Hacer que el otro quiera algo, más concretamente lo mismo que uno quiere, responde a un ideal de dominación que encontramos plasmado en discursos que van de la publicidad más sutil a la venta fría más descarada, del exceso de celo de algunos padres y educadores a la perversión sexual que consiste en actuar sobre el otro bajo la creencia de que me desea o al menos quiere satisfacerme en ese momento cuando, en realidad, ella o él solo es objeto de mi deseo: la reciprocidad no existe o es un efecto de coacción. La perversión no es una excepción del deseo, sino el modo de decir que un deseo sexual realizado al extremo necesita tratar al otro como nada excepcional para que el yo pueda gozar sin tener por el otro ninguna consideración. El perverso lo dice sin necesidad de hablar. De hecho, aunque no lo sepa, necesita no hablar porque, si hablara, toparía en su división subjetiva. Dicho de otra manera: un perverso no quiere analizarse y, en ese sentido, su no-deseo extremo no está en las antípodas de la neurosis sino que simboliza el paroxismo de numerosas defensas neuróticas.
La perversión es la ignorancia del deseo del otro.
Determinar el deseo del otro, en el sentido de influir en él y controlarlo, es una pretensión sin fundamento real o, si se quiere, cuyo fundamento único es la paranoia del yo. Esto es suponer que lo que Yo piensa – lo que piensa el Yo – es verdad para el otro solo porque es verdadero para mí. Lo que es verdad para mí no es sino lo que me parece verdadero según mis creencias, cuya realidad no puede sino ser contrastada por el otro. Eso no significa, como pretenden los adeptos de la razón mayoritaria o democrática o incluso los que creen en los consensos – consenso científico, opinión pública, mayoría de razón, jurisprudencia –, que debo vulnerabilizar de forma voluntaria mi posición para asumir la del otro, motivo por el que los defensores de cierto “relativismo” lo defienden como algo relativamente absoluto y, por supuesto, absolutamente al servicio de sus intereses. Que la realidad de mis creencias no pueda sino ser contrastada por el otro significa que mi posición solo es asumible en relación con otras posiciones, y que su vulnerabilidad es intrínseca al hecho de que la ausencia de una posición externa absoluta – un Otro inamovible – hace que todos ocupemos posiciones relativas unos a otros, pero que cuanto más deseantes sean nuestras posiciones, más verdadera será la realidad donde nos movemos.
Una posición deseante se reconoce por ser dinámica y abierta, porque busca y está receptiva al otro, a la vez que se sabe incompleta y sabe que le falta algo. Para conocer eso que le falta debe saber que no hay un otro-mitad ni un Otro-garante capaz de llenar esa falta, sino un objeto metamórfico que, pese a sus variaciones, puede ser reconocido en cada momento por parte del sujeto. ¿Qué parte? La parte que puede reconocer el deseo y también enunciarlo: el inconsciente, la parte mal escuchada. El inconsciente es aquél por el que la psiquiatría no pregunta y que el psicoanálisis no necesariamente sabe escuchar. Cualquier psicoanalista que se precie puede con su labor estar también negando esa parte que es el sujeto del inconsciente. La función analista, entendida como posición deseante, no busca pues que el analizante lo aprecie; acaso prefiere que le menosprecie, en el sentido en que la posición de analista es totalmente incompatible con la perversión, y a la inversa. Un perverso ignora el deseo y muy especialmente el deseo del otro, con lo que le resulta imposible atravesar un fantasma en cuyos efectos, sin embargo, vive atrapado. Esclavo de un goce del que ni siquiera puede hablar, jamás logrará ser amo de su deseo. ¿Cómo podría sostener un análisis?
Por deleznable que parezca la posición del perverso, hay algo en su locura que permite representar ciertos peligros de cualquier análisis: que el analista intervenga en el discurso del analizante de tal modo que desplace la deseabilidad de un objeto hacia otro (por ejemplo, situándose el mismo analista como objeto de deseo del analizante) o que deje de sostener la pregunta por la causa (introduciendo sus propias respuestas o conclusiones) o que desconsidere su propio análisis, asumiendo una posición de no-analizante, como si de un “sujeto resuelto” se tratara.