Μή μου ἅπτου: “deja que me vaya”, le dice el otro a María Magdalena en el evangelio de Juan. El “hijo del hombre”, como a sí mismo se refería, reaparece, en esos relatos canonizados por la tradición eclesiástica, tras su muerte. Lo reconoce la mujer que habría dejado la prostitución para entregarse a su nuevo amor, esa mujer identificada con la María que le ve entonces, al tercer día de su ejecución. Se trató, según los evangelios, de una sumaria condena a muerte con el beneplácito de los poderes políticos, religiosos y una mayoría democrática que, debidamente manipulada, se manifestó por la muerte que podía significar mayor ultraje y vilipendio: la crucifixión. Si ese hombre reapareció carnalmente o no después de su muerte y sepultura, no es la cuestión. La cuestión es que se dice que reaparece con un tipo de cuerpo que no debe ser tocado, según el imperativo que la Vulgata (versión latina de la biblia) traduce como “Noli me tangere”: “no me toques”, también traducido como “deja que me vaya”. Ese “no deber” – no debe tocarse – convertido en imperativo – el mandato “no me toques” – es el núcleo de la cuestión, creo.
Si hay un solo hombre intocable, su condición depende de una ley. Solo una ley escrita por él y obedecida por los demás puede preservarlo de la mano del otro. Y el otro solo puede levantar su mano hacia él, y más concretamente contra él, si desobedece la ley que el otro escribió, o que él hizo que se escribiera. Hablo de “un solo hombre” por razones que no desarrollaré ahora, pero me parece evidente que la mujer ha sido tradicionalmente mucho menos intocable precisamente por haber estado casi siempre excluida de la escritura y por ello del alfabetismo, de la escritura de las leyes, del voto y del poder. La mujer es más bien la que se puede y debe tocar, aunque no quiera ser tocada por según quién. La mujer, la que debe dejarse tocar ya sea para hacer hijos o para darle placer al hombre, representa, en ese sentido, a los desposeídos, a los sin voz, sin palabra, sin goce, sin poder.
Pero no sin ley: de hecho, la ley está escrita para los sumisos. Ellos deben vivir sometidos al dictamen de los poderosos y al servicio de su goce, y sobre todo no deben tocar a los poderosos ni a lo que es suyo.
Vemos la absoluta actualidad del “noli me tangere” en la propuesta de Ley de Seguridad Ciudadana del gobierno de Mariano Rajoy, elegido por una multitud que, prefiero creerlo, es fácilmente manipulable porque es políticamente analfabeta. Ineptos para la escritura, son incapaces de leer su propio deseo y solo oyen lo ajeno. Ser obediente es eso mismo: oír, oír y callar, seguir al otro sin cuestionar.
España no es un país de mierda: es un paraíso legal.
La prueba es que el partido del poder, el que sirve a su vez a los amos superiores, respaldados por caciques como Aznar, mediador de la OPA de la estadounidense AT&T sobre la española Telefónica, y otros grandes beneficiarios de la llamada “puerta giratoria”, ese partido llamado “Popular” porque su poder le viene de la división de la sociedad en clases, a la que perpetúa, siendo la mayoría popular la que les afianza en la corrupción y la violencia, ese partido decide proponer una ley llamada Ley de Seguridad Ciudadana. Ya en su nombre encontramos el mismo efecto especular o de imagen invertida que se aprecia en “Partido Popular”, partido que no gobierna para el pueblo sino gracias al pueblo que sigue dispuesto a serlo. Esto ofrece un indicador estilístico de que no que se trata de la seguridad de los ciudadanos sino, una vez más, de la de aquellos por quienes y para quienes ella tiene que ser escrita y obedecida.
Se trata de asegurar la ilegitimidad de la ley desde otra ley más, suplementaria, que hace un efecto de doblete, que duplica y hace de entretela. Tras una reescritura autoritaria de la Constitución para satisfacer solamente las demandas de los deudócratas – no se hizo ninguna consulta popular, justamente –, esta propuesta ya no tiene para nosotros nada de sorprendente pero sí de muy consecuente para quienes la proponen: consecuente porque viene a consecuencia de esa Constitución ilegal y autoritaria a modo de nueva réplica a las voces que se levantan, cada vez menos calladas y más en la calle, desde lo que ellos llaman pueblo.
El caso es que ese pueblo es una realidad demasiado compleja para que el gobierno o las corporaciones puedan entenderla, una realidad que desborda sondeos y estudios de mercado, compuesta por multitud de singularidades que no caben en perfiles de usuario ni en informes policiales, algunas mucho más capaces de reflexión y de acción que los torpes y dañinos funcionarios del Partido Popular: torpes porque ni siquiera ante los Grandes Inquisidores (troika y alta finanza) dejan de hacer el ridículo; dañinos porque para resolver un problema crean al menos uno más. Así no solo destruyen a la educación y a la sanidad públicas para apoyar a instancias privadas de dudoso interés tales como las escuelas confesionales, que suponen un enorme retroceso social y científico, y el desarrollo de semillas estériles, cuya producción es claramente insostenible en cuanto a recursos hídricos y a la supervivencia de las poblaciones, sobre todo las que dependen de la actividad agrícola.
