Las dos cabezas del capitalismo, acumulación y reproducción, están pegadas por un mismo significante que es: especulación.
Especulación es uno de esos significantes que, como una mercancía globalizada, ha viajado por territorios aparentemente distantes entre sí: de la óptica a la teología, de la literatura al mercado financiero. Ha pasado de referir una visión hecha posible por la alteridad a nombrar una ceguera patrocinada por el yo.
En la óptica, la especularidad es la cualidad que tiene una superficie de devolver una imagen invertida de un cuerpo reflejado en ella. La función especular es la de reflejar inversamente o, dicho de una manera más explícita: invertir para devolver. O tal es la imagen que nos da el espejo, ya que solo podemos describir lo que se ve en él de forma invertida con referencia a aquello que en él se espeja e invierte. El espejismo, en cambio, es cuestión de desinversión: despoja de un valor para hacerse con lo devaluado y lo desvalido.
En el caso de la especulación bolsista, se trata de una visión extremadamente parcial de los valores en aprecio, que perdió hace mucho la dimensión de la falta como beneficio y persiste alienada en un ideal de Yo identificado con la tenencia superlativa: el poder ilimitado, el poder imaginario. La especulación consiste, en ese caso, en la pragmatización de un imaginario de valor a través de una caótica simbolización. Efectivamente – aunque ahí no se trate siquiera de “efectivo” – no es posible dar razón de los movimientos, a menudo irracionales, de dinero: las transacciones importantes son dictaminadas por quienes conocen, controlan y pueden modificar las reglas del juego.
Así pues, si en la óptica hablamos de especularidad como cualidad intrínseca del objeto-espejo y de reflejo como imagen devuelta, en el mercado de valores podemos hablar de especulación como efecto extrínseco del imaginario en juego.
En la teología, que en esto fue copiada por el mercado de capitales, se especula para dotar de realidad significativa unos conceptos o instancias metafísicas. Sin embargo, a diferencia del negocio del riesgo, existe en el discurso teológico una base reflexiva y un tiempo de meditación. La reflexión supone una especie de retorno ilustrado de un imaginario que encuentra ahí su razón discursiva.
El caso de la literatura es también distinto: a grandes rasgos, si hay un lenguaje reconociblemente literario – y yo soy de las que creen que sí lo hay – la función especular es, en realidad, una función representativa con posibilidades alucinatorias que ofrecen, paradójicamente, al campo de lo conocido una extensión insospechada de intuición e intervención. De ahí, quizás, el carácter enigmático de muchos textos literarios, no tanto por su hermetismo o grandilocuencia sino más bien por el efecto de sentido que pueden producir. Me refiero a un efecto de sentido como coincidencia no entre significante y significado sino precisamente entre una realidad conocida y una cadena de sonido extrañamente acertada.
La poesía, capaz de realizar al más alto nivel la sorpresa del sentido, no podía sino ser despreciada por la inteligencia capitalista. Los bien-pensantes del capital presumen de no pensar.