A medida que el pensamiento crítico va dando cuenta del carácter ideológico de los discursos dominantes, los que verdaderamente dominan nuestras formas de comportamiento y actuación social hasta penetrar en nuestro lenguaje, esos discursos van afinando también sus estrategias haciendo que dicha penetración sea más sutil e incluso tan placentera que una llegue a desear ser penetrada por el más violento, represor y degradante de ellos. Por eso no es sin mucha resistencia que quienes están familiarizados con ciertos significantes, llegando a ver en ellos su arma y su punto de apoyo, podrán aceptar que alguien que no les promete quimeras venga cuestionar el efecto realista y la lógica apetecible de esas tablas de salvación.
Pero la función del psicoanalista, entre otras lugares, pasa por los de la resistencia y la frustración. El psicoanalista no se proyecta como sujeto amable sino como objeto capaz de escucharlo todo. En esto no hay deshumanización, sino más bien lo contrario. Si no, ya me dirán qué tarea de civilización pudo hacer el humanismo. Así que, habiéndolo observado en varios casos, no puedo dejar de denunciar – porque de eso se trata, sin tapujos – un entramado de dulces engaños que podrían hacer creer a muchos – y lo hacen – que la vida es bella, cosa dura de rechazar por más motivos que la realidad contrastable nos dé para no pensarlo ni siquiera un momento.
Para hacer frente al ocaso del mundo que acaece con la degradación del sujeto, no identificada pero sí apoyada por la destrucción de la democracia, de los derechos a la salud y educación, y de toda base social más favorable al desarrollo de cada uno en las posibilidades que condiciona su propio deseo – para hacer frente a esa innegable negación del progreso y de un intento por vivir cierta libertad, se levanta un ejército de voces dignas de ser escuchadas. Esas voces, más dignas y más sabias que las nuestras, nos dicen cómo escucharnos a nosotros mismos, a nuestro yo interior; o ejemplifican, desde platós de televisión, artículos y videos de opinión, las opiniones que podemos tener acerca de las cosas; o que no titubean a la hora de transmitirnos qué es mejor para nosotros, y de ayudarnos supuestamente sin darnos consejos, como promete una práctica cuyo nombre, traducido al castellano, quiere decir, ni más ni menos “aconsejamiento”.
A la par de una obligada moderación del consumo, se nos impone ahora una vida más sencilla, en la que princesas corruptas y otros famosos ya no visten prendas tan caras para que sigan resultando simpáticos y cercanos y los políticos acuden con rictus austero a la tribuna para anunciar medidas que saben que solo les beneficiarán a ellos y a sus amos, pero no a quienes dicen representar. Y se nos habla también, contra toda lógica de decrecimiento económico, del crecimiento o desarrollo personal. Algunos dirán que una cosa es poseer y otra el ser, y toda una serie de argumentos tranquilizantes que no le hagan daño al consumo, que por verde y sostenible y local no deja de ser consumo; pero seguir actuando como si la propiedad, el poder y todo lo que puede hacer de relleno a la función fálica no fuera, desde el principio de los tiempos, consubstancial al problema que tenemos con nuestra finitud e insignificancia, eso es ignorancia o hipocresía intelectual.
¿Hasta qué punto no responden muchos de esos continuos procesos de crecimiento personal a la misma lógica cumulativa que pautó el capitalismo anterior? ¿Acaso no estamos sustituyendo la acumulación de objetos por un coleccionar herramientas que viene a seguir la misma estructura, solo que desplazada del tener al ser metafísico? ¿Y no es a un Yo simbólicamente más depurado y socialmente hábil pero no menos yoico que remite el empoderamiento? Porque es a ese Yo siempre más refinado y sutil – como el capitalismo – que se dirige muy precisamente el discurso de los nuevos curas, ya se les llame terapeutas, facilitadores o coach.
