Aunque probablemente nunca hayan dejado de compartir el espacio terapéutico con la medicina llamada tradicional – pero que, en realidad, es relativamente reciente –, otras medicinas vienen afianzando su lugar en las últimas décadas.
Hay muchos factores en juego que van desde la desconfianza hacia la medicina tradicional, por su ineficacia y frecuente hermetismo en la relación jerárquica médico-paciente, hasta la dificultad del acceso a ella, potenciado por la destrucción de los derechos básicos de la población. El moribundo Estado de bienestar y la monolítica y excluyente universidad han producido una escasez de personal cualificado e hicieron de la profesionalización sanitaria sinónimo de poder adquisitivo y capacidad de asimilar un saber referencial previo al paciente y a toda praxis. Esto generó una situación en la que cada paciente es efectivamente un problema para el Estado y debe ser tratado como un déficit productivo indeseable. En el caso de quienes no están respaldados económicamente por una comunidad familiar u otra, o por sus propios ahorros, como sean parados de larga duración o ancianos, su condición pasa de indeseable a la de preferentemente desechable.
Así se dibuja una línea definitoria de la sociedad en la que solo se considera beneficioso integrar quienes sostengan directamente al sistema, por muy deficitario que sea en sí mismo – y no me refiero al cuento de la deuda, creada evidentemente por el sistema bancario que es el gran horno crematorio del sistema político y social. De todos modos, esa línea supone un mapeamiento de la realidad a la que no son ajenas, ni mucho menos, las prácticas terapéuticas. Las medicinas son fundamentales para la conservación del sistema podrido. Tal como indica desde hace tiempo el negocio de las enfermedades crónicas, que someten el consumidor de productos y servicios sanitarios a una forzosa fidelización, se trata de llevar la lógica de consumo a la salud misma. Así llegamos a una sociedad donde el bienestar no se define a partir del cuidado en el doble sentido de atención y ocupación – estar pendiente, no dependiente; dedicarse, no entregarse – sino que remite a un estado permanente de terapia.
Los efectos terapéuticos de algunas prácticas basadas en la intervención simbólica han logrado atraer un gran número de defensores de las terapias naturales, también llamadas alternativas o no homologadas por los escépticos, y complementarias por sus promotores. Si se trata de efectos benéficos o no, eso es algo que depende de cada uno. Sobre el idealismo subyacente a las bondades de muchos de ellos, sería ingenuo negar la importancia que tiene ahí el imaginario de la sanación. Pero sobre lo que no cabe duda es que el efecto terapéutico en sí guarda una relación directa con el hecho de que hay una intervención de un terapeuta o facilitador sobre un paciente o receptor; que lo que interviene es un saber referencial, luego conceptual, aún cuando se acude al argumento intuitivo; y que esto implica, a nivel epistemológico, una perversión que podemos suponer bien intencionada. Por otras palabras: cualquier cuidado que no tenga en consideración el saber del inconsciente es un cuidado que tiene sin cuidado al otro en cuanto sujeto.
Es por eso que el psicoanálisis no es una terapia, o por lo menos nunca en primer lugar. En el psicoanálisis, el efecto terapéutico es necesariamente, como mucho, un efecto secundario. ¿Por qué? Porque el análisis no pretende ser un remedio, sino que es una práctica de lenguaje. Tampoco es un saber transmisible en grupo, escolar o universitario, sino que puede ser despertado a través de la transferencia, si ésta se da en el acto analítico de forma significativa, consistente e inequívoca. Es mi experiencia.
Tampoco cabe duda que las prácticas que buscan un efecto terapéutico están implicando un renovado interés por el cuerpo y su mapeamiento. Se recogen y afirman distintas cartografías del cuerpo con el ayurveda, los diez cuerpos espirituales, el entramado de calibración universal, los chakras: mapas gnoseológicos que inscriben sensibilidades operativas sobre cuerpos necesariamente sobreescritos; mapas del goce utilizados como referencia casi nunca cuestionada para la intervención sobre el cuerpo, casi siempre de otro, e incluso para el dominio de ese cuerpo so pretexto terapéutico o cosmético (en el sentido más amplio).
Sin embargo, viene observándose una tendencia a la puesta en relación del sufrimiento con unas causas que vendrían pre-escritas en esos saberes de objeto – que no de sujeto. Esa puesta en relación plantea un regreso sorprendentemente oscurantista que trae consigo, de la firma más inesperada, todo el peso de una tradición persecutoria hacia quién sufre, cuya responsabilidad por su salud sería un eufemismo para no decir, sin tapujos: la culpa significativa, hiriente, de su propia enfermedad, el mal que ahora debe reparar.
La salud aparece ahí como responsabilidad exclusiva del individuo, con lo que la enfermedad resurge bajo un halo de culpabilidad o error. El síntoma desaparece como tal para quién lo trata y se vuelve causa de estigma: ¿qué hiciste tú para merecer eso?