Hay una realidad donde los cuerpos puedan tocarse, tocar y ser tocados de otras formas, fluidas y consecuentes; donde el contacto físico es más libre y responsable. Esto supone para los cuerpos, y no solamente para las bocas, la posibilidad de hablar. Más aún: hablar sin estar atados al imperativo sexual, al sexo como referente implícito, casi siempre, de ciertos tipos de tocamiento.
Este mismo significante – tocamiento – ya nos dice mucho. Nos habla de una realidad mucho más familiar, en el doble sentido en que nos es más conocida y es también la que goza de más prestigio cuando se habla de educación, sobre todo porque se enfrenta a los grandes tabúes del incesto y la pedofilia. Para proteger a los que aún no hablan, y muchas veces incluso cuando ya hablan pero sus educadores suponen que les falta cierta madurez sexual, se regula el contacto físico, tanto de uno mismo – reprimiendo cualquier símil de masturbación o de juego con los excrementos o algunos esfínteres, por ejemplo – como con otros niños o adultos. Esta regulación, que en la práctica cultural se traduce en leyes bastante aleatorias, desconoce la edad como significante, al igual que desconoce al género como significante, e ignora o prefiere ignorar la sexualidad infantil, que Freud tuvo el mérito de reconocer científicamente desde su acercamiento analítico (un tocamiento teórico, si se desea).
Esa ignorancia o desentendimiento respecto de la sexualidad infantil es un síntoma de los tabúes que fundamentan la metafísica de la vida. Para hacer soportable el hecho de que un día nuestro cuerpo no será nada porque se vaciará de aire que le permita hablar y se detendrá en él todo movimiento, se hace un rodeo metafísico ensalzando y endiosando a la vida. A veces incluso se convoca una alteridad absoluta, un dios que contestaría a la pregunta sobre la causa, el porqué de estar nosotros en este mundo, obviando así la cuestión, pero también al que echar culpas y rendir cuentas, sacudiendo responsabilidades, y en el que delegar poderes y sobre todo impotencias, aliviando así el trauma fundamental de la castración. Pero incluso sin dios se toma el vitalismo como una religión que impone el desprestigio de la vejez, la veneración de la infancia, el matrimonio como ideal que se realiza finalmente en la reproducción y la cría de nuevos hablantes. De lo que no se da cuenta este orden de cosas es que no creamos ni criamos hablantes sino sujetos alienados – porque en ellos la subjetividad es efectivamente aplazada. Al pretender protegerlos de su sexualidad y de su muerte, se les niega el descubrimiento de su deseo.
En esa realidad en la que el tocamiento no padece una moral u otra ley ajena, sino que es un tipo de lenguaje que se permite inaugurar leyes entre sujetos dinámicos, el sexo es más bien un infinito continuo del que nacen arte singular y razón intuitiva de la misma manera que pueden nacer nuevos hablantes. En esa realidad, o quizás ya puedo decir en ese sistema de escritura, no hay miedo al malentendido sexual porque la diseminación de sentidos se resolverá en la continuidad de cada acto. Es decir: el sentido se aclara en la realización, no en la fantasía. La consistencia de los sueños vuelve caduca cualquier teología, y realizarlos aparece como prioridad. No tiene ahí cabida una hermenéutica de la sospecha; ella da lugar a la maestría de la curiosidad y la experimentación.
Se supera ahí, además, el binomio mujer/hombre, como también la noción de género. Así como la noción de raza es una idea que se quedó fijada en los colores de la piel para que unos dominaran a otros, y los nacionalismos otra idea, fijada esta vez en que el lugar donde nací o donde vivo tiene límites y eso me da derechos sobre ello, el género es el idealismo por el que se fijó el discurso en una parte del cuerpo con muchos nombres – como es propio de aquello que se complicó excesivamente – pero a la que podemos llamar sexo. Ese idealismo también tuvo como objetivo o al menos como consecuencia que quienes lo tenían más explícito, hacia fuera, dominaran quienes lo tenían más interiorizado, hacia dentro.
Sin embargo, no es menos cierto que hay un motivo por el que los manuales clásicos de anatomía humana representaban al cuerpo del macho como paradigma del cuerpo humano, obviando el cuerpo de la hembra o haciendo de éste una variante del primero; y es que, al hacerlo, canonizaban no solamente unas proporciones, una musculatura y una fisionomía de torso y rostro sino además el carácter exterior, adosado al cuerpo, de los genitales. Esto significa que esas representaciones canónicas privilegiaban la mayor visibilidad de los genitales hacia fuera frente a la integración de aquellos hacia dentro. Así se interiorizó el valor de la visibilidad, la tumescencia y la agresividad de lo que, además de visible, es erigible; de hecho, es del acto en el que el pene erecto embiste a través de un esfínter que se deriva el uso de un verbo como follar, del latín fodere, que quiere decir nada más que: hacer un agujero. Esto pone de relieve que es el cuerpo que tiene los genitales hacia dentro – habitualmente identificado con el de la mujer y con lo femenino –, es decir, no adosados al cuerpo sino integrados en él, el que nos ofrece el paradigma de la expresión no conceptual, no falogocéntrica.
Tanto si se considera el habla como la danza, que es el habla viva del cuerpo, el aire tiene que llenar las vías respiratorias para salir modulado por el aparato fonador o simplemente por la nariz o la boca tras su división, al nivel de los alveolos pulmonares, entre el oxígeno asimilable y el dióxido de carbono desechado. Sin esa interiorización del aire, que señala el carácter fundamental de la nasalidad en lo humano, no hay sonido o continuo acústico con o sin sentido, ni ningún otro movimiento, significante o no. En efecto, los sonidos del habla son unos entre varios continuos interrumpibles – es decir: finitos, mortales – que hacen del cuerpo que habla ese ser que está-para: para la muerte, dirá Heidegger.
La educación tradicional, que procede por represión más que acompañando en el descubrimiento, le impone al cuerpo del que aún no habla un corsé de por vida que consiste en conocerse y autoreferirse en femenino o masculino según como se vea una parte determinada del cuerpo a la que se dio una importancia desmesurada, luego trágica. Ese trauma cultural que se revela en las ataduras del cuerpo a la forma y función de sus genitales desde la más temprana edad a la vez que se niega la sexualidad infantil es una escritura destructiva fundamental. Esa escritura es propiamente trágica en la medida en que inaugura numerosos desequilibrios (hybris) en un sujeto al que, al igual que se le dice cómo leer y escribir – hasta el paroxismo, llegando a negar su estilo –, se hace entrega de una gramática de lo deseable que condicionará el medio social a los lazos familiares y locales, los estudios a la demanda del mercado laboral, la vida sexual a unos ideales de cuerpo y de relacionamiento. Así se crea la sociedad-museo: ver y ser visto, sin tocar.