Cash slaves V. Esclavitud extrema

Steve Jurvetson, Diamond Age @flickr

Se dejan ver, si los busca algún reportero, en documentales que pasan en el segundo canal de alguna televisión pública en horarios olvidables; o, pasados por el tamiz de la cultura pop y su peculiar mecánica reproductiva, en algún acto o arte reivindicativo. En el videoclip de Diamonds from Sierra Leone, glosa de Kanye West al tema eternizado por Shirley Bassey, se somete el lujo de esas piedras – preciosas porque se les da el precio de un carísimo significante – a la extrema miseria que rodea su origen. Efectivamente, son buscadas y extraídas por mano de obra sobre-explotada o “low cost”, como decimos de ciertos productos oriundos de lugares suficientemente alejados de nosotros y de los impolutos templos del consumo. Low cost – y, sin embargo o justamente por eso, una necesidad del capitalismo con la que la moral burguesa convive con naturalidad y se escandaliza tanto cuanto el psicoanálisis. Los motivos de uno y otro para no escandalizarse son, esos sí, muy distintos.

Detrás de ese no-escándalo de la moral societal – y no solo burguesa, ya que todos nos hallamos no-tan-sutilmente involucrados en el mismo crimen contra el planeta y de unos contra otros – se ubica el mal gusto, la inmoralidad o, más correctamente, la importunación de la esclavitud como realidad extrema del humanismo. Más que nunca, para el discurso humanista, hoy convenientemente adoptado por un capitalismo magnánimo e hipócrita, seudocompasivo y triunfal, el esclavo es necesario y molesto.

El humanismo, tan benevolente con ciertos aspectos de la libertad y del antropocentrismo, se ha decantado, de manera incontrolable, hacia el liberalismo y el egocentrismo. Siempre ha tendido la mano a la iniciativa privada, ya se manifieste como deseo de creación artística o como iniciativa empresarial, y tanto si lo personifica un mecenas o un partido neoliberal, una escuela de negocios o la universidad más izquierdista y bien-pensante. Porque unas y otras son personas – físicas o metafísicas, individuales o institucionales – que no dejan de reclamar para sí mismas el derecho de bien-pensar, de pensar el bien, sobre todo el de los demás, lo que equivale a pensar qué debe ser el bien para los demás a fin de asegurar el propio. Más precisamente, se trata de la alianza de una moral y una jerarquía del conocimiento que deciden qué deben pensar los demás como bien para ellos mismos.

Le llaman “sociedad de la información”; también se llama “ideología”. Y no es otra cosa que la esclavitud por la dominación del pensamiento, último territorio a colonizar.

La ideología que permite decidir impunemente qué es bueno para el otro cuando se trata de mirar por el propio interés, exclusivamente – excluyendo lo demás, que no interesa – funciona pues, al nivel del pensamiento, como la industria primera de esclavitud. Por eso es tan importante, desde el punto de vista de esa ideología, segregar la universidad, los centros de decisión, los partidos con acceso al poder y, por otra parte, quienes resisten a las frases hechas y sobre todo al pensamiento pre-fabricado, quienes se anticipan a la exclusión por parte de un sistema desfavorable auto-excluyéndose de él, al menos en parte.

En su limpia y blindada labor de conservar y potenciar la esclavitud extrema, que se deja conocer por situaciones de pobreza material extrema pero también por otro aspecto sub-representado de la crisis, la miseria intelectual, el oficio de dominación consiste en cilindrar la alteridad. El pensamiento alternativo y el arte incómodo son desincentivados por la irreversible “falta de presupuesto”, mientras los propietarios y distribuidores de dinero engrasan el chollo de los microcréditos, el comercio “justo” de las grandes corporaciones, el capitalismo verde y todo un séquito de oenegés voluntaristas, alimentadas por mano de obra gratuita a cambio de un bien impagable: la consciencia tranquila. Desresponsabilizarse no tiene precio.

La esclavitud extrema, la que rodea sobre todo ciertos sectores de la extracción de materias primas, producción y transformación (industria) debe permanecer sub-representada para el gran público que consume, la mayoría democrática, es decir, la que mantiene, con sus prácticas de consumo de productos y reproducción de las dictaduras bipartidarias, la perspectiva de agotamiento de los recursos, la conservación del sistema mercantil de gobierno y la elitización del acceso a ambos; y el motivo por el que debe permanecer sub-representada es porque aquella esclavitud solo aparentemente lejana es un índice preciso de la esclavitud a la que está sometido cada elector-consumidor, también pero no solamente a través de la figura del asalariado, del emprendedor, del activista, del contribuyente. Todos, de formas no suficientemente distintas, alimentamos la misma comedia humanista.

Comedia, sí: porque hay unos que se ríen de otros.

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