Plano de Babel IV

Couple (Pareja) 1943

El nombre de pila no es un significante de selección natural. No hay significante natural. Nombre cedido por otros, no propio, es el tatuaje onomástico de un protocolo civil. No es aún, propiamente, una marca de la tarea de civilización, la cual solo llegará con la formación del sujeto. Se trata de eso: un tatuaje protocolario que no se escribe inmediatamente en la carne pero que, sobre ella, no dejará de tener sus efectos.

No es tampoco un protocolo religioso a la manera de circuncisión, pero también por él el trauma cultural, como una barbarie comúnmente aceptada, es delegada en un nuevo agente reproductor que es el aún-no-hablante reducido a la condición de aún-no-trabajador. La división de género inscrita en el nombre de pila, que es nombre de niño o de niña, pero no ambas cosas a la vez, queda así igualmente vinculada desde el inicio – como una maldición – a la división del trabajo.

Así pues, el debate sobre el acceso de las y los transexuales al mercado laboral, a semejanza del debate sobre el matrimonio gay y lesbiano, no hace sino poner en el escaparate de la opinión pública unas diferencias que quizás se pueden generalizar en cuanto a unas demandas comunes que pronto se vuelven fórmulas identitarias pero que, en realidad, son mucho más discretas (en el sentido en que se habla de unidades discretas al referirse la lingüística a los fonemas en una cadena de sonido). Esto significa que se reúne a sujetos, bajo el pretexto legítimo de sus demandas comunes, con los más diversos fines, ya sean denunciar situaciones injustas o vender más periódicos.

Todo eso está bien, pero también es un mal: confunde los ámbitos de la identificación del deseo con el principio yoico que comanda la asociación humana, donde se comulgan intereses no siempre tan semejantes. Basta con observar, por ejemplo, cuán más fácil es reunirse en torno a un rechazo que a una demanda propositiva; o cuántos intereses yoicos pueden llegar a interferir con las mejores intenciones de una asamblea y sus tomas de decisión “horizontales”.

Con toda certeza hay una relación entre el deseo sexual y el deseo de saber – ya lo dice el doble sentido de la “identificación” como reconocimiento y como generación de un sentimiento de identidad con un otro (en el que se juega ya un deseo). Y ciertamente esa relación encuentra continuidad, a menudo, en una praxis; pero esta misma praxis es fácilmente sometida a la demanda externa e imperiosa del mercado laboral, un ente tan ideado o imaginado como los mercados financieros. ¿Por qué ideado y no real? ¿Acaso será más real la demanda de mano de obra que la producción de necesidades? ¿Acaso no serán una y otra la cara y cruz de unas mismas pulsiones de muerte del capitalismo capaces de presentar lo más efímero y desechable como objeto de urgencia y deseo? Pensada desde esta perspectiva, la división del trabajo, apoyada por un régimen de división sexual, exhibe sin tapujos la falsedad de sus preceptos.

Efectivamente, el poder financiero divide para frustrar y liquidar, no para administrar. La evidencia de que incluso la economía dicha real es de base sexual en el sentido más arcaico del término viene, señaladamente, del hecho de que quienes controlan esa economía en cada país suelen ser un puñado de familias con sus apellidos, acuerdos y prácticas congénitas. El mundo no es gobernado por un mercado sino por nombres de padre y nombres de pila ineludiblemente reales a los que pertenecen, lo deseen o no lo deseen, muertes tan singulares cuanto inevitables. Y es que la singularidad, contrariamente a la dignidad o a los derechos humanos, es posible para cada cual en la medida en que pueda devenir sujeto.

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