
Iglesia en Poblenou, Barcelona.
En el pueblo donde vivo, como en muchos otros pueblos, hay un edificio que, sin estar propiamente en el centro, determina sin duda lo que la gente quiere decir cuando dice que va al “centro”. Es decir: esa construcción decide el centro referencial del poblado.
La construcción no es ni más ni menos que el templo parroquial, mirando a su alrededor pero sobre todo hacia la plaza, a la que bautiza con su nombre: plaza de la iglesia. Solo una de sus fachadas se asemeja a un rostro, con la estatua del patrono arriba, la puerta abajo y las escaleras que hay que subir para acercarse a la “casa del Señor”, todo un poco tosco porque el pueblo, pese a su porte aburguesado y a una cantidad nada despreciable de gente de las artes, no es particularmente armonioso – “el dinero no lo compra todo”.
Ahí tenemos, pues, en el “centro” del pueblo, el templo interpelando a los creyentes: con la frontalidad del pantocrator, y diseñado para que se le mire desde abajo.
Así es el padre imaginario, el que penetró en la teoría psicoanalítica. En Freud encontramos al padre de la horda primitiva en Totem y tabu, por ejemplo, o al padre mítico en El malestar y la cultura, así como a los padres de pacientes como Dora o el pequeño Hans. En todos estos casos, el padre siempre aparece como una figura necesariamente articulada con la formación sexual de aquél que aún no habla pero que ya es identificado y definido como Hijo a partir del nombre del Padre, es decir, desde una alteridad que le sirve de referente.
Ese nombre, al que Lacan reconocerá un estatuto de función, remite a la Ley pero también a toda delegación de una posibilidad del sujeto en un Otro. Cada posibilidad del sujeto, entendida como una posibilidad de su deseo, queda atrapada en la expectativa e incluso en el mandato heredado. En ese sentido, no son solo los príncipes herederos quienes son producidos para proyectar el nombre del Padre en el tiempo. La reproducción de la especie está condenada, en el caso de la especie que habla, a tener que vérselas de alguna manera con el nombre del Padre. Nadie nace libre.
Tanto si una estudia lo que el Padre dijo que había que estudiar como si deja la escuela para llevarle la contraria o simplemente porque ya no tiene padres o madres que hayan cumplido esa función, esa decisión siempre está delimitada por un nombre de Ley que condiciona la forma cómo uno adhiere al propio deseo, si acaso le interesa saber qué desea propiamente. Tanto si uno fija su deseo en uno de sus padres o madres y se identifica con la otra u otro para luego imitarlo y reproducir unos códigos de seducción, comportamiento y convivencia, como si es huérfano y vive su infancia en una casa de acogida o en condiciones más vulnerables, el deseo siempre es colindante con la función del nombre del Padre.
El Padre, justamente, está por todas partes.
El referente religioso no es casual. Dios es el referente inconsciente de los otros Padres, por ejemplo el Estado o el Amo. Dios nunca está pero está por todas partes. No existe pero determina la existencia de quienes adhieren a su credo. Es el Otro más perfecto porque no necesita existir para ejercer poder, y su Ley es inquebrantable para quienes se le someten porque se vale por su nombre. El nombre del Padre encuentra de forma tan cabal su paradigma en el discurso religioso que encontramos allí también la forma ejemplar de referirse a él: el silencio, merced de la prohibición de representar o pronunciar su nombre.
Tampoco es casualidad que al lado de la iglesia se encuentren tres edificios más. Uno de ellos es la sede del ayuntamiento. Al contrario de lo que su nombre de colectividad podría hacer suponer, el “ayuntamiento” no congrega al pueblo, sino que lo administra desde el alto de sus escaleras de piedra, de sus eslabones funcionariales y sus capillas partidarias. El ayuntamiento ofrece a la voz del poder la familiaridad de la cercanía y, al poder central, la certeza de un control rizomático sobre la población, aún cuando el partido que controla el ayuntamiento no es el mismo que controla el Estado (en este caso, actualmente, sí coinciden debido a una usurpación concertada entre el partido que gobierna, CiU, y su supuesta oposición, ERC).
