En algunas ocasiones, preguntado por ello, me he referido al trabajo del analista como una escucha cualificada. En absoluto pretendo dar del psicoanálisis –un significante como otros– una definición que cierre su sentido en cuanto algo que, respecto de aquello que nombra, trabaja para abrir, dilatar, penetrar, hacer fecundo. Lejos de poseer aquello con que penetra y erigirse de ese modo en falo de objetividad científica, el análisis tiene, en ciertos casos, algo como la lucidez de después del orgasmo a la vez que escucha –y lo seguirá haciendo, si se sostiene– con la atención difusa e incisiva de quién está ligando.
Con esto quiero decir, en primer lugar, que el analista está especialmente pendiente del otro. De hecho, su función, determinada por un deseo, es dependiente de otro deseo que es hablado por el sujeto del inconsciente. Se da el caso de que el analizante no siempre habla desde su inconsciente; más bien lo hace poco, aunque todo lo que dice es de interés para el analista en función. Sin conocer el discurso acerca de lo aparentemente insignificante es prácticamente imposible conocer qué significantes ponen en escena aquella voz otrA que el yo del analizante trata de acallar a todo momento. La tontería es esencial.
Donde otros buscan lo profundo, lo insigne y lo ejemplar, el analista escucha lo superficial, lo insignificante y lo absolutamente particular, es decir: lo singular. No importa si la singularidad es vergonzosa, útil, común a otros, si de ella se puede extraer una lección o un principio o material para una conferencia. El analista a quién todo eso le importa ya está tomando el atajo de la estadística, aún de forma muy implícita e incipiente. ¿Cómo procede la estadística si no es tomando los individuos a los que contabiliza según sus rasgos reconocibles, es decir, comunes y mostrables? Para ello hay que liberarlos de todo lo accesorio, de lo que pueda comprometer la evidencia aséptica de los gráficos que reflejarán una distribución del universo de la muestra según porcentajes de aplicación de tal o tal criterio a tal o tal otro nivel. En esos criterios sería reconocible, si alguien pudiera leerlo, el deseo de quién los determina; pero los criterios de aquellos individuos, los motivos de sus respuestas o no respuestas, son hábilmente secundarizados o simplemente ignorados.
Así pues, pensando en un instrumento estadístico como es la encuesta, cuando se tipifican las respuestas posibles a una pregunta se omite a priori: el porqué de esa pregunta y no otra; la manera de formular esa pregunta; la posibilidad de una respuesta distinta a las alternativas presentadas (que no son, por lo tanto, verdaderas alternativas); pero sobre todo se omite la invitación al pensamiento que supone una pregunta abierta. Contra la casuística, que apela a dilucidar críticamente, la estadística crea una distancia insalvable entre la respuesta, contabilizada, y la voz, sustraída, y así colectiviza las motivaciones y favorece esa gran alienación que es la opinión pública.
La estadística es una metafísica.
En ese sentido, es ajena al psicoanálisis y cualquiera que practique como analista no puede menos que cautelarse de echar mano de la estadística, ya sea como referencia diagnóstica, argumento clínico, método interpretativo o finalidad utilitaria. Sin embargo, no tendría sentido abandonar la estadística como quién reprime una pulsión ni como quién hace un duelo. El analista que en su función debe todavía reprimirlo o hacer su duelo ya adolece de la peor alienación: la que proyecta en el otro la expectativa yoica del que está supuestamente en posición de analista, sustrayéndole a priori al analizante toda posibilidad de ser escuchado desde su alteridad y, como tal, su subjetividad.
Difícilmente se trata pues de una opción tolerable. El análisis es una práctica de apertura continua, en la que los movimientos y las operaciones mismas de cierre y costura son condicionadas por y para esa apertura. Podemos decir que así como la apertura es el acto de la posibilidad de separación, el cierre es una apertura a la posibilidad de autodeterminación por parte del sujeto. Esto quiere decir que solo una parte y solo en parte se autodetermina el sujeto; entender la autodeterminación como un paso unilateral y pretendiendo no considerar al otro no sería más que un conocido ademán de neurosis obsesiva.
La estadística –y aquí me refiero siempre a estadísticas “sobre” sujetos–, con el agravio comparativo que supone, tiene aún la cara del eugenismo, de la competitividad y en general la idea de mejora. No parece que se hagan estadísticas sin finalidad, y aún la finalidad de la “observación objetiva” y del “conocimiento de la realidad” responden, en el primer caso, a una observación cuyo sujeto se omite y, en el segundo, a un conocimiento a priori que se materializa en unos criterios, un universo de muestra y un tratamiento de voces como datos que denuncian la finalidad informática de ese conocimiento necesariamente parcial. La consecuencia más directa de esa observación pasa por un juicio que tiende a celebrar méritos y a lamentar “puntos a mejorar” – un juicio que se codea con una ideología de la igualdad y la no-exclusión.
En el caso de la psicología, la terapia deviene una técnica legitimada, en primer lugar, por la universidad y el colegio para exorcizar cualquier relación con el pensamiento mágico o las prácticas laicas a la vez que se divorcia estratégicamente de ese imprevisible que es la voz del otro. Efectivamente, la terapia está basada en la estadística como expresión e instrumento de eficiencia productiva pero también en la omnipresente noción de herramienta, triunfo indiscutible de la superación del sujeto (las herramientas preexisten a su objeto, el paciente). Las herramientas son consecuencia de la estadística entendida en psicología como método que informa la praxis. La práctica del diagnóstico y los criterios de medicalización son ejemplos paradigmáticos de cómo funcionan esas herramientas desde el punto del vista de quienes practican la psicología.
La estadística deviene así la deficiencia escritural fundamental del capitalismo: el sujeto ni siquiera se convierte en número, sino que desaparece en un número que representa su imposibilidad de ser representado o escuchado, es decir, en cierta medida, un número que representa su muerte y la de muchos otros en cuanto sujetos. Esto no es un problema para la psicología y la mayoría de terapias psíquicas con todas sus herramientas vitalistas: la existencia de estas se nutre de la ignorancia del sujeto en ambos sentidos (de desconocer al sujeto y desentenderse de su existencia, pero también de la ignorancia que padece el sujeto).
Este desconocimiento genera la ilusión fascista que es la hegemonía. Todos se someten sin saber el porqué – porque no se quiere saber hasta qué punto se somete la gente cuando cada uno ya está sometido a su yo. Por eso la psicología, a diferencia del psicoanálisis, es una práctica protegida por el sistema capitalista: habiéndose apropiado de la estadística más de lo que ella misma parece sospechar (y más seguramente de lo que quiere saber) y habiéndola puesto al servicio de la patologización del sujeto, se vuelve aliada inestimable de cualquier industria de la deshumanización.
bien, uno, yo, en la estadística, sigo siendo, uno, yo, pero en, dentro de una población, conjunto de euler, …., nada de desaparecer, ni en la estadística capitalista, solo hay que leer, ojear a adam el smith, para ver cómo va eso del libre mercado … otra cosa son las perversiones, las pere versiones, las versiones apócrifas …
Luis Tarragona
ginecólogo lacaniano (y mas …, no arturista)