A sorprendente semejanza de los géneros literarios, la imposibilidad de generalizar los géneros humanos viene a señalizar justamente la universalidad de un género. Lo humano es de género diferencial; esa radical encarnación de la diferencia es lo que une y separa a lo humano.
Que el género no se pueda generalizar con la finalidad de clasificarlo en categorías a priori – hombre, mujer – muestra hasta qué punto se ha podido pervertir la categoría de lo queer y someterla al gesto ideológico de hacer de ella no más que una nueva etiqueta identificadora al uso. Así como cualquier identidad sexual es “trans” en la medida en que no abre mano de su diferencia radical, también cualquier género es “queer” si su posición no está predefinida por una ley natural o moral sino abierta a la dialéctica del deseo.
Dicho aún de otra manera: el sujeto es sexual y la consciencia es deseante.
Decir “la consciencia” implica aquí, evidentemente, no obviar el sujeto del inconsciente, sin el cual no hay verdadera consciencia, ya que ella quedaría sometida al gobierno de una alienación. El poder de esa alienación es indiscutible y se enuncia desde siempre bajo la forma de la ley. La ley, el “nom du père/non du pair” (Nombre del Padre/No del par), es lo que permite formatear, desde el bautizo, la identidad de género significada como nombre de pila.
Puede uno abnegar de su bautizo y apostatar, dirán algunos. Sí, pero el lastre de la ley moral es tan pegajoso que se adhiere a las formas cómo se renuncia a aquella misma moral. Vemos, por ejemplo, cómo la apostasía sigue siendo deudora de la forma de la excomunión, aún si se trata de una auto-excomunión. Que sea “auto” está lejos de querer decir que sea “libre”, ya que obedece al mandato inconfesable de un resentimiento hacia la ley. Perdonar al “Padre” es a veces la mejor manera de acabar con él.
Es por eso que el “nombre de pila” es eso mismo: no un nombre propio sino un apuesto con el que se marca, con todas las consecuencias de un significante, al dibujo vital de lo que será el enunciado de un sujeto aún no hablante. El nombre, por muy profano, será siempre el nombre de la pila, el nombre de un acto donde lo salvaje y lo civilizador se encuentran para marcar, como al ganado, un humano incapaz siquiera de hablar, y marcarlo con un nombre absolutamente no-propio. Es así que la producción revelatoria – o el descubrimiento poético – de la identidad de género pasa, quizás necesariamente, por una verdadera apropiación del nombre.
No se trata de huir del bautizo a la manera de una secularización, mimetizando los gestos ideológicos en nuevos rituales laicos que hacen aún más presente y duradero el legado de las religiones y los discursos de la metafísica. Se trata antes de más de comprenderlo para situarse en el lugar de su fallo. ¿Qué especie de destino o de enfermedad nos han pasado al darnos un nombre? ¿Qué habrán querido, aún inconscientemente, transmitirnos con ese marcaje? ¿En qué medida el nombre de pila no es un apellido más, disfrazado de distintivo?