Francisco I y el sexo

Francisco I, Bergoglio, Buenos Aires, 2008, fotografía, APP

Una foto tomada en 2008 muestra el entonces arzobispo de Buenos Aires en la ceremonia del lavado de pies en jueves santo con una comunidad de ex-usuarios de drogas

Cuando se elije a un jefe de Estado pero ni es democrática la decisión ni se da el mediático crescendo previo a la votación – porque entonces no hace falta influenciar a un gran electorado –, tampoco hay tiempo para conocer a los candidatos. Estas circunstancias ocurren en la peculiar ciudad-Estado del Vaticano. Conocido su nuevo jefe, cuya influencia excede ampliamente las fronteras geopolíticas del enclave romano, se genera un interés inusitado por hechos de su vida. Estos son necesariamente filtrados por el sesgo de biógrafos e investigadores, abogados y detractores y, en menor medida, por el discurso del sujeto mismo de esa biografía.

Por estos días, la prensa internacional da cuenta de la supuesta implicación de Jorge Mario Bergoglio en la dictadura de Videla y recoge también, entre otras anécdotas, algunos pasajes del libro “Sobre el cielo y la tierra”. En él se publicaron, en el 2010, unos diálogos que mantuvo el entonces arzobispo de Buenos Aires con el rabino Abraham Skorka sobre esos temas morbosos que tanto nos gustan: dinero, sexo, poder. Claro que Bergoglio no habla de connivencias con torturadores ni Skorka se permite mancillar el santo nombre de las grandes corporaciones, pero es lo que hay y a eso me atengo.

Resultan dignas de atención, sobre el posicionamiento del nuevo papa, unas afirmaciones hechas en el contexto de esos diálogos, transcritos hoy, entre otros medios, por Público. La primera concluye con un significante que no pasa desapercibido:

“Cuando era seminarista me deslumbró una piba que conocí en el casamiento de un tío. (…) Tras una semana en la que ni siquiera pudo rezar porque “cuando me disponía a hacerlo aparecía la chica en mi cabeza (…) tuve que pensar la opción otra vez. Volví a elegir —o a dejarme elegir— el camino religioso. Sería anormal que no pasara este tipo de cosas”.

Anormal. Palabra gustosa para el oído conservador y muy socorrida en el discurso neurótico. Lo que yo no haga es anormal, es decir, yo soy la norma, tanto si la sigo como si la dicto. Pero no deja de ser preocupante que el nuevo dictante o dictador de una norma tan influyente, aunque no nos guste, no tenga la madurez suficiente para responder por su sentir, decir y actuar sin tener que justificarse a través de un ideal. En este caso, se trata de un ideal que le permite reafirmarse como varón sexuado y heterosexual, como si además de la norma institucional (en la jerarquía católica solo hay varones) hubiera una norma sobrenatural (todos los varones aptos a casarse con la iglesia católica son sexuados y heterosexuales).

Esto sugiere la insuficiencia de la norma institucional, que requiere de un anclaje en una ley natural y en una moral sexual que se confunden para reivindicar un carácter histórico e invariable de la verdad que predican. Claro que al hacerlo niegan la fe, que es justamente una creencia cuyo objeto se basta con ser verificado por el sujeto en su experiencia particular y no necesita, si verdaderamente es de fe que se trata, de nadie más que la sancione, mucho menos de una institución. Pero además, a nivel de identificación sexual, se trata del mismo ideal que preside al argumento patologizante del DSM respecto de las identidades no normativas, y que busca una normalización necesariamente excluyente, violenta y persecutoria hacia el otro.

Dicho de otra manera: la anormalidad la tenemos todos, solo que hay unos que no soportan la suya propia, y machacan a los demás.

Pero el mismo periódico aún cita los diálogos de Bergoglio con Skorka para señalar que, para el primero, el matrimonio homosexual sería un “retroceso antropológico”:

“sería debilitar una institución milenaria que se forjó de acuerdo a la naturaleza y la antropología”; [si adopta,] “podría haber chicos afectados. Toda persona necesita un padre masculino y una madre femenina que ayuden a plasmar su identidad”.

Que Bergoglio no tiene resuelta su orientación sexualidad, sea la que sea, sería una broma quizás demasiado fácil. Lo que me llama la atención son las verdades que llega a proferir en tan pocas afirmaciones. Dice claramente, por ejemplo, que el matrimonio es “una institución milenaria que se forjó”. Que sea milenaria o no, poco le importará a alguien que encabeza una institución que no tuvo inicio como tal hasta el siglo IV, con el favor político del emperador Constantino. Y las sexualidades no normativas, que son tan antiguas como el género humano, no parecen reclamar el interés del teólogo argentino. Así que lo que trasparece sobre todo es la consciencia de que el matrimonio es una institución; en absoluto es un hecho natural.

Pero Bergoglio también sabe que la identidad es una construcción social, y en eso está a la par, en cuanto al supuesto teórico, de la teoría queer. De contrario, no diría que un niño adoptado por dos personas que se identifican ambas con el mismo sexo aprenderá de ellas sus formas principales de identificación.

Dicho de otra manera: el nuevo papa cree que un niño adoptado por dos maricas o dos bollos (él no concibe combinaciones de más personas… todavía) pillará la pluma fácil, fácil. ¿O habremos entendido mal lo de “chicos afectados”?

Así que Bergoglio subraya: “Toda persona necesita un padre masculino y una madre femenina que ayuden a plasmar su identidad.” No vaya a ser que salgan padres femeninos y madres masculinas u otras posibilidades igualmente aptas a plasmar, es decir, a contribuir a la construcción de nuevas identidades que serán, si dios quiere, felices y gozosas en su diversidad.

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