168. Como yo consideraba que era buena, creía que todas las personas lo eran.
169. Antes no contaba con quienes tardé en reconocer como personas, ya que no me habían dado motivos para verlas como tal: los bienhechores, por ejemplo. Pero en cuanto a los demás, llevé años en darme cuenta de algo que luego me pareció ser una maldad profundísima, recóndita, como la suciedad de los fogones. O eso decía mi padre. A esas personas vine a conocerlas bajo nombres muy distintos: vendedores, comerciantes, comerciales, mercaderes, anunciantes, promotores, representantes, y todo un surtido de variantes en otros idiomas, sobre todo el inglés, que no dejaban margen al escepticismo. Como con los nombres de dios, sus numerosas designaciones parecían estar hechas para hacerte creer tanto en su existencia como en su bondad – o al menos en la necesidad de creer en ellos para llenar los huecos y disfrazar los pegotes de una lógica sin amor.
169a. En el caso de dios, es de todos sabido que se invoca su nombre para cualquier cosa, por lo que se hizo una ley más para no hacerlo. Es el nombre de la prohibición o, mejor dicho, de la ley.
169b. En el caso de los vendedores, su nombre no se evoca; incluso se niega. Son los ministros del consumismo, por lo que se hacen visados y tarjetas maestras y doradas para acceder a su paraíso prometido.
169c. Un día hubo un dios, ciertamente humano, que declaró: “Todo está consumado.” Estos de ahora, ciertamente divinos, declaran: “Todo está para consumir”.
170. La frutera del mercado era viva y lúcida como los gajos de naranja abierta y las uvas moscatel, jugosos alicientes para los compradores; aquí unos niños más atrevidos que yo, allí un viejo más verde que los pepinos. Al lado de la frutera, una mujer en una parada llena de hortaliza, una máquina de cortar verdura, antigua y casi tan sucia como los fogones y, al lado, unos pasteles. Le pedí a mi madre que me comprara uno. Como yo no solía pedirle que me comprara nada, solo hizo un reparo: “No son dulces.” Para demostrar su buena voluntad, y que no me estaba mintiendo – o eso pensé – saludó a la mujer de la hortaliza y le preguntó: “¿De qué son?” “De masa.” Hacia mí: “¿Ves? No son dulces.” “Masa….”, pensé. “¡Sí! Uno” – como si pedir uno solo me permitiera quedarme en un limbo entre la satisfacción de la curiosidad y el pecado de la gula. Me lo comí con recelo, más que con ascos. No tenía sabor a nada, solo a crudo. ¿Habría que freírlo? En todo caso, no pude volver a pasar delante de la mujer de la hortaliza sin mirarla con escepticismo, como si su bondad no existiera.
171. Cuando niños, casi todos creemos, con Rousseau, en el mito del buen salvaje.
172. Un día, la olla a presión se quedó inservible. El mango de la tapa ya no permitía cerrar bien porque había una especie de botón que no cedía. Mi madre la utilizaba muy a menudo para tardar menos en cocinar las sopas, las legumbres, el cocido y las carnes baratas. Si fuera solo por el tiempo, hubiera seguido cocinando en la olla normal, pero el gas era caro y mi madre se había impuesto no superar la bombona de butano al mes. también para ahorrar gas. Entonces tuvo que ingeniárselas para arreglar la olla a presión. Miró el mango detenidamente y decidió sacar el botón, ya que no podía presionarlo completamente hacia abajo. Después de probarlo con una aguja de ganchillo, luego con la punta de una espátula y finalmente con un extraño cuchillo, pudo sacarlo y empujar la válvula que cedía a la presión del botón. La verdad es que no resultaba fácil. Por algo estaba ahí el botón. Pero resultó que la tapa, además, no cerraba bien porque la goma se estaba pudriendo. Esa tarde acompañé mi madre a comprar una nueva goma. La ferretería a la que mi padre siempre iba estaba cerrada, y como mi padre no estaba y mi madre quería comprársela cuanto antes, se fue a otra ferretería que quedaba más lejos. Mi madre no llevó la tapa de la olla pero sí la medida. Una mujer muy coqueta y exageradamente simpática le trajo a mi madre, tras un rato en el almacén hablando con un hombre más joven que ella, tres gomas que solo se distinguían por el color y, dos de ellas, por ser un poco más finas. La diferencia de precio entre éstas no era muy grande, pero sí entre éstas y la más gruesa. Mi madre, un poco turbada por la semejanza entre las gomas y por el sentimiento algo difuso de que ninguna le convencía, decidió llevarse la más gruesa esperando que le durara más. La mujer siguió hablando. Hablaba, hablaba, demostraba inusitado interés por saber mi nombre, pero mi madre, que creo que nunca dejó de amarme, me protegió de la curiosidad mórbida de esa tratante. Cuando mi madre llegó a casa e intentó colocar la goma, se dio cuenta de que la goma era, por escasos centímetros, excesivamente grande, con lo que no podía cerrar la tapa. Enseguida se dio cuenta de que la vendedora le había engañado al traerle más gomas del mismo tamaño como si se las diera a elegir; y que al final, en medio de tanta habladuría, le había dado el cambio a mi madre, pero no el recibo de la compra. Mi madre me dijo que volvería sola, que yo me quedara en casa. No tardó mucho en volver, apocada, con la misma goma en la mano, como una corona de espinas perfectamente suave y estilizada. “Solo devolvemos mediante ticket, y si va a comprar algo más.”