Los manipuladores (III) El mago

Estatua de la Libertad, Nueva York

Estatua de la Libertad, Nueva York

Si los efectos terapéuticos de la práctica del psicoanálisis se encuentran entre sus efectos secundarios, estos no son, en caso alguno, efectos mágicos. El sujeto analista cumple una función, y su capacidad de cumplirla depende de la medida en qué esa capacidad lo sea en el sentido en que hablamos de un recipiente. ¿Quál es su capacidad? Dependiendo de qué reciba, puede recibir más o menos, de tal modo que el contenido codetermina la capacidad del continente o recipiente. No es lo mismo llenar un vaso de granos de café, o de granos de café mezclados con pelotitas de plomo, o flores de algodón, o limonada. Se trata de una alegoría ciertamente diminuta e imperfecta, cuya única finalidad, por mi parte, es aludir al hecho de que las posiciones que ocupan analista y analizante son mutuamente relativas y, además, son relativas a todas las situaciones que conforman e interfieren en el acto analítico.

El analista, pues, no puede estar en posición de demiurgo ni de medium, ni tan solo de tutor o terapeuta. Él no es un re-educador ni un nuevo padre o una nueva madre aunque transferencialmente pueda soportar esas identificaciones por parte del analizante (y debe ser capaz – precisamente – de hacerlo). Así como la suya no es una tarea educativa, tampoco es terapéutica, por motivos que ya he explicado varias veces y que he resumido bajo la premisa de que los efectos terapéuticos son secundarios en el sentido en qué, si fueran primarios, su búsqueda impondría una dirección al análisis y la forma de éste se convertiría en objeto de una demanda, algo que iría en contra del deseo del analizante, aunque no lo sepa ni quiera, conscientemente, saber nada de eso.

Esto no impide que sean esos efectos, precisamente, lo que muchos buscan primeramente en el análisis, o más bien últimamente, por referirme así a analizantes que llegan hasta mí tras intentos fallidos de terapia. Entiendo aquí terapia como una praxis apta a generar bienestar y a aportar una solución a problemas muchas veces estructurales y a síntomas que, desde el punto de vista analítico, no hay por qué eliminar, sino todo lo contrario: atender a ellos para entender algo acerca de su razón de ser y así poder decidir si acaso no serán más beneficiosos que aquello que ocultan bajo su impertinencia.

La búsqueda de soluciones impone la expectativa de una finalidad que nadie, aún menos el analista, puede garantizar. El analista es aquél que no garantiza, no promete, pero tampoco juzga ni, en cierto sentido, desea. Su deseo de analista es como su función: toma el aspecto de la capacidad para poder recibir el discurso del otro y devolvérselo de manera estructurada. Esa manera adquiere aquí un sentido fuerte: se trata de inventar, de hacer emerger aquello que estructura al otro como sujeto a partir de su discurso en el análisis, un discurso particularmente desestructurado a veces, caótico, que merodea entre fantasías, intentos de discurso “bien articulado”, acusaciones, juicios estéticos, contradicciones, insultos, confesiones, suspiros, comentarios aparentemente nimios, citas explícitas, chistes, cotilleos, llantos. Es a partir de lo que pueda contener este listado no exhaustivo que el analista da pie al descubrimiento de lo propio en el analizante. La dificultad en sostener ese descubrimiento que es la violenta invención de uno mismo como sujeto es lo que vuelve tan atractivas las idealizaciones del otro, ya se trate del terapeuta, el coach o la analista; y no faltan quienes se aprovechen de ello y, una vez acomodados al enaltecimiento yoico que les llega desde un otro casi siempre en posición vulnerable, no frenan los beneficios que les proporciona esa posición de superioridad apoyada, además, por la inferioridad del otro. Dicha desigualdad es de todos conocida, y de hecho se puede reconocer en la religión un discurso que contribuyó a naturalizarla. Pero estas posiciones no son naturales y, por otro lado, no tienen que ver con la espiritualidad sino con una puesta en suspensión de la ciencia.

Voy a referirme, pues, a esa figura que sabe capitalizar las ansiedades y faltas del otro en beneficio propio como el mago. Lo que distingue al mago no es ese conocimiento, pues hay otros manipuladores que saben cómo sacar provecho de la posición ajena, sino el modo cómo lo pone en práctica. Él reitera la demanda del otro, repite especularmente el gesto expectante de aquélla que se somete a su escrutinio, complaciente con las condiciones que el mago le imponga. El mago, que puede echar mano de títulos varios para legitimar lo que dice y lo que hace, puede también sacar su tarjeta de visita para subrayar el efecto mayestático de su nombre, ya que mediante éste se advierte otra forma de legitimación: la fama.

A diferencia de la función analista, en la que hay que tener claro que un logro con un analizante, sea eso lo que sea, no garantiza en absoluto que con otro analizante se produzca un fracaso, sea eso lo que sea, el mago necesita sumar adeptos y seguidores que corroboren la eficacia de sus artes. El mago no pinta nada sin ese valor testimonial, falseado hasta el más mínimo detalle: en efecto, nadie jamás podrá dar testimonio de algo que no entiende cómo ha sucedido, ni explicar razonablemente por qué afirma haber sucedido cuando no hubo escucha del otro, no hubo cuestionamiento de su demanda, no hubo pregunta por la causa.

La fórmula del mago es una ideología escasa de verbo; su reafirmación simbólica del imaginario al que acude el otro tiene efectos reales: terapéuticos quizás; primarios sin duda. Allá donde hay magia, lo que pasa no tiene explicación. Y a eso juegan los magos.

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