La politica de verdad (3)

James Ensor, Alimentación doctrinaria (1889). James Sidney Edouard. Baron de Ensor

James Ensor, Alimentación doctrinaria (1889)

A veces, en medio de una conversación – que puede ser entre dos personas, no más – surge un silencio. El discurso se detiene, la cadena significante se desata. Una es, de súbito, más libre de fijarse en lo que se acaba de decir, o en lo que no ha llegado a pronunciarse. Entonces se da a veces, entre miradas – más fácil si son dos; pueden ser más –, un corte en la duración del tiempo, un nudo en la garganta, un imposible de decir.

Mientras la roca viva de la castración sea tan accesible como ese inefable que ocurre así, insospechado, la institución seguirá siendo una estructura defensiva.

El yo se ampara, como en un báculo infiel pero necesario, en la alienación fundamental que le proporciona la institución. Se trata de posponer la pregunta por la causa y la responsabilidad por cualquier efecto, delegando en alguna posición – con su significante, por supuesto – que no es del sujeto ni del otro. La continuidad del poder asienta, en buena medida, en la seguridad de esos significantes a los que acudir, tanto para identificarse con ellos como para tomarlos como objeto causante inmediato. Dicho de otra manera: como escudo protector o chivo expiatorio. ¿En nombre de qué acude la gente a las instituciones? En nombre de no hablar en nombre propio.

Resulta relativamente fácil criticar algunas instituciones, pero lo que es extremadamente difícil es tener un discurso propio que conozca al discurso institucional y pueda incluso dialogar con éste pero ni se confunda con él ni esquive su desprotección esencial. Me refiero a que al sujeto nadie le protege; no hay seguros ni fianza que lo sancionen.

Estamos todos solos: solo con esta consciencia podemos hacer bien juntos.

En los más diversos campos del desconocimiento nos encontramos al oscurantismo dominante: el que trata de desoír al inconsciente. Hay que hacerlo con ahínco, eso de acallar el inconsciente, pues el inconsciente nunca duerme. En medio de un discurso pensado, incluso preparado, escrito, salta el muelle de un lapsus. Uno hace lo que no quería, y no sabe por qué. Sin saber por qué, se enferma o, si no se enferma, hay algo que deja de estar firme, ya sean los senos, la piel, el pene. Aún cuando se duerme, se sueña; y el sueño es el inconsciente hablando por los codos.

Por eso las industrias de la ignorancia pretenden no dormir. No basta con hipnotizar al sujeto; hay que diezmarlo. En general se utilizan métodos medievales, e incluso cuando la industria parece tecnológicamente avanzada, ella suele ser vieja en sus procesos, pero se aferra a ellos precisamente porque desechó lo único que puede aportar novedad, a saber: lo reprimido, la creatividad y la subversión.

Vemos cómo empresas de la ingeniería de modificación genética de especies vegetales y animales se dedican a prohibir alimentos y cultivos o a priorizar legislación a medida de sus lobbies sobre la ley vital de la biodiversidad, o a multar y perseguir a quienes intentan preservarla: Monsanto, Dow Chemicals, Dupont, BASF, Syngenta/Novartis, etc. Vemos cómo sociedades privadas de crimen financiero organizado siguen creando dinero negativo, es decir, deuda y miseria: la gran banca, que es casi toda debido a la lógica capitalista – ¿hay que recordarlo? – de compras y fusiones, incluidos, por supuesto, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo, la Reserva Federal o las agencias de rating.

A la imagen de la Iglesia Católica y otras religiones no menos conservadoras, se basan en modelos anticuados de observación, ignoran la evolución de su objeto y pretenden dominar sus mercados. Quieren hacerlo no solo por la fuerza – y a través de las formas más bastas y primitivas de esclavitud y corrupción, apelando a pulsiones básicas de humillación, engaño y destrucción del otro para sus fines – sino además eliminando las alternativas, partiendo del principio paranoico de que esas alternativas los destruirán.

“Si no creces, mueres”, sentencian desde las escuelas de negocios. Y todo un ejército de comerciales, consultores, banqueros y otros parásitos que se perciben como base funcional del sistema sirven a ese interés obsoleto. No lo hacen necesariamente por convicción, sino por inercia o supervivencia. Parecen ignorar que lo único que cosecharán es el rastro efímero de una vida irremediablemente miserable y perdida. Por qué esos modelos de negocio siguen vigentes es una pregunta fácil de contestar teniendo en cuenta el analfabetismo crítico de la mayoría crédula.

No sorprende que la democracia esté condenada a ser una dictadura del marketing político al servicio del interés financiero global. Pero vale la pena recordar por qué están efectivamente superados. La mayoría de quienes se rieron de la declaración de Ratzinger de que el limbo no existía siguen creyendo, sin embargo, que el dinero es real; o que una elección democrática tiene algún tipo de legitimidad; o que sabemos lo que comemos; o que hay banca ética; o que votar en otro partido supondrá un cambio estructural.

James Ensor, La muerte y las máscaras (1897)

James Ensor, La muerte y las máscaras (1897)

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