Plano de Babel III

David Douglas Duncan, Los hijos de Picasso Paloma y Claude saltando a la cuerda con su padre en Villa La Californie, 1957

David Douglas Duncan, Los hijos de Picasso Paloma y Claude saltando a la cuerda con su padre en Villa La Californie, 1957

El nombre de pila está condenado a repetir la severa clasificación que empieza mucho antes del nacimiento con el sempiterno dualismo: “¿niño o niña?”. Por eso, el nombre de pila reitera sí o sí la fijación de la identificación sexual por el aparato educativo. Éste viene dado no solamente por el discurso clínico sino también por el discurso social heteronormativo, del que es parte fundamental el discurso familiar cotidiano.

Del discurso clínico ya sabemos que es un arma de doble filo, y un arma letal. Gracias a la pulsión de eugenismo y a su conservadurismo extremo – que no es sin relación con un profundo malestar ante la muerte y una renuncia del sufrimiento – médicos y demás ejecutores de un pensamiento científico lamentablemente retrógrado actúan de acuerdo a las posibilidades de la tecnología antes que a las del sujeto. Solo esa ignorancia, totalmente rehén de los intereses de la industria y de la ideología, puede explicar las decisiones unilaterales de castración de lo que vendrían a ser otras posibilidades subjetivas para aquellos neonatos que se consideran “intersexuales”.

Es admirable que nadie se haya fijado en que el significante mismo – “intersexual” – insinúa una posición entre una y otra cosa, más concretamente dos cosas que serían: el sexo masculino y el sexo femenino. ¿Niño o niña? – con el discurso clínico hegemónico seguimos exactamente en el mismo punto de obscurantismo.

En cuanto al discurso social heteronormativo, se le suele citar como un aparato que representa a la heterosexualidad como paradigma, creando un efecto de coincidencia entre los sexos, que serían dos, y las identidades de género, que evidentemente no serían más ni menos. Esto tiene varias ventajas importantes, no solo para el capitalismo, cuyo modelo reproductivo trata de justificar a nivel familiar (la progenie como mano de obra), o para las religiones y sus teologías políticas que proyectan modelos confesionales de gobierno (crecer para multiplicarse), sino para toda una industria de representación del poder que se alimenta de los vínculos de sumisión. Estos dejarían de existir si los modelos de identificación no estuvieran programados a priori, sino que los aún-no-hablantes, quienes están aprendiendo a hablar, dispusieran del espacio necesario a un descubrimiento más intuitivo del lenguaje.

Es decir: que los niños fueran más libres de inventar la relación entre los nombres y los objetos, luego entre sujetos y sus nombres posibles, y finalmente entre el lenguaje y la condición mortal. Pero esto, dirán los moralistas, es impropio para un niño. Sigan así; no habrá adultos responsables.

Pero además el discurso hetero-normativo lo es en otro sentido: el de normativizar lo hetero-, lo otro, la alteridad, a fin de maniatar la identidad haciéndola el producto improbable de dos modelos. Hablo de producto en el sentido que tiene en una multiplicación, como si se tratara de cruzar a papá y mamá para obtener una finalidad que es el resultado de ambos o del cruce de ambos (justamente, la multiplicación se marca con el signo de la cruz).

Atrapada en la histeria generalizada que es la educación moral, el producto de mamá por papá no puede ser algo más complejo que uno u otra sino que debe hacer más bien una clara elección por uno y desechar violentamente al otro – esto en el caso fortuito de que quedara algo por decidir, lo que no suele ser el caso ya que el sexo está debidamente señalizado, cual prohibición u obligación en el código de circulación, en el cuerpo acabado de nacer. Esa señalización genital sirve, como el nombre indica, para identificar el género, es decir, para imputarle una identidad pre-determinada y eliminar las posibilidades de desvío y desobediencia a la norma reproductiva. También sirve, por supuesto, para asignar un género y confundir, desde el primer día de vida, la diferencia sexual con la identidad de género y ésta con los géneros masculino y femenino que vienen ya cómodamente marcados en un lenguaje delictivamente falto de poesía y de originalidad.

La poesía es el género en libertad.

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