Cash slaves IV. Deseo de servidumbre

Benjamin Domínguez

Ya sabemos que el lenguaje no tiene trampa. El lenguaje es más bien una trampa. Pero no exactamente un engaño o una maldad, como pretende la tradición hermética, tan antigua por lo menos como el neoplatonismo y las escuelas neopitagóricas. En la novela El péndulo de Foucault, Umberto Eco hace una parodia de la semiosis infinita que, según el mismo autor, es la que caracteriza la deriva del sentido en el hermetismo. En esa deriva, todo puede querer decir cualquier cosa en algún momento y cada significante lleva semánticamente a otro en una cadena sin fin. Eco echa mano de referencias que tienen que ver con lo esotérico, sociedades secretas – o no tan secretas – y toda una dimensión de enigma que le permite incorporar en el relato mismo, y en el ciclo de los sucesos, los valores simbólicos que constituyen el objeto de la trama. Y esa trama en forma de trampa revela de forma muy ágil el aspecto tramposo del lenguaje verbal, que es por ventura el sistema humano de escritura menos conocido a razón, paradójicamente, de su familiaridad.

Hablamos tan a menudo que creemos dominar el lenguaje verbal cuando, en realidad, estamos sometidos a su revelación.

¿Qué especie de poder es ese al que estamos sometidos? ¿Qué ley es esa? Se trata de la capacidad que tiene el lenguaje de manifestar a la vez que oculta, de dejar patente y latente en un mismo gesto de pronunciación. Eso es re-velar: decir – del griego δείκνυμι : indicar, señalar – y volver a velar. ¿Qué hacemos cuando indicamos, cuando señalamos con el dedo índice, sino ocultar parte de eso que estamos señalando? El dedo oculta.

De modo semejante, llegamos a creer que dominamos una situación aún siendo dominados por ella, o que estamos totalmente sometidas a un poder cuando podemos mucho más de lo que se nos da a creer. Cuestión que tiene que ver esencialmente con la posición subjetiva y que, para ser entendida, requiere de una reflexión en torno al campo lexical del poder, ya que en su órbita de significantes se juegan esos dos sentidos del poder: la jerarquía o desigualdad de posiciones y la potenciación o capacidad de devenir de cada posición concreta. Muy en particular, voy a empezar refiriéndome a la diferencia entre pacto y consentimiento.

De una manera muy aproximativa, comprovamos que se llama violación a una relación sexual donde no hubo acuerdo o pacto, mientras que se considera abuso sexual de un menor la imposición de una relación hacia éste, es decir, la usurpación de un consentimiento (el sentido del término “menor” depende ampliamente de haber o no alcanzado lo que cada ley o jurisdición determina como edad de consentimiento, del inglés: “age of consent”). En cierta medida, violación es un significante que sirve para nombrar lo que sería el abuso sexual de un mayor, en el sentido en que se habla de abuso sexual de un menor y que este, a su vez, podría encontrar equivalencia de sentido en el significante violación.

Sin embargo, el lenguaje da cuenta de una diferencia ineludible que tiene que ver con el punto donde la simetría falla, concretamente: que uno es menor y otro es mayor. Esta diferencia, que depende sin duda del corte convencional e institucional que define cuándo se alcanza la mayoría de edad, habla de aquello que se consideraría que el menor tiene menos y que el mayor tiene más, y que podría ser consciencia, madurez, autonomía, capacidad de defensa – significantes que se quedan cortos para dar cuenta de aquello que subsiste todavía en la diferencia entre pacto y consentimiento.

Si el pacto parece evocar una relativa equivalencia de sentimiento y uso de deliberación, esa especie de paridad está ausente en la idea de consentimiento, que sugiere más bien el acercamento de uno al sentir de otro (con-sentir) desde una significativa desigualdad. Por ahí viene el sentido del consenso: todos adhieren a un acuerdo aunque nadie esté acorde del todo. De aquí a intuir una dimensión de abuso en el consentimiento va un paso muy corto. El no-consentimiento pone claramente al otro deseante en una posición de instrumentalización y abuso al no hacerse cargo de la asimetría de intenciones, pero también el consentimiento conlleva una renuncia al propio deseo y es por eso una forma de resignación.

La voluntad de convergir en la decisión consensual, que aparece como instrumento-guía de muchas reuniones asamblearias, viene siendo alimentada por los teóricos de la democracia deliberativa, entre los que destaca Habermas, mientras la reivindicación de la diferencia irreductible y de la deseabilidad del conflicto, que son el centro de la propuesta agonista de Laclau y Mouffe, quedan relegadas a un conveniente segundo plano. Pero si el agonismo, o pluralismo agónico, necesariamente tiene que entenderse y practicarse en términos de pacto – de pactos parciales, difíciles, desafiando utopías –, la democracia deliberativa solo puede entender de consentimiento porque es la más refinada escuela de servidumbre.

Ni Étienne de la Boétie llegó tan lejos en su tratado Sobre la servidumbre voluntaria.

Hacerme creer que soy parte de un pueblo, o confundirme en un plural con inconfundible resonancia autoritaria es invitarme a hacer concesión de mis diferencias para acudir al llamado imperioso de la unión o reunión. ¿Qué sucede? Al hacer concesión de las diferencias hago la concesión del mayor bien que es mi subjetividad. No se trata de un bien en el sentido que divide un bien de un mal, sino de algo que poseo y que me identifica para bien y para mal.

¿Hay un deseo de servidumbre? Nietzsche habló de voluntad de poder y muchos han querido leer en ello una voluntad de someter, ¿pero acaso es eso un deseo? y, si lo es, ¿puede ese deseo de imposición ser correspondido por una falta de voluntad proporcionalmente sumisa? La falta de voluntad tiene la misma probabilidad de ser un deseo que la voluntad de poder, pero ¿y la fina servidumbre cultivada por el nuevo culto a la democracia? ¿No será la celebración de las multitudes demandantes, de las manifestaciones masivas, parte de la nueva iconografía republicana? Mientras haya masas a las que adherir, el alma del poder está a salvo.

Cuando uno está en la senda de su deseo, puede más a sabiendas de su soledad que las mentes amontonadas. La anarquía nace de un deseo sin compasión.

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