Para entender un enunciado es fundamental discernir dónde empiezan y terminan los signos. Eso sucede porque el enunciado es un acto que deja un texto, y un texto siempre es una cadena de significantes. En la oralidad, esa cadena suele aparecer como un continuo, por lo que, al escuchar un idioma que no conocemos, resulta difícil o no-posible discernir dónde empiezan y terminan los signos, es decir, aislarlos. No hay así unidades discretas en un enunciado ininteligible. Solo podemos entender y estructurar aquello que no está confundido en una unidad que, con todo el orden que pueda tener, se presenta a un oyente o lector como un todo caótico o desconocido, un enunciado absolutamente otro. El caso es que, aún conociendo un idioma, la materialidad específica del texto hablado permite segmentar la cadena de distintas formas. Así, en un bar le pregunta un camarero a una chica: “¿Me has pedido una ensalada?”; ella, tomando tranquilamente un refresco con una amiga, le contesta: “Que va”, al que el camarero replica: “¡Ah! Kebab de pollo o ternera?”
En un texto escrito, el lenguaje no se presta al equívoco de la escucha sino al de la visión, que suele ser de un orden muy distinto. Efectivamente, el texto es mudo pero se deja ver, tiene el aspecto opaco de una materialidad más propensa a la estabilidad, mientras en el habla se escucha y, salvo de procederse a una grabación u otro tipo de registro, el enunciado se pierde en buena medida. Quizás no me equivoque demasiado cuando pienso que fue con esta consciencia de la pérdida del texto hablado, esa escritura particularmente volátil, que Freud postuló, como método entonces muy original por su economía y agilidad, la escucha libremente flotante.
Ese método particular, que es solo un aspecto del psicoanálisis entendido como práctica del lenguaje, le permite al cuerpo en posición de analista – o, si se prefiere, a la función analítica encarnada – sostener la posibilidad de lectura más lisa y a la vez más porosa del discurso analizante, es decir, la lectura más capaz de no añadir el relieve fatal del idealismo ni rellenar los fallos en ese discurso del otro. Por otras palabras, esa escucha libremente flotante es solo una condición del análisis, pero sin duda de ningún tipo una de las condiciones primeras para no malbaratar el análisis en un producto más de satisfacción de las demandas sociales, una ideología más, lista para aportar “soluciones” y “resolver problemas”, substituyendo el sujeto inacabado por una prótesis yoica como pueden ser las “herramientas terapéuticas”. Eso puede sin duda llenar un vacío en el otro, pero todo tiene un precio: ese efecto de llenado lo hace un tapón que debe servir para varios vacíos que nada tienen que ver entre ellos. Se trata de la diferencia de método entre las terapias o la psicología y el psicoanálisis y, en definitiva, de la diferencia de método entre las ciencias que actúan a partir de un modelo abstraído de la observación, la experiencia, etcétera, y cualquier ciencia cuyo método y cuya gramática estén informados por el discurso mismo del sujeto, y no del sujeto en general, que es de nuevo una idea abstracta, sino de cada sujeto concreto, que es singular y por ello exige la revisión, en cada caso, de la teoría que da soporte a la escucha de su discurso y las operaciones analíticas que a partir de él y sobre él tengan lugar y efecto.
No nos sorprenderá pues que, desde sus inicios, el discurso analítico es esencialmente un discurso oral en la medida en que su discurso central es el de cada analizante. Consecuentemete, de los aspectos nucleares de su método es, como he recordado antes, un cierto tipo de escucha, y no una interpretación al modo de la hermenéutica a la que nos acostumbraron los estudios literarios, en un claro gesto de deuda y reconocimiento de filiación en la exegesis del texto religioso. Esto marca un clivaje fundamental entre el psicoanálisis y la psicología, ya que el primero trata de escuchar con una disposición tal que su método y su teoría pueden ser revisados casi a todo momento e incluso exigir una apertura al cuestionamiento sin la que el psicoanálisis se convierte en una ciencia más, inepta e insatisfactoria para el sujeto del inconsciente, que no parece querer callarse tan fácilmente, por mucho que a ello invite desafortunadamente la psicología, esa peculiar ciencia a medio camino entre las ciencias de la salud, es decir, de eliminación de síntomas, y las mal-llamadas ciencias humanas, que solo tienen en cuenta a lo humano como institución imaginaria que tendría la virtud de alcanzar toda una serie de logros – léase, por ejemplo: ciencia, arte, literatura, ley moral, derecho.
Ahora bien, lo humano es esencialmente error. El entendimiento común de la afirmación “errare humanum est” la ha reducido a un recordatorio de algo así como que los humanos se equivocan. Pero hay que despertar otro sentido, más latente: el de que errar es lo humano. Lo propio de lo humano es la errancia, que se juega de forma sorprendente en el habla. Por ello tampoco debería sorprendernos que la asociación libre sea otro de los núcleos del acto analítico. Al hablar lo que a una le viene a la cabeza, se empieza a dar permiso y via libre a la voz del inconsciente, que es el maestro del error. Ninguna otra voz produce, como la del inconsciente, enunciados verdaderos para el sujeto que aparecen al yo como equivocaciones, lapsus, fantasías – que lo son, pero que están destituidos, para el yo, de toda credibilidad precisamente porque no se enmarcan en su racionalidad excluyente.
Así pues, el discurso científico hegemónico que aupó a la psicologización de la subjetividad, infinitamente más amplia que aquella, y a la patologización, menosprecio o exotización de cualquier formación del inconsciente, que indica justamente un orificio primordial y una puerta hacia lo verdaderamente humano, aquél discurso es, formalmente, un discurso escrito, un discurso separado de la voz, un discurso quizás, como parece intuir Heidegger en el seminario de invierno del 42-43, separado incluso ya de la mano. El psicoanálisis no necesariamente deja de separarse por momentos de la voz, pero su método es en cierta manera consubstancial a la misión de rescatar lo no dicho, haciendo posible el enunciado fantasmático.