La especulación vence. Vence porque sale victoriosa, desde un punto de vista puramente yoico, de la lucha de clases, del pensamiento detergente, del genocidio relativamente limpio que el último capitalismo emprendió hacia la subjetividad.
Digo “emprendió” por ser “empresa” un significante tan privilegiado por la neurosis obsesiva, aunque la realidad adyacente de lo que se emprende pueda situarse fuera de esa neurosis. Se trata de emprender por motivos individualistas o colectivistas. Unos y otros desoyen al inconsciente; se resisten a darle espacio, y más a darle oídos. O el sujeto queda presa del individuo con su ideal de independencia o, si no es depredado por la colectividad, su voz acaba disuelta por la intención de consenso que rige el ámbito asambleario.
Estar de acuerdo no es pensar lo mismo. Es situarse de forma responsable en posición de déficit para poder sostener un nuevo tipo de goce. ¿Cuán a menudo un solo paso atrás permitiría abarcar una perspectiva mucho más amplia? Si dos enfrentados pretenden, desde un mismo punto, avanzar, acaban tropezando en el otro y se anulan en esa huida hacia adelante. Aunque la capacidad especulativa o emprendedora de uno sea superior y más efectiva que la de otros, su avance se deberá al sometimiento de ellos. Se deberá y les deberá, pero esa deuda del amo hacia el esclavo quedará económicamente reprimida.
La idea de que unos deben a otros parte de esa represión, olvido o falacia. Los acreedores deben a sus deudores porque se excedieron en su celo patrimonial, erigiéndose en protectores de quienes necesitaban su capital cuando en realidad ellos sí, con su afán de usura y su pulsión depredadora, necesitaban a quienes esclavizar para asegurar su voluntad de poder, en los términos de Nietzsche o, en los de Hegel, su posición de amos en la dialéctica de la dominación.
Sin embargo, el hecho admisible pero inconfesado de que también el esclavo obtiene sus beneficios del hecho de estar sometido – o no habría asalariados ni intereses sobre la deuda ni siquiera democracia representativa – hace que el sistema capitalista parezca sostenible y libre de entropía. Esto es posible porque el aumento de la desigualdad y la alienación, consecuencias de la mayor acumulación y obsesiva reproducción de los modelos identitarios y de dominación, se encuentra debidamente representado como resultado de la crisis, es decir, como fatalidad.
¿No habrá nada mejor que la falsa democracia que hoy tenemos?
El sujeto quedó atrapado entre la dictadura del yo y la del consenso. Pero si no quedara atrapado, ¿cuál sería su empresa? La respuesta a esa pregunta es lo que el psicoanálisis intenta escuchar. Por ello no veo posible estar en posición de analista y, a la par, defender la democracia participativa o deliberativa como forma deseable de gobernación, aunque el 15M, los indignados y las mareas parezcan signos esperanzadores. Jürgen Habermas no parece tener ninguna intención de dar ese paso atrás que le permitiría ver cuán falaciosa es su propuesta de una democracia deliberativa, en la que el ciclo electoral es interrumpido por tomas de decisión no estrictamente identificadas con el sentido de voto en los partidos con voz parlamentaria.
Su obsesión por defender infraestructuras degradadas de decisión – que, bajo la apariencia asamblearia del consenso, consisten solamente en acallar una vez más la voz del sujeto – recuerda al sesgo optimista del último Fredric Jameson y a la enorme trampa de la Tercera Vía, obra del irresponsable y delictivo Anthony Giddens, quién allanó el camino a la justificación de los grandes desastres políticos a partir de los 90 del siglo XX: de las intervenciones militares de Estados Unidos, Reino Unido, España y Portugal en Iraq, luego en otros territorios donde había fuertes intereses económicos, hasta la burbuja inmobiliaria como punta visible de la hecatombe del estado social.
Y no es otro sino el principio de acumulación el que llevó a este nuevo colonialismo militar y económico, con armas de fuego pero también químicas, con la usura insidiosa de los microcréditos y el crimen de las multinacionales del hambre, con sus semillas transgénicas y estériles – literalmente mortales. Y no es en otro sino en el principio de reproducción que se inspira el capitalismo para repetir su gesto de dirección paternal – o paternalista, o patriarcal, o patrimonial, como más guste: todo apunta hacia una misma autoridad única y acaparadora.