El inconsciente capital (IV)

Andrés Serrano, "Meningitis fatal". Serie La Morgue. 1992.

Andrés Serrano, “Meningitis fatal”. Serie La Morgue. 1992.

No una sino dos cabezas tiene el capitalismo: acumulación y reproducción. La primera es la articulación fundamental del capitalismo, la más literal, mientras la segunda sirve de fundamento a aquél mediante la ideología familiar, la que instituye unos modelos de género y de relación y destituye otros. La ideología familar se complementa a perfección con el mito de la universidad con su modelo no menos hereditario y excluyente de saber. Un mismo signo de nepotismo y ocultación une a la segregación del deseo y del saber imponiendo un régimen de falsificación con el beneplácito de la ley, con sus títulos – familiares o académicos – y sus vínculos – la deuda de sangre hacia el Padre y la de la testimonio hacia el maestro.

Se trata, para el capitalismo, de lavarse las manos de su materialismo a la vez que acapara los sentidos que éste pueda tener. Canonizar a un modelo familiar aunque se toleren otras constelaciones convivenciales o representar a la carrera universitaria como una tenencia imprescindible para hacerse uno representante de algún saber son solo dos formas privilegiadas por los discursos yoicos para lograr la asimilación socal del individuo. Ahora bien, el sujeto del inconsciente pasa de todo esto.

Y eso que el inconsciente es mucho más materialista que el capitalismo.

Propiamente hablando, el capital es una idea materializada en un discurso alienante, lleno de efectos halucinógenos, tales como la realidad de la deuda o el poder del dinero. El capitalismo es un idealismo extremadamente eficiente, pero permanece un idealismo y es, más precisamente, un idealismo de mierda. Basta con pensar que la acumulación funciona por retención, y que la familia, con su vínculo reprimido con la esclavitud (famulus), apoyada en el desprestigio de la opción o contingencia de no tener hijos, y con el apoyo proporcional a las políticas proteccionistas, a las prácticas higienistas y a casi todo discurso puritano, es por definición excrementicia. Quizá por eso el placer de cagar – y de la penetración anal, que pasa por el mismo orificio – es tan discriminado, ridiculizado, reprimido.

La construcción de significaciones morales para un acto tan bucólico y potencialmente placentero como puede ser la deposición de la mierda es solo una punta del edificio monstruoso pero rigurosamente adoctrinador y displinante al que Foucault llamó, con notable ironía, biopolítica. La expresión tuvo fortuna, quizás porque la gente no se fijó suficientemente en su carácter irónico… La biopolítica, práctica capitalista que se ocupa de disciplinar los cuerpos, no es política ni está relacionada con lo biológico. Ella va directa al corazón del sujeto, como flecha mortal lanzada por el anticupido del aislamiento. La biopolítica mina hábilmente la hipótesis polítca, la posibilidad de una polis: al uniformizar y regular los cuerpos y la expresión de sus deseos, ella silencia la singularidad, borra las diferencias y las clasifica para domesticarlas, unifica formas de pensar y escribir, impone estilos.

La creación de tendencias y la modificación de los gustos, al presentarse como oportunidades para la expresión siempre renovada del individuo, se imponen como expresiones hegemónicas del efecto genocida del capitalismo. La acumulación y la reproducción pudieron así llegar a ser deseadas en su sentido más ideal, o más falsamente materialista. Tener y repetir, entendidos tal como el capitalismo nos enseñó, se volvieron espejismos de objetos-de-deseo-en-sí. Pero solo son capaces de matar al sujeto porque se volvieron cruelmente eficaces, resistentes al fallo. Hasta cierto punto.

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