Comentario al “Discurso de la servidumbre voluntaria” (E. de la Boétie)

Esclavo

“Cuando pienso en esa gente que halaga al tirano para aprovecharse de su tiranía y de la servidumbre del pueblo, me siento casi tan sorprendido por su maldad como compadecido por su estupidez.”

 

Para entender la dialéctica del amo y del esclavo en Hegel, que gozará de la mayor fortuna en la filosofía y en la política, de modo algo semejante al que “El príncipe” de Maquiavel o “El arte de la guerra” de Sun Tzu influyeron en la práctica de los gobernantes, es de lectura imprescindible el “Discurso de la servidumbre voluntaria”, escrito en el siglo XVI por Etienne de la Boétie a los dieciocho años. También es una valiente interpelación al pensamiento que permite replantear una y otra vez problemas absolutamente contemporáneos, tales como la violencia de género, la disolución de la democracia y del “estado de bienestar”, el racismo y demás fobias sociales, el colonialismo corporativo.

Aunque no siempre es fácil asumir que en la raíz de estos problemas hay otros que no vienen “de arriba” sino que implican los discursos más o menos públicos y las fantasías casi siempre inconfesables de cada uno, el texto de Etienne puede proporcionar un cierto espacio a partir del cual percibir que, bajo formas de dominación sexual y racial, política y financiera, también encontramos objetos indeseables porque, hasta cierto punto, nos pertenecen o, en muchos casos, somos cómplices de ellos: la sumisión al menos aparentemente voluntaria de muchas mujeres, las supuestas ventajas del trabajo asalariado, las fantasías políticas y sexuales de dominación y sumisión, la aceptación del nuevo colonialismo como forma de preservar las desigualdades globales a nivel del consumo, la naturalización de la crisis, del paro y de la precaridad laboral. El engranaje de la servidumbre parece funcionar de maravilla. Pero ¿por qué?
“resulta desgracia extrema el estar sometido a un amo, de cuya bondad nunca se puede estar seguro y que posee el poder de ser cruel siempre que así lo quiera. (…) Por el momento, querría solamente comprender cómo puede ser que tantos hombres, burgos, ciudades y naciones soporten a veces a un único tirano que no tiene más poder que el que ellos le dan, que sólo puede perjudicarles porque ellos lo aguantan, que no podría hacerles ningún mal si no prefiriesen sufrirle a contradecirle.”

El primer motivo señalado es la desigualdad entre los hombres respecto de su fuerza; “esta es la debilidad de los hombres: forzados a la obediencia, obligados a contemporizar, no siempre pueden ser los más fuertes.” Sin embargo, tampoco es el más fuerte ni el más capaz el que toma el poder:

“No un Hércules o un Sansón, sino un hombrecillo que frecuentemente es el más ruin y pusilánime de la nación, que nunca ha olido el polvo de las batallas ni apenas pisado la arena de los torneos. Un hombrecito que no sólo carece de actitudes para dirigir a los hombres, sino incluso para satisfacer a cualquier pequeña mujer.”

No obstante, a tal tirano único no es preciso combatirle ni abatirle.  Se descompondría por sí mismo, a condición de que el país no consienta en servirle. No se trata de quitarle nada, sino de no darle nada. No sería necesario que el país haga nada por sí mismo, a condición de no hacer nada en su propia contra. Son pues los pueblos los que se dejan, o, mejor dicho, se hacen maltratar, ya que para librarse de ello bastaría con que dejasen de servir. Es el pueblo quien se esclaviza y se degüella a sí mismo; quien, pudiendo escoger entre estar sometido o ser libre, rechaza la libertad  y admite el yugo; quien consiente su propio mal, o, más bien, lo busca… Si recobrar su libertad le costase algo, yo no le urgiría a ello. Aunque lo primero que debiera tener en su corazón es recuperar sus derechos naturales y, por así decirlo, dejar de ser bestia para volver a ser hombre, no espero de él tanta audacia. Admito que prefiera la seguridad de vivir miserablemente que una dudosa esperanza de vivir a su manera.”

Enseguida, el argumento de Etienne deriva hacia una cierta idealización de la libertad, en el sentido en que muestra su incomprensión (“ignoro el motivo”) respecto de qué haría a los hombres no desear su propia libertad. Pero añade:

“Parece que los hombres sólo desdeñan la libertad porque, si la deseasen, la tendrían; da la impresión de que rehusan alcanzar tan preciosa adquisición por ser demasiado fácil de conseguir.”

Aunque investiga los motivos para lo que considera un vicio tan arraigado, y los busca admitiendo un “impulso de obediencia hacia su padre y su madre” y refiriéndose más de una vez a un gran Otro, Dios.