En consecuencia, mientras los indignados, las mareas de colores y demás movimientos ciudadanos se manifiestan pacíficamente, partidos de gobierno como el PP en España o CiU en Cataluña apuestan por seguir militarizando a las fuerzas de seguridad, se reafirman en vacíos legales donde la indefinición es de su conveniencia, y escriben nuevas leyes que dejen claro quién manda, siempre con el beneplácito del pueblo, ese pueblo que cree serlo y que por ello les da su voto. Voto de obediencia, sin duda, pero sobre todo de pobreza, porque legislatura tras legislatura hemos logrado entre todos hundir a la economía, a la democracia, a los derechos sociales. Es decir: hemos permitido que se nos quitara aquello que a otros les costó en su día una lucha casi constante, y a menudo la muerte.
La llamada Ley de Seguridad Ciudadana es un avance más del principio que rige las ordenanzas municipales, un paso más hacia la regulación del espacio público. Pero ¿a qué corresponde el espacio público cuando todo lo público se privatiza, e incluso nuestra privacidad se vuelve propiedad privada a través de los dispositivos en red? Si la deuda nos hace cautivos de una barbarie política, y si nuestras vidas son tratadas como una hipoteca cuya letra pequeña los usureros cambian a su antojo, la privacidad – entendida como espacio sin intromisión ni vigilancia en el que efectivamente podemos hablar y hacer según nuestra ley autónoma – está siendo invadida por una gente que sabe lo que hace y que por ello no tiene perdón.
Las redes sociales y todos los objetos y formas de supuesta comunicación no hacen más que enredarnos en una trama que facilita enormemente cualquier redada arbitraria. A la par de la deuda, la información es otro instrumento de dominación. Ni uno ni otro son nuevos porque las dictaduras del siglo XX nos acostumbraron – o a nuestros padres y abuelos – a vivir bajo la represión, el silencio obligado, la contención del gasto público y una miseria cultural y económica eufemísticamente llamada “austeridad”. Lo que sí es nuevo es el juego de ambigüedades que sostienen el bipartidismo, ya no como la alternancia de dos magnitudes que representarían a una sociedad dividida entre un centro-izquierda y un centro-derecha sino como una ficción de antagonismos que esconden un mismo interés de gobernar para el capital con todas las “oportunidades” que supone ese crucial intercambio de favores. ¿Dónde, sino en los gobiernos, encuentra el capital sus mejores becarios?
Queda otra pregunta que hacer todavía. ¿Por qué esa ficción de antagonismos y no una forma dictatorial simplificada, basada en un títere, un caudillo? Por un lado, los gobernantes ya son títeres, y si comparamos el estilo de un Rajoy o un W Bush con el de un Mujica o un Chávez nos damos cuenta de que la derecha prefiere a los títeres. Por otro lado, no olvidemos a los líderes dinásticos, como Aznar y su esposa, alcaldesa de Madrid por gracia de dios que no por elección, o los Bush, aunque el hijo fuese rotundamente patoso; ni dejemos de tener en cuenta a los de “tercera vía”, ese plan de liberalización del centro izquierda orquestado por Anthony Giddens y orientado a la eliminación del proyecto socialista, que produjo ilusiones catastróficas de “cambio” con Blair y Obama y, en cierta medida, con Bachelet, Rousseff y la Kirchner. ¿Qué tienen estos líderes en común? De una forma u otra son intocables, ya no cuidan solamente su imagen sino además su aura, un aura de inaccesibilidad escudada por militares ataviados o no como tal.
La Ley de Seguridad Ciudadana es la suma de amenazas que le faltaba a un gobierno ejecutor como el de España, que se limita a ingeniárselas para obedecer a los imperativos de la deudocracia. Es una ley arbitraria como lo fue la “enmienda” a una Constitución deficitaria de por sí. Persigue a todo tipo de manifestación que pueda suponer un peligro para la intocabilidad de quienes escriben esas mismas leyes. Privatiza definitivamente al espacio público al denegar el derecho de libre asociación. Protege a la violencia policial y por consiguiente la promueve. Persigue a la justicia popular pacífica al condenar el escrache. Cuida su imagen de moralidad al estigmatizar y condenar al proletariado sexual (pero mantiene los servicios mínimos necesarios a la satisfacción sexual de la clase alta). Esa moralidad no es más que una burda interpretación del mandato del enigmático hortelano a la mujer que antes se prostituía: “No me toques”. La diferencia es que él quería irse. Los intocables de ahora no se van ni con agua hirviendo.