180. Me llevaron en un tren. Me llevaban a una consulta con el otorrino porque llevaba semanas quejándome de los oídos, y el domingo no había podido soportar los cánticos en la iglesia. Mi madre había estado toda la tarde de domingo intentando convencer a mi padre para que me viera un médico, que los médicos sabrían qué hacer, que ellos instrumentos apropiados y podían hacer exámenes con máquinas muy completas. Así estuvo toda la tarde de domingo. Cabe decir que los domingos no había que hacer nada porque era el día del Señor, cosa que me resultaba extraña porque una vez en la catequesis nos habían dicho que todos los días son días del Señor, y luego un cura que siempre llevaba una cuerda con puntas de metal oculta bajo la sotana decía que el trabajo gusta a Dios. Ahora bien, si los días del Señor eran todos y no había que trabajar, nadie trabajaría nunca y eso me resultaba extraño porque todo, desde hacer pan hasta ser profesor, al igual que hacer exámenes con máquinas y coser calcetines, era trabajo. O entonces puede que fuera verdad que todos deberíamos ser como los hermanitos monjes que visitaban el camping en verano con el nuevo testamento en la mano. Pero lo suyo no era trabajo, sino alabar a Dios. Todo esto me confundía.
181. Luego despertaba de mi ensoñación cuando mi madre volvía a hablar de los médicos y los exámenes. Me imaginé una máquina blanca y grandiosa que me cogía por los sobacos, causándome gran dolor. Ese dolor tan expremo que me causaba parecía sin embargo el único capaz de apaciguar mis miedos, el desconsuelo de mi soledad, mi negación a aceptar que un día mis semanas estarían repartidas entre el día del Señor y los días de trabajar, y no precisamente por el trabajo o la alabanza sino por esa religiosa separación entre cosas – goce y oficio – que yo tenía el presentimiento y el deseo de que fueran inseparables. Es evidente que lo único que el otorrino pudo encontrar fue lo que consideró el excesivo silencio de un niño de cinco años. “Niña”, dijo mi padre. “¿Niña?”, devolvió el médico. “Me ha parecido oír niña.”, se justificó mi padre, visiblemente avergonzado por su lapsus de oído. “Quizás es usted a quién tengo que observar.”, bromeó el médico. Broma que mi padre se tomó muy en serio. “Pues sí, que me duele el oído y últimamente no oigo bien.” “Pues pídale un volante a su médico de cabecera. En el pediátrico solo hacemos consultas externas hasta los quince años.” “Tengo al menos cuatro veces quince.” “Una lástima, señor Efrem.”
182. De camino hacia el pediátrico, sentados delante de nosotros en el tren, hablaban dos chicos, uno mayor y otro menor. El mayor estaba sentado con las piernas dibujando una A muy abierta hacia mi padre y no paraba de hablar, y el menor las llevaba juntas y, más que recogidas, encogidas hacia su silencio que escuchaba la habladuría del otro. Hablaba de marcas de tabaco y las comparaba en cuanto a precios y al diseño de los paquetes, y cómo unos impresionaban más o menos a las chicas, y de la relación precio capacidad de causar impresión. Pero en un momento determinado de las elucubraciones sobre esa razón impresionista, el menor intervino para decir, mientras sus piernas se abrían repentinamente como cuando el médico hacía la prueba del martllazo en la rodilla, que su tía había muerto de cáncer de pulmón.
183. “Todo lo que le digas a tu niño le quedará grabado, unas veces con carbón, otras con hierro ardiente.”
184. Yo sabía que mi amor estaba contaminado por todo lo que oía decir de ella, porque mi madre no acostumbraba a hablar de lo que sentía o las cosas que le habían pasado. Su vida anterior venía entregada por breves apuntes orales de familiares o conocidos que muy de vez en cuando venían a visitarnos. No era una casa de recibir visitas. Los muebles tan antiguos, pero no clásicos, que en su día había sido modernos.
184a. Le sucede a todo lo moderno que al poco tiempo se vuelve anticuado. Esa es la dictadura de la moda: no que te la impongan sino que tú te la creas y sigas sus cambios estacionales, sus caprichos volátiles. Cosas como ésta podrían leerse en un manual de civilidad o en un catecismo de enseñanza. La doctrina católica aconsejaba sobre muchos aspectos de la vida cotidiana y hacía creer, junto a la naturaleza de los dogmas, en la implicación de lo divino en lo cotidiano.
184b. Y así podría ser, de hecho, si todos los días fueran días del Señor. Pero yo veía que solo el domingo era día del Señor y todos los demás eran días en los que el asunto – porque Dios era tratado como un asunto en las homilías y demás discursos religiosos y teológicos – quedaba en segundo plano. Sin el asunto en la boca del capellán, la doctrina se relativizaba, caíamos en los pecados veniales que, según el confesor, la eucaristía tenía el poder de borrar y convertir en gracia. El trabajo, el ocio, las conversaciones y todo lo que sucedía después de misa y hasta el domingo siguiente, tanto en el espacio público como en el privado, se desprendía de una lógica en la que Dios, al menos tal como hablaban del tema en misa, no tenía nada o muy poco qué ver.
185. Entonces todo se volvía relativo entre sí, unas cosas a otras, unas personas a otras, el chico mayor lo era porque había el otro, el menor, menor respecto al mayor, y el cáncer de pulmón de la tía del menor le impactaba al mayor por su gravedad porque su discurso le había impactado al menor por su banalidad.
185a. Tuvieron que pasar muchos años hasta que entendiera o empezara a entender la posibilidad de lo sublime en lo banal. Tuve que atravesar la creencia de que había que quedarse con lo banal para llegar a Dios. Tuve que creer en su inexistencia, luego en la inutilidad de su creencia. Tuve que creer que había algo que no era útil, sino banalmente frecuente, y que eso era el milagro. Tuve que aceptar que amar una mujer era, con toda la tragedia de sus tristes e ingenuos episodios, un signo de que otro amor existía.
FIN