“A decir verdad, es muy inútil preguntarse si la libertad es natural, ya que a nadie puede mantenérsele en servidumbre sin dañarle: nada hay en el mundo más contrario a la naturaleza, completamente razonable, que la injusticia.”

Luego procede a identificar tres tipos de tiranos: “Unos, reinan por elección del pueblo, otros por la fuerza de las armas, y los del tercer tipo reinan por sucesión de casta.” A estos tres tipos de tiranía corresponden tres estrategias de legitimación – la elección por el pueblo, la defensa del pueblo, y la imposición al pueblo de la sucesión como base de derecho natural. Ninguna de estas estrategias de legitimación está fundamentada por una razón legítima:

  • las reglas de una democracia están escritas por los amos del pueblo, quienes buscarñán asegurar su continuidad a toda costa, manteniendo un régimen de casta o castas en alternancia a las que llaman partidos pero que preservan cadenas ininterrumpidas de favores e incluso lazos de consanguinidad.
  • por su parte, la defenda de un pueblo se hace necesariamente a costa de la opresión de otros, lo que deviene muy claro si se observa la evolución de los territorios. A día de hoy, esa evolución a penas se percibe, puesto que la globalización consolidó la privatización de los territorios por parte de amos que no suelen reclamar su gobierno directo, sino que los someten mediante la deuda.
  • la sucesión de casta, que se reconoce fácilmente en las monarquías pero también en los oligopolios, donde el linaje puede estar vinculado a la familia o al favor, es la estrategia por la que más explícitamente se impone el poder como un derecho natural pero también es, para cualquiera que la cuestione, la que mejor exhibe que ni el poder es un derecho ni el derecho es natural. Incluso los “derechos humanos” han servido como referente reivindicativo, pero no de rebelión, justamente porque son un discurso instrumentalizado por el amo que sirve como tranquilizante y fuente de buena consciencia. Son, por decirlo de otra manera, una utopía de igualdad devorada por la ideología de la no violencia.

Un elemento que aporta Etienne de la Boétie para entender cómo se llega a aceptar pasivamente la violencia del amo – y que no hay que responder violentamente a ella – es precisamente la ignorancia, según un curioso ejemplo que no deja de recordar al mito platónico de la caverna:

“En aquellos países en los que, como atribuía Homero al país de los cimerios, el Sol se manifiesta de forma muy diferente que a nosotros, ya que en ellos tras seis meses consecutivos de claridad vienen otros seis meses de oscuridad, ¿sería de extrañar que quienes nacen durante el largo periodo nocturno y nunca han oido hablar de la claridad ni visto el día se acostumbren a las tinieblas en las que han nacido y no deseen la luz?”

  • la precarización del trabajo, que obliga los asalariados a producir no necesariamente más, pero sí durante más tiempo, dilatando su jornada laboral (tiempo de negocio) a razón inversa de su tiempo no remunerado (tiempo de ocio);
  • el control del ocio, que no es lo mismo que tiempo libre, ya que se trata de cegar, ensordecer y aturdir para evitar que uno vea más lejos, se escuche uno mismo y pueda percibir la inconsistencia e irrelevancia de sus actos:

“Esa astucia de los tiranos para embrutecer a sus súbditos no ha sido nunca más evidente que en la conducta de Ciro hacia los lidios, una vez que ya se había apoderado de su capital y cautivado a Creso, ese tan rico rey. Le llegó la noticia de que los habitantes de Sardes se habían rebelado. Pronto los redujo a la obediencia, pero no queriendo arrasar una ciudad tan bella ni verse obligado a mantener un ejército para dominarla, recurrió al admirable expediente de crear burdeles, tabernas y juegos públicos, publicando una ordenanza que obligaba a los ciudadanos a acudir a ellos. A partir de ese momento, ya no tuvo que usar la espada contra los lidios. Esos miserables se divertían inventando todo tipo de juegos, y lo hicieron tan bien que los latinos utilizaron el nombre de los lidios para formar la palabra con la que designaron lo que nosotros llamamos pasatiempos y ellos denominaron “Ludi”  a partir de una deformación de la palabra “Lydi”.”

  • la monetarización del tiempo, que elude las diferencias cualitativas entre actividades distintas, poniendo entre paréntesis el valor de la preparación que requieren, la duración de sus efectos, el desgaste que suponen. El dinero basado en tiempo, y por consiguiente los bancos de tiempo, imponen al conjunto de actividades intercambiadas y a quienes las realizan una falsa igualdad que ni respecta aquellas variables ni los distintos ritmos de cada sujeto, ni los beneficios no cuantificables, y acaba favoreciendo actividades cuya práctica resulta más accesible a la vez que repele otras de mayor especialización, motivo por el que dichos sistemas de intercambio casi nunca pueden competir con el grado de especialización, la variedad y la calidad que el capitalismo proporciona.

