Nos hemos familiarizado con el sufrimiento del otro gracias a su permanente mediatización, argumentó Susan Sontag. El caso es que esa familiaridad, lejos de significar o causar cualquier implicación, no apunta más que al carácter imaginario de un discurso cómodamente editado y del lazo que éste nos tiende, espectadores del sufrimiento ajeno – mejor dicho: alienado. Nos sentimos quizás acorralados entre la sensación de impotencia (así es, qué le vamos a hacer), la angustia de la identificación (podría pasarle a cualquiera, dios me libre) y un resto de esperanza e interpelación que el miedo y la pausa para anuncios saben neutralizar.
Por supuesto, la relación al otro es mediatizada y gobernada por toda representación y para todo sujeto y no solamente cuando lo es por los “medios” llamados así por antonomasia. Es en este sentido que me parece viable afirmar, con Lacan, que no hay comunicación o que no hay relación sexual: en el sentido en que no hay acceso directo al otro, ni tan solo al propio cuerpo, que es una de las alteridades con las que uno se las tiene que ver.
No es menos cierto que aquellos discursos que le dan visibilidad pública a la alteridad y la exhiben desde la duplicidad de una cercanía imaginaria (esa podría ser yo) y una distancia de seguridad (allí las cosas son distintas) son particularmente aptos a modificar el contexto del otro, lo que casi siempre quiere decir simplificarlo, pasar por alto su singularidad, sin duda, pero también las causas últimas de su goce. La voz del sujeto queda sistematicamente en entredicho, y cuando se le pide que hable, su discurso tiene inevitablemente lugar bajo las condiciones de un formato con su estructura de representación y sus finalidades. Estas son más que suficientes para erosionar toda problematización hasta volverla perfectamente inocua para la ideología, y entre los tipos de discurso que apoyan esa erosión al devolver un otro exótico o extrañamente familiar, me resultan particularmente interesantes los periodísticos y los publicitarios.
Atendiendo a la cada vez mayor semejanza de fondo y forma entre unos y otros, cuyos híbridos anecdóticos podemos hallar en lugares – tan poco dispares en realidad – como la prensa rosa, la propaganda política y financiera, las televentas, la publicidad institucional, el publirreportaje o el docushow. De hecho, propongo excluir de estas consideraciones a los periodistas, porque los hay dignos de ese nombre, que trabajan o trabajaron apasionadamente en ediciones o emisiones periódicas (de dónde el nombre de su función) con el afán de ser testimonios privilegiados del acaecer de la historia para poder escribirla en primera mano con la distancia que permiten la inmediatez y su propia posición de sujetos. Lo que escribo no va para ellos, no, sino para otros que ostentan la función del periodismo como si ante todo de un título se tratara, y para otros aún que acarician la falta del otro desde el mundo de la publicidad en todas sus formas capitalistas, de las más descaradas a las más enmascaradas de arte u oficio creativo.
Propongo fundir a unos y otros bajo la categoría del publicista, término que aquí se pretende suficientemente ambiguo como para dar cuenta del absoluto privilegio concedido a lo público entendido como prevaricación de lo interior, lo íntimo, lo discreto. Quiero llamar aquí publicista a quién practica o promueve de algún modo un avasallamiento social de lo que para el otro es intocable o sencillamente propio y suyo en el sentido más profundo que pueda tener la propiedad: lo que es de uno, lo que uno tiene de suyo.
Este avasallamiento no siempre se siente como tal. Las formas de humillación pública son hoy muy sofisticadas y constituyen hegemonía. Se pierde la frontera de lo ridículo y de lo patético en esta realidad representativa que Guy Debord nos describió como sociedad del espectáculo. La frontera es tan tenue, la vulnerabilidad de lo nuestro tan inmensa y el dispositivo de vigilancia tan pervasivo y capilar que, a menudo, a duras penas se distinguen exhibicionismo y voyeurismo, sadismo y humillación. Pero ¿nos impedirán el buen gusto o la moral suspender por instantes toda consideración hacia esas condiciones? Me refiero no a considerar ciertos actos, espectaculares o no, como inmorales o feos, ni tampoco a considerarlos nobles o bellos, sino a suspender realmente toda consideración e incluso observar con la mayor desconsideración posible a los sujetos que intervengan en ellos. ¿Qué queda ahí de problemático?
Dicho de otra manera: si “no hay ningún problema”, ¿qué problemas nos traen a la consulta los publicistas? Y debo añadir que no tengo ningún problema en sentir una profunda desconsideración por esos no sujetos – porque la subjetividad parece constituir un problema de tal magnitud para más de un publicista que resultaría al menos curioso considerar sujeto a un hablante que aún leyendo estas líneas – que lo tienen en consideración como objeto analizante – difícilmente se daría por aludido.
Hablo de desconsideración no sin ironía. ¿Es realmente al deseo del otro que el perverso es indiferente, o es el goce del otro lo que desconsidera? Parece que, a diferencia del perverso en sentido estricto, el publicista está muy interesado en el deseo del otro, justamente; lo que no le importa para nada es si gozará o no. La demanda implícita o explícita en su discurso es la de que el otro adhiera mediante la formalización de un acto real a un significante expedido con efectos imaginarios.
Se dijo de los anuncios de Benetton en los 90 que llevaban a cabo una estetización del dolor y del sufrimiento y que eso era de mal gusto. Pero si el dolor del otro no fuera estetizado, ¿nos fijaríamos en él? Es más, ¿habrá algún pathos que pueda ser reconocido si no es percibido y sentido de algún modo? Es más bien necesario representar el pathos para que otro pueda leerlo. La cuestión, sin embargo, la cuestión ética si se quiere, es cómo se representa ese pathos, qué significantes se ponen en juego, y la respuesta hay que buscarla en cada caso. Lo que es evidente es que el dolor y la estética están íntimamente asociados en un poderoso significante: anestesia. El estado de no sentir dolor se define primeramente como el estado de no percepción, de no sentir nada.