Independientemente de las variantes que pueda presentar, el poder político moderno prefiere el truco al que llama democracia bipartidista porque le permite a un partido único recuperar plenos poderes tras períodos puntuales en los que se crea un efecto de alternancia. Ese efecto es solo aparente porque el partido que hace de alternativo está financiado y se encuentra debidamente endeudado por instancias cuyos intereses son los mismos que intervienen en la política dictatorial del partido único. Sin embargo, cabe precisar que el eslógan al uso de que “PP-PSOE misma mierda son” (en el caso de España) no es fruto de la ilustración comunista sino un producto más del partido único, al que conviene drenar los votos en su “otro de alternancia” hacia partidos con menor representatividad que no afectarán en absoluto a su supremacía.
El bipartidismo democrático es una esquizofrenia del Padre. No son dos padres distintos, ni mucho menos la muerte del padre. Papá sigue ahí, más dulce en sus formas, prestando créditos insignificantes a los nuevos kamikaze, los emprendedores en tiempos de crisis, pero igual de autoritario en su praxis e incluso en sus discurso, si uno puede leerlos de un lugar que no sea el del miedo y la sumisión.
Por eso tampoco es casual que el edificio que está justo al lado del ayuntamiento es el de la policía, esa que te protege, que vela por tu seguridad y la de los tuyos, pero que si no pagas tus deudas vendrá, porra en mano, a echarte a la calle a varapalos. La policía, como buen Padre que es, jamás protegerá a nadie del poder opresor porque la policía es, en todos los sentidos, un poder opresor. Aún si defendiera a la población de situaciones potencialmente peligrosas u objetivamente violentas como robos, secuestros o violaciones, cosa que cada vez hace menos porque está entretenida con la seguridad de sus Señores, la policía sigue siendo un puto Padre porque aliena la fuerza y la integridad de cada uno, que pasa por acuerdos de responsabilización colectiva y de refuerzo de la solidaridad social, en una entidad que no sirve al pueblo y que se halla en un limbo societal porque ni es digna de ser considerada popular ni está en una posición de poder real.
Finalmente, un poco más arriba de la policía, entre el ayuntamiento y la iglesia, está el banco, antes llamado Caja de Pensiones para la Vejez y hoy día “la Caixa”, entre comillas porque así lo dice la gente, que es un banco muy popular y cercano. Hace unos años, antes del fabuloso invento de la Crisis, sus más de seis mil oficinas repartidas por todo el territorio español hacían de esa caja, que ahora es un banco, el gran aliado de los demás poderes, de la iglesia a los hombres de las porras pasando por todos y cada uno de los partidos políticos que se precien en el mercado de la gobernación. Hoy día este banco, que no es ni más ni menos que otros pero que da la casualidad – o no – de ser el que ocupa ese lugar privilegiado en el pueblo donde vivo, entre la casa de Dios y la del politiqueo bajo, es el propietario del país, el que probablemente más favores compra y vende y más tiene que decir sobre el futuro de la gobernación – mucho más que Dios o los políticos, por supuesto.
No hay en el pueblo, que yo sepa, ningún club de sadomaso. Pero la pulsión está ahí, bien en el centro, porque el pueblo, ante tantos ejemplos del buen Padre, no duda en comportarse como él, victimizándose, echándole al gobierno la culpa de unas leyes que todos sancionamos con nuestra inercia, y buscando la primera oportunidad para criticar al vecino, al que no actúa como yo, todo esto en un tosco y antipático vaiven de sadismo campechano y masoquismos de conveniencia. La fijación de la pulsión sadomasoquista no es otra cosa que el triunfo de una sexualidad infantil apoderada del nombre del Padre. Pero una sexualidad que se hace con el nombre del Padre no es una sexualidad adulta ni una forma de empoderamiento; ella sigue siendo un significante del poder, ni siquiera el poder mismo. Por supuesto no es un logro del sujeto porque sigue siendo rehén del nombre del Padre y de hecho se regodea en él y en sus variantes.
Los bancos nos quitan porque en su día nos dieron; la policía nos pega pero nos protege; los políticos son corruptos y hacen leyes injustas, pero nos administran y se hacen cargo de nuestros problemas. Y Dios… ¡Dios castiga pero nos ama! Seguro que nos ama.