Y es en este punto que la imagen de los seis meses consecutivos de oscuridad, por desgracia no aplicable solamente al país de los cimerios, se vuelve muy elocuente, ya que sugiere que el apego a la servidumbre resultaría, en primer lugar, del desconocimiento de la libertad – que la educación no combate sino que apoya, al fomentar la obediencia – y, más aún, que ese apego a la oscuridad permanecería tras conocerse la luz debido a que la luz ya ha sido idealizada y, al verla, nadie se la cree. La servidumbre siempre será más creíble que la libertad, con el agravio de que, a los ojos de muchos, la libertad resulta más bella si permanece como un ideal. Para eso hay que no tenerla:

“No se siente la pérdida de aquello que nunca se ha tenido. La tristeza llega siempre después del placer, y al conocimiento de la desgracia se suma el recuerdo de alguna alegría pasada. La naturaleza del hombre es ser libre y querer ser libre, pero fácilmente se acomoda a otra condición cuando la educación le prepara para ello.

Digamos pues que si todas las cosas le parecen naturales al hombre que se ha acostumbrado a ellas, sólo perseverá en su naturaleza aquel que sólo desea las cosas simples e inalteradas. Así que la primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre. Eso mismo les ocurre a los más briosos caballos, que primero muerden el freno y después se entretienen  jugueteando con él; antes respingaban ante la silla de montar, pero ahora ellos mismos facilitan que les pongan los arneses y se pavonean orgullosos bajo la barda.”

Aquí, hay que entender a la costumbre como un discurso que siempre viene del otro, que en la boca de ese otro que me habla, padre o madre o cualquier otro educador, ya viene heredado: “La primera razón por la que los hombres sirven voluntariamente es que nacen siervos y son educados como siervos.”

Ese alienación, fundamental para la continuidad de la injusticia, se encuentra profundamente arraigada en un desconocimiento de la libertad que se percibe como intrínseco pero que, en definitiva, llega desde fuera, desde el otro que gana, que se beneficia de mi servidumbre. El poder siempre tiene una causa; por eso es peligroso preguntar por las causas. Cuando un niño pregunta “¿por qué?” hay un discurso que tiembla. Un discurso de poder nunca es natural, siempre lo produce un sujeto que, gracias a un discurso creíble, produce su posición de amo. Y basta con suponer que es amo para acceder al camino de la mansedumbre. Él siempre dirá lo que tengo que hacer, y eso parece ser mejor, aunque sea malo para mi, que tener que preguntarme yo qué quiero hacer y si debo obedecer a alguien que no sea yo mismo. Pero el precio sería abandonar los juegos de la niñez: “los pueblos embrutecidos, que encontraban bellos todos los pasatiempos, entretenidos en un vano placer que les deslumbraba, se acostumbraban  a servir con aún mayor torpeza que esos niños que sólo aprenden a leer con brillantes imágenes.”

Hacia el final de su discurso, Etienne de la Boétie señala hasta qué punto la alienación del sujeto en su servidumbre puede resultar enigmática: “Hasta los mismos tiranos se extrañaban de que los hombres soportasen que otro les maltratase, por lo que con gusto se cubrían con el manto de la religión y se disfrazaban con los oropeles de la divinidad para garantizar su malvada vida.” Efectivamente, una vez lograda la función de dominación por un significante (un solo hombre: un solo nombre), el tirano puede cubrirse con cualquier manto o máscara, incluso hacerse invisible, como Alberich en El Oro del Rin, o los reyes de Asiria, el ejemplo que da Etienne:

“Los reyes de Asiria, y más tarde los reyes medos, aparecían en público lo más raramente posible, para que el pueblo supusiese que tenían algo de sobrehumano y para dejar soñar a aquellos que fantasean sobre aquello que no pueden ver. Así, muchas naciones que estuvieron largo tiempo sometidas al imperio de estos misterios reyes se acostumbraron a servirles, y lo hacían aún más voluntariamente por ignorar quien era su amo o incluso por desconocer si tenían amo. De modo que vivían atemorizados por un ser al que nunca habían visto.”

Sin embargo, la invisibilidad no parece ser un aspecto menor de la posición del amo, probablemente porque el valor de icono, como advierte el debate teológico sobre las imágenes de Dios – el Señor, justamente –, crea un fuerte dispositivo devocional. La disposición a la devoción resulta indisociable de la disposición al sometimiento a la voluntad del Otro, reconocido no como soporte de mi deseo a través de una práctica de lenguaje (esa es la función del psicoanalista, que se activa por la transferencia) sino como referente de mi subjetividad, una subjetividad reducida a objeto de su demanda.

