Un año más volvemos a recordar Stonewall Inn, pero hay quienes no nos dejen olvidar jamás la noche del 28 de junio de 1969, en que la policía irrumpió violentamente en un discreto bar de ambiente del barrio de Greenwich Village. Lo hacen con nuevos y escalofriantes crímenes de lesa humanidad.
Hay que hablar claro: la lucha por la libertad sexual no es una lucha de minorías sexuales. Es una prioridad absoluta para la mayoría que reclama sus exigencias más básicas.
El ataque a los derechos fundamentales se apoya en el desprestigio y la persecución de la diferencia sexual porque ahí está el mayor patrimonio del sujeto: el tesoro fundamental de la diferencia. Por eso el derecho a la asistencia sanitaria, a la educación o vivienda no podrán jamás ser reclamados con la misma vehemencia si los sacamos del contexto más amplio de la emergencia del sujeto.
Si la crisis es pura ideología, lo que se llama indignación o malestar es el síntoma de una consciencia renovada y despierta que ya está irrumpiendo en lo real como acto perfectamente reconocible. Sin embargo, como vemos en las mareas de color – verde para la educación, blanca para la salud… –, distintas demandas tienden a crear luchas desagregadas en las que solo se implican quienes perciben un interés más directo. Error. La noción de “minoría sexual” es prueba de ello.
Lejos de ser un hecho marginal o minoritario, la diferencia sexual es propiedad universal de cada sujeto, y cada uno lo enuncia a su manera: “soy [un hombre] hetero pero me aburren los temas de mis amigos heteros”; “no sé dónde salir porque no me identifico con los locales de ambiente”; “no me gustan las tías y cada vez me gustan menos los tíos”; “no soy tía pero tampoco tío, y no me considero trans”; “soy [mujer] marica”; “soy marino”. Cuando uno oye a un hombre blanco heterosexual de clase media alta verbalizar su deseo de no ser del montón y declarar que “no soy un heterosexual cualquiera”, es difícil no pensar que el escueto catálogo de identidades que nos han colado no es más que un pretexto para subvertirlo y ampliarlo.
Por eso es tan actual lo de “cuando las barbas de tu vecino veas cortar…” – porque la fobia a la diferencia sexual es la punta visible de una inmensa roca de castración que apunta a los orígenes del trauma cultural. La persecución que se sigue dando siglo tras siglo a quienes se encuentran a la merced del discurso del Amo, que es extremadamente semejante al del Amor – el romántico, el paulino, el amor del que hablan Denis de Rougemont, Fichte – esa persecución reclama una investigación crítica de sus causas para combatir los efectos devastadores que tiene para la subjetividad.
El punto mismo en que se quedaron muchos estudios LGBT – lo “queer”, rebajado a categoría conceptual – denota el contagio de un atavismo que llega al corazón de ese pensamiento que se esperaría crítico. Pues es desde el pensamiento, precisamente, que se empieza a combatir más eficazmente a esa perversión del sujeto que lleva inexorablemente a la persecución del otro, a su busca y captura, a su eliminación.
Una limpieza étnica en toda regla.
Porque el crimen de limpieza sexual es el primero de los crímenes de limpieza étnica, aunque las Naciones Unidas y demás ghettos de las buenas intenciones del Amo prefieran conservar a la homosexualidad como desvío hasta finales del siglo XX antes que reconocer ya como crimen a la limpieza sexual y describirla como el genocidio objetivo que es. En lugar de estudiar las causas de las fobias sociales, como son la homofobia y el racismo, basándose en la clínica del caso a caso, se respalda al infame DSM, panfleto del lobby farmacéutico y Torah de los psiquiatras.
¿Será casualidad que muchos de los crímenes recientemente cometidos y que más atención mediática han recibido fueron perpetrados en o por Rusia, país de las ortodoxias teológicas y profanas y del acallamiento sistemático del otro, ya se trate de Ucrania, Chechenia o Georgia? Parece incuestionable que un gobierno que no lucha en contra de la limpieza sexual es cómplice del odio que preside a ese pensamiento detergente que da libre curso a las acciones más complacientes con un Estado autoritario y homogeneizante, a la vez que menos compasivas e ilustradas. Así quizás se explica el delirio persecutorio que ha tomado como víctimas a movimientos feministas tales como Pussy Riot (ruso) o Femen (ucraniano) o aún, indiscriminadamente, a quienes no obedezcan al discurso oficial de género.
Pero tampoco nos dejemos engañar por los discursos que hablan de libertad. Stonewall Inn era lugar de encuentro para los más discriminados entre los sexualmente discriminados en un país orgulloso de su hospitalidad y respeto por la iniciativa individual. Quizás porque el darwinismo todavía es ahí tema de debate, encontramos en los Estados Unidos de América y en Canadá, incluso en sus universidades más prestigiosas, una llamativa insistencia en los estudios de diversidad sexual. En efecto, hablar de diversidad – término biologista donde los haya – es una manera de no hablar, o al menos no tanto, de libertad.
La diversidad, uno se la encuentra hasta en el supermercado; pero la libertad… ¿quién la conoce?