Cuando hablamos de fetichismo en sentido estricto, hay excitación sexual si y solo si tiene lugar una condición particular muy determinada. Sin ese resorte, para el analizante fetichista, no hay goce sexual propiamente hablando. Para él, decir “me gustan muchas cosas” es una forma defensiva, podríamos decir eufemística, de afirmar que “muchas cosas no me gustan” y, más concretamente, ”me gusta una sola”. Esto no quiere decir en términos absolutos que solo le guste eso, en general, sino que el recorrido que le separa del goce pasa necesariamente por un lugar determinado.
Puedo pensar que eso es así debido a unas condiciones previas de aprendizaje del recurrido que conduce al goce sexual, o a un desconocimiento de otros lugares y rutas gozosas – que no necesariamente placenteras – pero también yo, mientras pienso, voy eligiendo lugares pensables, las más de las veces inconscientemente, y esos lugares pasan por un fantasma que los recorta desde fuera, como si de un país o una gramática se tratara. Y lo es, en efecto. La asociación libre, la disposición a decir todo lo que a una se le ocurre, sin ambajes – valga la paradoja, porque a menudo es tarea del analista revelar los ambajes, precisamente –, son posibilidades que se dan en el análisis con un sentido que es el del descubrimiento o desvelamiento de la gramática singular que en qué se organiza el inconsciente del sujeto analizante y que contextualiza su vida latente hasta interferir en su yo, importunarlo y volverse inconveniente. ¿Acaso los lapsus o los actos fallidos son, al menos en su mayoría, convenientes? ¿Son los sueños fáciles de entender, en general?
No. El inconsciente se reserva una gramática singular que echa mano de las estructuras de las lenguas para afirmarse, es decir, para positivizarse, puesto que se encuentra militarmente negado por el yo. Quizás por ello las lenguas minoritarias puedan contribuir a sostener fuertes afectos de pertenencia: porque su continuidad en un medio lingüístico dominado por otra lengua facilita la identificación de sus hablantes con la persistencia de esa diferencia que ellos significan al hablarla; pero una vez más es la gramática particular de una lengua la que se expresa a través de la singularidad de sus hablantes, y cualquier aprovechamiento político de la diferencia para hablar en nombre de los demás hablantes es un gesto ideológico que nada tiene que ver con la vida gramatical del inconsciente, sino con un fetichismo del poder.
Esto me hace plantear, por un lado, que el fetichismo es un desconocimiento que se manifiesta de forma estable y muy conservadora como conocimiento especializado de algo concreto que es el lugar conocido de goce o de su habilitación. Por otro, esto me permite sugerir que también el yo tiene, como función de desconocimiento, su significante fetiche, un nombre que responde a una elección de objeto muy privilegiada, capaz de soportar la pesada y eficiente herencia del nombre del Padre. ¿Y qué significante más apto a soportar el nombre del Padre que uno que lo es y no lo es? Me refiero al nombre de pila, al que llamaré por un nombre más laico: el nombre del hijo.
El nombre del padre provee el fundamento de la neurosis al remitir, desde su referencia a la autoridad del Padre (progenitor, educadora, etc), a la castración. Por su parte, el nombre del hijo, por ser desde el primer momento el nombre por el que otro me llama ofrece un pretexto para una elección histérica o fetichista. En efecto, no pocas veces es uno de los progenitores quién elige el nombre del hijo, por lo que, en cierto modo, es el Nombre del Padre el que lo informa.
Una relación fetichista con el nombre propio puede presentar un ámbito de intelección y desarrollo del narcisismo. Hablo, por un lado, de intelección como operación deductiva que, de forma inevitable, interfiere en la escucha por parte del analista pero también organiza y vuelve inteligible, necesariamente, el discurso del analizante. Por otro lado, hablo de desarrollo del narcisismo, desarrollo que puede perfectamente hallar soporte en la función de analista y por el que se abre una vía de efectos terapéuticos en pacientes que acusan una baja autoestima, por estas mismas u otras palabras. Sin embargo insisto, y creo que nunca habré insistido demasiado, en que los efectos terapéuticos en psicoanálisis son efectos secundarios.
En cuanto “el hijo” tengo un nombre que viene de otro; es cuando elijo que adquiero, si quiero, el nombre o los nombres que me serán propios en la medida en que yo desee representarlos y realizarlos. Considerando las dos operaciones de subjetivación descritas por Lacan, el nombre del hijo es un significante del sujeto alienado. Hay que llevar a cabo la alienación, en la que el yo se ve interferido (esto es: herido en su centro) por la emergencia de un sujeto consciente de su carácter dividido, para luego poder elaborar la separación, en la que dicha consciencia es simbolizada por una apropiación subjetiva del yo como deíctico: el sujeto se separa del yo paranoico, disociado de su división fundamental, para hablar desde un yo que se reconoce como posición relativa al otro. De este modo, la separación en cuanto consciencia incorporada del fracaso de un imaginario – la comunicación o la relación sexual, por ejemplo – les permite a los sujetos separados posicionarse como igualmente diferentes y faltantes, es decir, no como semejantes o iguales, sino como hablantes capaces de compartir el malentendido, la frustración o la expectativa de la muerte.
Esta capacidad puede requerer o no la investidura de un significante como nombre propio y la correlativa desinvestidura del nombre de hijo, que es todavía un significante heredado. En cualquier caso, el nombre de pila o nombre del hijo simboliza inequívocamente a la progenie como patrimonio y es un indicio duradero de una sociedad patriarcal. Ese nombre sigue apoyado además en los apellidos, que siempre son nombre de padre, ya que incluso el apellido heredado de la madre es, salvo alguna excepción, el de su padre. No dudemos pues en seguir hablando de patriarcado: la madre y la progenie deben su existencia al nombre del padre y así será mientras uno se haga llamar por sus tres o más nombres de padre: el nombre de hijo del padre, el del padre de su madre y el del padre de su padre.
Sin embargo, incluso la relación con un nombre que no sea el del padre puede llegar a constituir un fetichismo nominal tan fuerte que un actor, por ejemplo, podría llegar a confundirse con el nombre de un personaje que representa sobre todo para quienes lo ven desde fuera, a la vez que una excesiva contaminación del personaje de la vida real por el de la ficción suele considerarse una falta de profesionalismo. Pero ¿a partir de qué momento es excesiva esa contaminación, que es más bien un potente ejemplo de la influencia de estilos a la que todos estamos sometidos? Pues el estilo, tratándose de información subjetiva, dato, cosa dada acerca del sujeto en cuestión, no deja de influenciar otras estructuras subjetivas que, por su carácter discursivo, son particularmente susceptibles a los nombres encarnados, es decir, no solo a nombres de persona sino a nombres encarnados específicamente en personajes determinados, tanto de su realidad social más inmediata como de la ficción informativa, manejada y manipulada por los publicistas.
Hay que distinguir, pues, entre la función yoica y el narcisismo. A título anecdótico, fijémonos cómo el narcisismo aparece como patología en el DSM V pero el egoísmo no. ¿Qué teme la psiquiatría oficial en el narciso? Quizás intuye que Narciso, al simbolizar una función contemplativa del yo, puede motivar una excesiva pérdida de campo de visión que es el egocentrismo, pero sin duda abre, a la vez, desde el espejismo de un otro-mismo, la gran puerta del descubrimiento de una fisura. Y esa fisura va a inaugurar un movimiento que no es otro que la separación.