La finalidad – y esto es muy gráfico en el BDSM – no es poder hablar, sino poder dejar que otro hable, más concretamente que otro hable por mí, y me diga qué soy para él. Mientras soy objeto de su demanda, existo. Por supuesto, esto no vale solo para la escena del sadomasoquismo erotizado, sino que éste es una “mise en abyme” de la arquitectura de dominación en torno a la que se estructura todo el edificio social de poder y reproducción bajo vigilancia:

“Siempre ha sido así: cinco o seis hombres a los que el tirano escucha, llegados hasta él por su propia voluntad o porque él los ha llamado, para ser los cómplices de sus crueldades, los compañeros de sus placeres, los rufianes de sus voluptuosidades y los beneficiarios de sus rapiñas.

Esa media docena de hombres moldean tan bien a su jefe que la maldad de éste hacia la sociedad ya no es sólo la suya propia, sino también la de los suyos. Esos seis hombres tienen debajo a seiscientos, a los que corrompen al igual que corrompieron al tirano. Y de esos seiscientos dependen seis mil, a los que promueven, otorgándoles el gobierno de las provincias o el manejo de los dineros para tenerles atrapados por su codicia o su crueldad, de manera que las ejerzan por delegación y hagan tanto mal que no puedan quedar en la sombra y que sólo gracias a su protección puedan escapar a las leyes y al castigo.

Grande es también el número de los que siguen a éstos.  Quien quiera devanar el ovillo verá que no son seis mil, sino cien mil o incluso millones, quienes sostienen al tirano por medio de esta ininterrumpida cadena que les ata y liga a él, como Horacio pone en boca de Jupíter, que se jacta de que, tirando de una cadena semejante, arrastraría todos los dioses. (…) En resumen, los beneficios y favores recibidos del tirano hacen que se llegue a un punto en el que hay casi tantas personas a las que la tiranía beneficia como personas a las que placería la libertad.”

Los cómplices del amo son, para Etienne, los elementos replicantes que dan continuidad y consistencia a la cadena, no tanto al discurso sino a las ataduras que él creó. Quizás no sea difícil ver en esa cadena la realización social de la cadena subyacente, la cadena significante, cuando ella es producida en medio del aturdimiento propio de una sociedade que no se detiene a pensar. Así lo recuerda Lacan en una sesión de su seminario de la “Lógica del fantasma” (18 enero 1967), refieriéndose al “estatuto del “yo” tal como reina –y esto sin réplica– en la mayor parte de nuestros contemporáneos y que se articula por un “yo no pienso”, no solamente orgulloso ¡sino incluso glorioso de esta afirmación!”

Es aquí donde aparece, finalmente e inequívoca, el lazo entre la renuncia de la propia subjetividad y la muerte. El cómplice, un esclavo que profundiza en su servidumbre al tener que renegar continuamente de su deseo, es un hombre que no debe esperar su muerte. Él murió hace tiempo, murió justamente junto a la pregunta por la causa. En él no hay “¿por qué?” sino un “¿cómo?” – ¿Cómo satisfacer al amo? ¿Cómo seguir siendo preciado por él? Todo lo que es depende de la demanda del Otro y su condición de esclavo está perfectamente simbolizada por el precio que su amo ya pagó por él: el precio de una promesa, como conviene a la violencia de todo dios.

“Pues, a decir verdad, aproximarse al tirano es alejarse de su propia libertad y abrazar y saludar aparatosamente a su propia servidumbre. Si dejasen de lado durante un momento su ambición, si se distanciasen algo de su codicia, y después se mirasen y se tomasen en consideración, verían claramente que esos aldeanos, esos campesinos que ellos pisotean y a los que tratan como a forzados o esclavos, son, pese a estar tan maltratados, más felices que ellos y, de alguna forma, más libres. El labrador y el artesano, por avasallados que estén, pasan desapercibidos si obedecen; pero el tirano ve como aquellos que le rodean mendigan su favor. No basta con que cumplan sus órdenes, sino que también se requiere que piensen lo que él quiere que piensen y, con frecuencia, que, para satisfacerle, prevean sus deseos. No basta con obedecerle, hay que complacerle. Deben romperse, atormentarse, matarse en aras de sus intereses, y, dado que sólo deben encontrar placer en el placer de él, deben sacrificar sus gustos ante los suyos, forzar su temperamento y despojarse de su naturaleza. Deben estar atentos a sus palabras, a su voz, a su mirada, a sus gestos, mientras que sus propios ojos, pies y manos deben estar continuamente dedicados a indagar los deseos y adivinar los pensamientos del tirano. ¿Es eso vivir feliz?”

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