La razón por la que en última instancia hay que poner cada cosa en su sitio, o mejor, reconocer que cada cosa tiene el suyo, es que cuando ponemos varias cosas en uno casi nunca podemos preservar su sentido ni sus propiedades ni, si son sujetos, su singularidad y su voluntad. Parece elemental, pero no lo es.
Casi todos los rasgos de identidad nos vienen dados de antemano y se espera que nosotros adhieramos tan naturalmente a ellos que, en definitiva, no parezcan significantes – cuyo significado puede cambiar y, más importante, que nosotros podemos cambiar – sino signos de la diversidad o biodiversidad de lo humano. Este discurso naturalista, llamémosle de la diversidad, suena bien porque si por un lado reconoce una variedad de identidades, por otro hace olvidar el carácter artificial, es decir, construido de los sentidos que tienen las cosas y sobre todo los sujetos. Esto significa que los sitios donde nos ubicamos no son naturales ni casuales sino discursivos. En consecuencia, los discursos reconfortantes del reconocimiento de la diversidad, la mediación de conflictos o la democracia participativa son, en la práctica, discursos naturalistas ya que su principal efecto es blindar un mundo de significados supuestamente estables frente al acoso del inconsciente, donde el significante es materia viva, sometida al deseo más que a las leyes.
Y el inconsciente no está para bromas. Sino, fijarse en los medios, en las redes sociales: ¿qué noticia no lleva la firma discreta pero indeleble de un síntoma? No es que el mundo vaya mal; es que nuestros oídos no van. La mayoría de nosotros más fácilmente prestamos oídos a un policía, ya sea un militar pagado con dinero que el Estado nos quita o cualquiera que nos dice qué tenemos que hacer, antes que a un sueño. Evidentemente, es mucho más fácil obedecer a una orden que al grito enigmático de un fantasma, y más fácil entender a una voz autoritaria que a un sujeto cuya posición tan solo plantea, sin invadir el espacio de la mía. Alguien que no me dice qué respuesta tengo que dar es alguien que me recuerda que mi posición es igualmente inconfundible e inalienable. Así se apresuran los líderes nacionales independentistas a hablar de república, para conservar las estructuras de representación, que uniformizan voluntades, reprimen deseos y olvidan necesidades: solo se puede representar la voluntad de un pueblo exterminándolo.
No es ninguna casualidad que el refuerzo de los nacionalismos coincida con el incremento de la vigilancia y de la persecución de todo lo que, justamente, es sintomático de que el orden impuesto ni funciona ni es legítimo. En Barcelona, la policía autonómica mata a un empresario gay, se persigue a las prostitutas que trabajan en la calle y el ayuntamiento utiliza dinero de los contribuyentes en campañas bien intencionadas a favor de la separación de residuos y en contra de la venta de copias de películas. En España, contra cuya identidad supuestamente se construye la de una Cataluña que jamás será independiente (del poder financiero), se legisla contra el poder local, sobre todo los ayuntamientos de menos de veinte mil habitantes, contra el derecho a la libre asociación y manifestación, contra libertades básicas como la de no tener un hijo, consumir drogas que no reportan beneficios directos al Estado, ir desnudo por la calle u ofrecerse para sexo a cambio de dinero.
La represión es una y la misma, aunque se presenta bajo significantes distintos. La redada a los bares de ambiente del barrio del Raval ofrecen el contexto inequívoco para entender que los Mossos no matan a Benítez sino porque es empresario y maricón, y aunque tiene un par de tiendas en el barrio de Barcelona donde el ayuntamiento te da permiso para ser gay (gracias, gracias), vive en ese barrio céntrico a la vez que marginal, donde convive con inmigrantes de países supuestamente más homófobos y menos civilizados. La guerra de los significantes continúa con las putas, que pueden serlo en clubs frecuentados por la clase alta pero no en la calle, transformada en espacio comercial donde los turistas vienen a verse unos a otros y los autóctonos deben comportarse como turistas, trabajando para comprar lo que el Estado no permite que sea gratuito o al menos asequible y reciclando para hacerle el trabajo a empresas privadas de tratamiento de residuos. La persecución sigue aún hacia los inmigrantes que recogen chatarra o venden copias baratas de películas porque verdaderamente no son reconocidos como sujetos ni por las dictaduras de las que huyeron, que prefieren invertir en armas y patrocinar clubs de fútbol, ni por ésta donde se han refugiado, que atorga identificación y protección a nuestras mascotas antes que a esos hombres y mujeres, que acaban efectivamente en manos del crimen organizado o encerrados en campos de concentración (CIE) como el de la Zona Franca de Barcelona.
Se trata de complacer al amo sin ser esclavo ni puta ni maricón. En una democracia no hay esclavos, por lo que hay que construir en quienes obedecen la voluntad de construir algo – llamémosle “país”. Y como decía la campaña patrocinada por el gran empresariado español y catalán, donde seguramente hay hombres que tienen sexo con otros hombres, pero no maricones: “esto lo arreglamos entre todos”, donde “todos” significa “todos los que están a nuestras órdenes” incluso si los culpables de la crisis son los mismos que evidentemente pagaron esa campaña de inculpación y sometimiento. Tampoco hay putas en un país que no tendrá derecho a su pequeño símil del Vaticano pero que volvió a prohibir el aborto y sigue invirtiendo en la luz de la sana doctrina antes que en el oscurantismo de la enseñanza pública; solo hay personas que, tanto si lo quieren como si no, están ahí para ayudar a cumplir con la sagrada tarea que el matrimonio no siempre satisface pero que el dinero puede pagar. Por ello vale la pena perseguir a las mujeres que se prostituyen voluntariamente, y obviar a los hombres que lo hacen, porque unos y otros suponen contradicciones insalvables para esta lógica de dominación y regulación del deseo. La gente que hace lo que quiere no hace lo que quiere el gobierno.
La legislación persecutoria es una estrategia puramente semiótica: su objetivo es, como señalaba Foucault, “vigilar y punir” realidades que vuelven problemático cualquier intento de uniformización y totalización para, de ese modo, limitar las posibilidades a aquellas que puedan beneficiar a los amos sin cuestionar su legitimidad, lo cual conlleva que no aparezcan siquiera a uestros ojos como amos, sino como representantes legitimados democráticamente de forma directa o indirecta. La exhibición pública de lo privado, empujada por el éxito de las redes sociales, sumada a la privatización de lo público, encuentra su desarrollo lógico en la colonización del espacio público, dominado por un dispositivo policial explícito (fuerzas militarizadas de vigilancia y represión) e implícito (DNI, tarjetas de crédito, bases de datos, videovigilancia, RFID, reconocimiento de voz, cookies, etcétera). No es 1984, es 2025. En 2025 cada cosa tiene su sitio: el que debe ocupar y no otro, y cualquier otra opción levanta sospechas. Entonces nos queda la opción de movernos sin dar tiempo ni lugar a levantar sospechas.