Muchos de los terapeutas no son una interpretación actual de la comunidad precristiana del mismo nombre pero tomaron del relato de sus prácticas ascéticas e iniciáticas y de su pobreza voluntaria el aspecto de salud, sabiduría y ecologismo que las nuevas formas de comercio espiritual tanto necesitan para aderezar su oferta. De modo semejante, los facilitadores de salud que insisten en ofrecer fórmulas cuyos principios en muchos casos no sabrían describir y prácticas imposibles de escribir de forma rigurosa tienden a reclamar el reconocimiento legal de sus prácticas para que tengan cabida en el mercado oficial de la salud, pero son incapaces, al igual que la mayoría de profesionales de dicho mercado, de consituirse en un sistema sanitario credible y legitimado por su praxis, fuera de la mano corrupta del gobierno político y de la pulsión genocida del gobierno financiero. Siguiendo en esta lógica, practicantes de coaching, gurus del desarrollo personal y demás maestros del liderazgo favorecen en todo la implementación social de una consciencia militarizada donde cada uno debe salir reforzado en su creencia de que será mejor que uno mismo y deberá ser mejor que los demás. En un solo gesto, el discurso aparentemente bien intencionado del empoderamiento patrocina el eugenismo neurótico (afán de superación) y la meritocracia o normalización de la desigualdad.
A ese utilitarismo de lo humano le sientan como un guante todas las herramientas, es decir, literalmente, todos los medios que hacen del sujeto un utensilio de interés para quienes pueden pagar por él. Dicho de otra manera, más “facilitada”: todo aquél que trabaja para otro es mano de obra esclava que depende de la capacidad de compra de su amo. Así se justifica que, ante el discurso ideológico de la crisis o la amenaza más concreta de un despido masivo (eufemísticamente llamado ERE o expediente de regulación de empleo), los asalariados sientan como un deber moral luchar por la productividad de una empresa que no es suya, que no les pertenece a ellos sino a sus amos, quienes bajo ningún concepto compartirán los beneficios de su atraco sistemático al tiempo, al deseo y a la dignidad de sus trabajadores.
Para sobrellevar este gran lapsus ético que hace que muchos luchen por lograr sus objetivos, por cobrar sus comisiones, hacen falta más discursos, y sobre todo ocupar el ámbito de lo que podría ser verdaderamente alternativo. Así que el capitalismo inventó la terapia natural. Dicho de esta manera, se me reprochará seguramente la falta de rigor o de modales, pero ¿quíen dijo que el pensamiento crítico no puede tener sus eslóganes? ¿Acaso el gancho es propiedad del creativo publicitario? El pensamiento crítico, como es aquél al que pretendo contribuir para no durmirme yo en mis laureles ni que se duerman los demás, puede y debe también adueñarse de estrategias y significantes del capitalismo para ridiculizarlo, exponer sus trampas y tocarle los huevos tanto como pueda.
El caso es que no me da la gana escuchar solamente a la gente sometida a un discurso ajeno, repitiendo los lugares comunes que se pronuncian desde el poder y sus infinitos eslabones hasta el populacho en lugar de hablar desde sus incertidumbres, sus razones de angustia y ansias de rebelión, sus fantasías menos confesadas y sus sueños más impertinentes. Como psicoanalista tengo el deber de no limitarme a escuchar qué dice el otro sino de intentar atrapar qué dice el otro cuando habla, y qué verdad del inconsciente aparece en los entresijos de su discurso, un paso antes del acto. Y tengo el deber de rescatar, desde un teorificio no necesariamente disciplinado, o quizás necesariamente indisciplinado, el morbo del poder, el odio a la propia familia, pulsiones de muerte, delirios de grandeza, prácticas sexuales de un inadvertido infantilismo y demás expresiones del sujeto – el dividido, el de que se trata – deficientemente consideradas en los otros discursos, que Lacan reunió bajo tres grandes tipos – el universitario, el histérico y el del amo – cuál de ellos el más patológico.