentran los espacios en blanco de la ley, mientras la neurótica es la que se dedica a erradicarlos y la psicótica la que necesita encontrarlos cerrados, como cualquier otro significante, de tal modo que la Ley aparezca libre de ambigüedad. En consecuencia, la perversión es el modo del habla en el que se desoye el nombre del Padre aunque lo conoce perfectamente; la neurosis el que se caracteriza tanto por obedecerle tan estrictamente como se puede como por rebelarse de una forma relativamente primaria, que es como un reverso rebelde del Padre en el que éste sigue siendo el referente en negativo; y la psicosis el modo de habla que no sabe leer propiamente el nombre del Padre, ya que lo toma como si fuera literal.
A partir de aquí, me parece difícil sostener que las posiciones en el sadomasoquismo sean perversas más que en un sentido poco analítico y a un nivel bastante superficial, o a menos que estemos hablando del modelo social que informa el BDSM, que a día de hoy es el capitalismo así como en otro momento fue el feudalismo, sin olvidar los notables torturadores de la Inquisición ni los colonizadores genocidas. Las prácticas sexuales relacionadas con el BDSM o apropiadas por este significante y otros semejantes convocan un conocimiento neurótico de la Ley para que esta se cumpla de la manera más familiar: mediante la expectativa de recompensa o el temor al castigo; o un desconocimiento psicótico de la misma, con el que los efectos del llamado subespacio o domespacio traen a la consulta analítica algunos de los nudos más sufrientes y, quizás, intratables.